“Cada vez son más quienes evitan las imágenes de los niños y niñas de Gaza atrapados bajo los escombros. No las rehúyen por falta de empatía, sino, precisamente, porque no saben qué hacer con todo el dolor que les provocan, porque les asfixia la impotencia”, escribe la autora.
¿Dónde estás, humanidad?
Patricia Simón
10 enero 2024
«No te llames a ti mismo una persona libre si no puedes cambiar nada, si no puedes frenar un genocidio que está teniendo lugar». El cuchillo lanzado por el fotógrafo gazatí Motaz Azaiza en una entrevista en la MSNBC y replicado a su millón de seguidores en X ha entrado limpio en la conciencia de muchas y muchos de nosotros: la herida ya estaba abierta tras meses de impotencia ante el genocidio cometido por Israel. Si en pleno siglo XXI, la ciudadanía de las democracias aliadas del agresor no tenemos vías para impedir siquiera que cometa un genocidio, ¿qué somos entonces?
Conocemos el horror a gran escala, nos sigue llamando desde las cunetas en las que yacen decenas de miles de desaparecidos por el franquismo, desde las playas francesas que sirvieron como campos de concentración para sus supervivientes, desde las fotografías de hombres famélicos junto a montañas de huesos en Auschwitz… Y desde hace tres décadas, desde el mar en el que buscamos nuevos horizontes y que nos devuelve el reflejo de las decenas de miles de almas tragadas por el cierre de fronteras europeas. Si no tenemos herramientas para impedir que nuestros gobiernos empujen a la muerte a quienes buscan oportunidades, derechos y seguridad, ¿podemos llamarnos ciudadanos, ciudadanas? ¿Podemos llamar democracia a un sistema que fomenta la inhumanidad?
Otro reportero palestino, Anas El-Najar, acaba de anunciar que deja de cubrir el genocidio de Gaza. “La seguridad de mi familia es mil veces más importante que buscar noticias para transmitirlas a un mundo que carece de humanidad”. Lo ha hecho cuando Israel ya ha asesinado a más de 110 periodistas en la Franja y a numerosos miembros de sus familias.
El responsable de los Estándandes Periodísticos de la Corporación Canadiense de Difusión (CBC) ha respondido a la queja de un televidente por el tratamiento informativo del genocidio que los bombardeos israelíes no son “brutales”, “crueles” o “asesinos” –términos con los que se refieren en la cadena al ataque de Hamás el 7 de octubre–, porque los soldados que los disparan están a kilómetros de la Franja y, por tanto, no ven a sus víctimas, ni estas a sus asesinos. Para los considerados de los nuestros, cualquier mala excusa basta.
Deshumanizamos a un colectivo cuando encontramos aceptable para este lo que consideramos intolerable para nuestros seres queridos. Nunca admitiríamos como normal que nuestro sobrino tenga que jugarse la vida para trabajar en Alemania, que nuestra amiga sea encerrada cuando termina su jornada laboral recogiendo fresas o que nuestro pueblo sea expulsado de su territorio para ser sustituido por otro. Menos aún, que fuese exterminado en supuesta venganza por otras muertes.
Sin embargo, podemos convivir con esta realidad porque los afectados han sido reducidos a los otros. Y para deshumanizar a todo un colectivo basta con someterle a injusticias, de manera sistemática y repetida en el tiempo, hasta que la vergüenza se transforma en norma. Treinta y cincos años después de que llegase la primera patera a la costa andaluza, los náufragos africanos sólo despiertan interés –y no digamos ya compasión– cuando llegan por decenas o cuando las víctimas mortales alcanzan los dos dígitos. La política de hechos consumados ha conseguido imponer en el imaginario colectivo que si eres una persona pobre y racializada, tu destino natural es el de jugarte la vida si quieres conseguir una digna. Como el Estado de Israel ha convencido a la mayor parte de su población, mediante décadas de ocupación, de masacres, de limpiezas étnicas y de apartheid, de que el destino natural de los “animales humanos” palestinos de Gaza es el de morir a manos de su Ejército.
Pero, ¿dónde queda nuestra humanidad cuando quedamos reducidos a indignados espectadores de la barbarie? Cada vez son más quienes evitan las imágenes de los niños y niñas de Gaza atrapados bajo los escombros, de las fosas comunes, de los médicos descubriendo entre los pacientes a sus familiares muertos. No las rehúyen por falta de empatía, sino, precisamente, porque no saben qué hacer con todo el dolor que les provocan, porque les asfixia la impotencia, porque informarse sin canales para transformar ese conocimiento en acción política no nos convierte en mejores ciudadanos y ciudadanas, sino en más conscientes de nuestra limitada capacidad de participación. Y cuando la frustración nace de la complicidad de nuestros representantes públicos con crímenes de lesa humanidad, el sentimiento de culpabilidad erosiona la credibilidad en la democracia misma. Máxime cuando sabemos que tanto sadismo sería impensable sin décadas previas de impunidad.
La impunidad convierte en legítimo y aceptable lo innombrable, lo inaceptable, lo que nos causa estupor cuando consideramos a las víctimas nuestros semejantes. Porque si se puede acabar con todas esas vidas sin ningún coste ni castigo, ¿qué valor real tiene la vida humana?
Por eso, combatir la impunidad es una forma de preservar la humanidad. Por eso es tan importante la labor de colectivos como Coordinadora de Barrios, que sigue luchando para que haga justicia con la muerte de las 15 personas que se ahogaron bajo las pelotas de goma lanzadas por los guardias civiles cuando intentaban llegar a nado a la playa de Tarajal, en Ceuta. O los periodistas que siguen investigando la masacre de Melilla de 2022, en la que murieron al menos 23 personas cuando intentaban cruzar la frontera con Marruecos. O la demanda que ha presentado el gobierno de Sudáfrica contra Israel por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia y que, por ahora, solo ha sido respaldada por unos pocos países del Sur Global. Porque el castigo es un reconocimiento de que todos esos asesinatos se cometieron y de que jamás deberían haberse cometido, algo fundamental para las víctimas y sus seres queridos, pero también para que el resto podamos seguir dándole sentido a la vida en comunidad.
Porque como explica Carlos Martín Beristain, psicólogo experto en atención a las víctimas de conflictos y en comisiones de la verdad, el genocidio, las masacres, la violencia sexual como arma de guerra, no son fenómenos inherentes a la condición humana, sino resultado de sistemas que antes promovieron la polarización, la división entre el nosotros y el ellos, que convirtieron a a los otros en subhumanos, sistemas en los que solo se obedece y rinde cuentas ante la autoridad… Necesitamos recordarlo constantemente para no caer en el nihilismo, pero también para salir del estupor en el que nos han sumido estos tres meses recordando, día tras día, la vileza, la perversión y el dolor que somos capaces de provocar.
Tras la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial, el Holocausto y la bomba atómica la angustia existencialista empujó a buena parte de los artistas e intelectuales europeos a asumir como una responsabilidad ineludible dedicar su vida y su obra a sumirse en la condición humana para explorar cómo impedir la repetición del aniquilamiento masivo. El resultado se puede ver en la magistral exposición que el Museo de Arte Nacional de Catalunya le dedica al arte de posguerra. Aunadas bajo la pregunta Quina humanitat? (¿Qué humanidad?) los lienzos, esculturas y fotografías nos permiten mirar de frente a lo que preferiríamos no haber visto nunca, un estremecedor recorrido sobre las secuelas físicas, históricas, psicológicas y emocionales de la guerra. Y lo consigue gracias a que el arte, como explicó en una mesa redonda su comisario Àlex Mitrani, “es un instrumento que utiliza la distancia estética para, a través de recursos líricos, generar una empatía, una proximidad”. Una proximidad que, a su vez, es la distancia necesaria para poder pensar la inhumanidad y para dejarse tocar por ella.
Hoy, cuando nuestra existencia está amenazada por la crisis climática y por la vuelta de los grandes conflictos, toda la actividad intelectual, económica, política y artística debería ir encaminada a frenar esta espiral de autodestrucción. Y para ello es fundamental retomar el paradigma de la humanidad, sin el cual, como nos alertaba al inicio de este artículo Azazi Motaz, no hay libertad posible. La misma conclusión a la que llegó la filósofa María Zambrano tras las grandes guerras del pasado siglo: “Solamente se es de verdad libre cuando no se pesa sobre nadie; cuando no se humilla a nadie, incluido a sí mismo. La condición humana es tal que basta humillar, desconocer o hacer padecer al hombre -uno mismo o el prójimo- para que todo el hombre sufra. En cada hombre están todos los hombres”.
Decía el párroco Javier Baeza en un diálogo del programa A vivir, de la Cadena Ser: «Está la inhumanidad de trazo gordo como el genocidio de Israel, y la de trazo fino, que nos rodea y sobre la que sí podemos incidir”. Y es ahí, en nuestro entorno, donde podemos contribuir a reconstruir la humanidad, en una asamblea para la regularización de las personas indocumentadas, por el derecho a la vivienda, por el boicot a los productos israelíes o para que se investiguen las muertes en las residencias. Porque cuando nos juntamos, además de conseguir cambios, nos blindamos ante tanta injusticia con el goce y el abrigo de sabernos muchos, de sabernos humanos.
La vida necesita entenderse para que tenga sentido. Y un genocidio televisado ha arrasado con todo el entramado filosófico, legal y cultural que nos habíamos dado tras la II Guerra Mundial. Si claudicamos y dejamos de intentar frenar la barbarie, habremos aceptado que vivimos presos de la inhumanidad. Y eso es infinitamente peor que sentir impotencia, dolor o rabia. Es la capitulación final.
fuente: https://www.lamarea.com/2024/01/10/humanidad/
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