Pasó un año del gobierno de Javier Milei. Fueron 365 días intensos de disputas y conflictos políticos de los más variados. En pocos meses, la experiencia “anarco-capitalista” mostró una impronta indescifrable para propios y ajenos. Quienes mayor celeridad tuvieron para reconocer la magnitud de los nuevos sucesos fueron los movimientos sociales. No es para menos: el Estado mostró un particular ensañamiento contra sus construcciones territoriales.
Por Nicolás Salas, para ANRed.
Como analizamos en notas anteriores publicadas en ANRed (“Milei y su plan para los planes”, “Salto en la ofensiva contra los movimientos sociales: la ruta política de las judicializaciones y la decisión del gobierno”, entre otras), la Libertad Avanza se propuso configurar una estrategia de desarticulación definitiva de los movimientos sociales, tal vez la más importante de la historia.
En sus primeras semanas al frente del Ministerio de Capital Humano, Sandra Pettovello se animó a plantear los tiempos que demandaría el desarme de las organizaciones territoriales. El mismo Pablo De la Torre, ya renunciado al frente de la Secretaría de Niñez, Familia y Adolescencia, había hecho trascender que en junio se terminaría el bullicio piquetero. Nada de eso pasó. Si bien fallaron en su cometido y en los tiempos que se plantearon para el mismo, es innegable que lograron avances importantes en su añorada empresa.
En 2002, la ofensiva del entonces presidente Eduardo Duhalde apuntaba a desestructurar al sector de las organizaciones que se negaban a una alianza con el gobierno, los llamados “combativos” o “piqueteros duros”. En la actualidad, Milei se propone ir varios pasos más allá y terminar con la totalidad de las organizaciones territoriales cualquiera sea su perfil político o ideológico.
La estrategia de cuatro patas impulsada desde el Estado nacional en estos primeros doce meses implicó una ampliación de la estigmatización mediática, la masificación de los procedimientos judiciales contra la dirigencia social, la profundización del escenario represivo y, por último, la desestructuración de las políticas sociales del sector, principalmente a partir de la baja del Potenciar Trabajo y las líneas de trabajo cooperativo, como los entes ejecutores o el financiamiento de la Secretaría de Integración Socio Urbana (SISU).
Las cuatro patas de la estrategia implicó golpes por arriba y por abajo. Es decir, por un lado, se judicializó a prácticamente a toda la dirección de las organizaciones mientras que, por otro lado, se atacó a la base de los movimientos a partir del congelamiento salarial del plan, el vaciamiento de los comedores comunitarios, y la represión abierta y focalizada. Todos ingredientes tendientes a acrecentar el aislamiento político, requerimiento previo e indispensable para la desarticulación orgánica de los espacios.
¿Con un ataque de tal magnitud por qué el gobierno no logró dar con sus objetivos? En tanto el Estado no logre canalizar la demanda que se genera en los territorios por otras vías, seguirán existiendo las condiciones de posibilidad para que los movimientos sociales sigan siendo un protagonista central en aquellos territorios donde no llegan las instituciones. Cuando Duhalde hizo su intentona en 2002, lanzó más de 2 millones de planes Jefas y Jefes de Hogar, lo que de todas formas no alcanzó para aislar la organización territorial. Iniciativas de este estilo no solo no están dentro de las proyecciones de la Libertad Avanza sino que ni siquiera se evalúan como posibles, por lo menos en un corto plazo. Al día de hoy, solo los grupos narcos se erigen como una opción a los movimientos sociales, iglesias y demás organismos de la sociedad civil.
Por otra parte, la acumulación de fuerzas llevada a cabo por los movimientos en las últimas décadas permitió resistir los primeros golpes, recomponer la iniciativa y levantar en poco tiempo una unidad de acción que en varias oportunidades y, pese a las diferencias, aglutinó a la totalidad de las referencias territoriales del país en una oposición abierta al oficialismo.
Ningún análisis económico, por izquierda o por derecha, hace pensar que la demanda que brota de los barrios populares, villas y asentamientos, no vaya a prolongarse e, incluso, profundizarse, en los tiempos venideros y más si tenemos en cuenta la falta de despegue del modelo de Luis Caputo, donde más de la mitad de la población se encuentra bajo la línea de pobreza y la indigencia asoma al 20%.
Con un ejemplo alcanza para graficar lo que viene aconteciendo en aquellos lugares donde ni el Estado ni el mercado logran garantizar la reproducción de la vida: un informe del Consejo Social de la Universidad Nacional de La Plata asegura que los comedores, merenderos y ollas populares se encuentran recibiendo un 78% más de demanda alimenticia que el año anterior.
La situación de las organizaciones territoriales
Los movimientos sociales saben sacarle agua a las piedras, lo demuestra su historia. Se construyeron a mediados de los noventa, prácticamente sin recursos o siendo estos insignificantes, si se los compara con los que contaron durante la última década. En casi treinta años de existencia, sus modelos de acumulación de fuerzas han mutado y se han reconvertido en varias ocasiones.
Lo complejo de la ofensiva actual es que se da en medio de un cambio de etapa histórica. La hegemonía inaugurada tras la rebelión popular del 2001, en la que se ponía a las instituciones como factor estabilizante y canalizador de los conflictos sociales, pareciera haber entrado en un cuello de botella, reconfigurando el mapa político y reivindicativo de las organizaciones políticas, sociales y sindicales.
Esta transición a un nuevo escenario arrastra el peso de varios años de crecimiento y masificación de las estructuras territoriales, lo que hace más complejo para los movimientos desembarazarse de prácticas arraigadas por años y contenidas dentro de la institucionalidad estatal. Un tiempo prolongado en el que la militancia barrial se afianzó en una impronta gremialista y economicista que desapareció de un plumazo. Con varias diferencias, son tiempos más parecidos a los previos al 2001 que a los de “bonanzas” que caracterizaron a todos los gobiernos precedentes a Milei desde el 2001. Los reclamos reivindicativos, salvo que medie una crisis de envergadura o problemas de gobernabilidad importantes, difícilmente vayan a encontrar alguna respuesta positiva. Cada plan de lucha que se proponen los movimientos tiene fecha de inicio pero no de cierre. Algo así como atravesar el desierto con lo puesto.
Esta metamorfosis en curso pinta un cuadro con movimientos menos masivos pero que necesariamente deberán construir una mayor dinámica de lucha. Por lo menos eso se imagina gran parte de la dirigencia social que intenta proyectarse en los nuevos tiempos. El desafío que se tiene por delante está sobre la mesa y no es otro que recomponer su legitimación, no sólo en términos generales sino, principalmente, en su retaguardia, que son las grandes barriadas y villas del país. Romper el aislamiento actual implica en algún punto poder trascender el carácter corporativo de la lucha para que la resistencia a este modelo sea asumido por las grandes mayorías que no necesariamente se agrupan en una organización.
Romper el aislamiento actual es un factor decisivo para quienes pretendan retomar la iniciativa que permita recuperar parte de lo perdido en términos reivindicativos. Todo pareciera depender de los niveles que escale la conflictividad social y de la alianza que las organizaciones logren construir con otros sectores. Al momento, la quietud caracteriza a gran parte de la clase trabajadora que logra activarse esporádicamente sin lograr empujar una fuerza constante que referencia la lucha contra las políticas de ajuste. La llamada “clase media”, esa que puede volver a jugar un rol central en las disputas venideras, pareciera estar fuera de juego por el momento, apenas ofuscada ante la caída de su poder adquisitivo. Todo está en veremos. El “veranito” del blanqueo de capitales no es eterno y casi en lo inmediato el gobierno deberá afrontar una dilapidación de dólares producto de esa libre competencia que implica vacaciones más baratas en Brasil que en la Costa Atlántica.
Pasó un año y algunos nos aventuramos a sostener que la moneda sigue en el aire. En el caso de los movimientos, no descubrimos nada si decimos que su suerte está atada a la estabilización y viabilidad del modelo gubernamental. Si no se supera el contexto recesivo y empobrecedor se le hará imposible al Estado cortar esa demanda que surge por abajo y que, desde hace treinta años, los movimientos suelen construir en fuerza organizada y de lucha callejera.