Doscientos cincuenta mil franceses vestidos con chalecos amarillos ocuparon el sábado 17 autopistas, rutas y puntos estratégicos de las ciudades para paralizar el tránsito y proseguirán algunos días más su protesta contra el aumento de los carburantes.
Sociológica y culturalmente, la acción de los Chalecos Amarillos recuerda otros movimientos, como l’Uomo Qualunque (el Hombre Cualquiera) en Italia o el Poujadismo, la gran protesta social dirigida por un farmacéutico de provincia en Francia, movimientos de centroderecha de los años 50 que canalizaron la rabia contra el gran capital de los sectores más pobres de las clases medias urbanas y rurales. Este movimiento, por lo tanto, podría llegar a ser utilizado por la extrema derecha.
Pero la cosa es más compleja. Es cierto que quienes ocupan las calles y rutas dejando sólo un carril para la circulación son, sobre todo, campesinos y habitantes de zonas rurales que deben utilizar su auto para abastecerse, ir al médico o trabajar, miembros de categorías profesionales independientes, como los enfermeros o distribuidores, que dependen de su coche, jubilados con pensión baja, pequeños comerciantes, artesanos, Pymes, trabajadores precarios. La gran mayoría de ellos se abstuvieron en las elecciones presidenciales o votaron por Macron, aunque hay también votantes de Le Pen y de la derecha tradicional y de las diversas izquierdas.
Pero a ellos se agregan obreros desocupados y el movimiento retoma la antorcha de los ferroviarios vencidos tras una huelga de tres meses o de los sindicatos anteriormente derrotados en su intento de impedir una nueva ley del trabajo o de los estudiantes universitarios que nada obtuvieron de la ocupaciones de sus centros de estudio.
Además, es el primer movimiento de masas sin líderes y autoconvocado por la red social y el hecho mismo de su horizontalidad y su carencia de programa y reivindicaciones centrales permite que cada uno agregue sus exigencias particulares y hace que la protesta inicial contra el aumento del combustible en realidad cristalice una rabia generalizada y no exprese sólo el temor de las clases medias bajas al desclasamiento y la proletarización. Por ejemplo, un gran número de Chalecos Amarillos protestan además por la reducción del poder de compra, por la desocupación, por la concentración del comercio en los grandes supermercados y el consumo masivo e incluso piden, al mismo tiempo, menos impuestos y más transporte y servicios públicos.
No se trata, pues, de un movimiento contra los impuestos en general sino de la ira contra ciertos impuestos, como el del carburante, que debería servir para desalentar la utilización de coches contaminadores y fomentar el desarrollo de energías limpias pero impiden que vastos sectores lleguen a fin de mes sin endeudarse.
Además, los Chalecos Amarillos expresan el odio contra el gran capital y contra Macron, que gobierna para los multimillonarios y el capital financiero y quiere facilitar con sus medidas favorables a los grandes patrones la instalación en París del centro financiero internacional que hasta ahora estaba en Inglaterra, que sale de la Unión Europea. Por eso hay también margen para que Jean Luc Mélenchon, en nombre de la izquierda reformista, se dirija a los “fachés pas fachos”, juego de palabras que significa los “enojados no fascistas”.
Este movimiento, además, revela transformaciones sociales. El automóvil no sólo se ha convertido en el principal medio de transporte de las capas populares sino que es una conquista de libertad para viajar, conocer, irse de vacaciones, circular en las ciudades y algo así como la TV, parte irrenunciable de los bienes hogareños.
Además Macron, en su deseo de ser Napoleón IV, debilitó gravemente los organismos estatales de mediación (alcaldías, a las que empobreció y cuyas facultades redujo y por eso hoy se le oponen; sindicatos, a los que derrotó y no escucha; y el mismo Parlamento, por sobre el cual él, Macron el Grande, quiere establecer un contacto directo con los franceses). Consiguió así fabricar un vacío creciente entre los trabajadores franceses, la mayoría de los cuales se homogenizan proletarizándose y el Bonaparte pequeño, pequeñísimo, de turno que aparece estrechamente ligado al gran capital y es rechazado por todos.
La protesta de los Chalecos Amarillos es, por eso, ambigua y podría ser tanto peligrosa como prometedora según fuese su desarrollo. No alcanza todavía a ver que sin impuestos no habría escuelas, hospitales y transporte público y que de lo que se trata es de quién debe pagar más y sobre qué se debe pagar impuestos y, por lo tanto, no basta con la renuncia de Macron sino que hay que quebrar el poder del capitalismo europeo y francés.
El movimiento es, como decía ser Macron, ni de derecha ni de izquierda (es decir, es de centro derecha) cuando, para extenderse y echar raíces, debería plantear soluciones anticapitalistas de fondo. Es por eso expresión de la impotencia de Mélenchon que busca ganar votos para las elecciones europeas y de la izquierda pro-Bruselas, sin propuesta alternativa.