En 1977 logró escaparse del Regimiento de La Tablada luego de una sesión de tortura. Tras la fuga se fue a México, donde se preparó para la misión que tendría al regresar a la Argentina: interferir señales de televisión para transmitir distintos mensajes a la población. Con un testimonio que reivindicó las acciones de Montoneros, Víctor Hugo Beto Díaz abrió la la tercera audiencia de este juicio.
Por Fabiana Montenegro para El Diario del Juicio.
—Juro por los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos, por ellos y por las organizaciones que cada uno de ellos integró, porque esas organizaciones hicieron posible que su acción se diera.
—¿Jura o promete? —vuelve a preguntar el presidente del Tribunal, Esteban Rodríguez Eggers, intentando que responda formalmente a la pregunta de rigor.
—Por eso y por la patria, juro —insiste Beto.
Víctor Hugo Díaz, Beto, como lo conocen las compañeras y los compañeros de militancia, tiene la barba que pinta canas y una mirada profunda, de esas que supieron endurecerse sin perder la ternura. Integró la organización Montoneros y formó parte de la operación política de la Contraofensiva. En el ‘78 compartió la conducción de la fuerza en la zona sur junto a Susana Larrubia y Ricardo Tajes (ambos secuestrados en diciembre de ese año) y fue responsable de las tareas estratégicas de agitación en el ‘79. En la tercera audiencia por el juicio de la Contraofensiva, Beto es el primero en declarar; arranca con vehemencia y planta bandera. “Tenemos muchas cosas para decir —comienza Beto—. Es muy significativo para nosotros estar aquí, a 40 años de haberse producido estos hechos, y a casi 50 del nacimiento de la organización. Dos fechas que invitan a la reflexión”, asegura.
Luego se remontará, lenta y pormenorizadamente, a diciembre del ‘83 para explicar el origen de la teoría de los dos demonios. “Con la vuelta de la democracia -explica Beto– se construyó un relato -que circuló a través del prólogo al Nunca Más-, y marcó con su mirada a toda una sociedad hasta el día de hoy. El Nunca Más plantea que ‘al terrorismo de las organizaciones se le opuso un terrorismo estatal, muchísimo peor’. Y, en ese marco, se habrían cometido ‘excesos’ que se desprendían de un ‘fallo en la selección de la víctima. Las víctimas eran, entonces, ‘inocentes que caían bajo los excesos’: adolescentes que iban a enseñar a la villa, sindicalistas que luchaban por mejoras salariales o los que ‘solo figuraban como nombres en una libreta’. Los guerrilleros, en cambio, presentaban combate o se suicidaban. Bajo este análisis binario y reduccionista se sustentan las categorías inocente/ culpable ¿Y quiénes son los culpables? —pregunta mirando al Tribunal— ¿Los que resistieron? ¿La culpa es de los que resistieron y enfrentaron al monstruo que impartía castigo?”
“Las tecnologías de la modernidad —continúa— buscan crear un tipo de memoria que separa al individuo de las organizaciones que integró, quitarles la identidad: la persona es buena cuando no pertenece a una organización. Pero todos sabemos que las voluntades, las energías, se ponen en acción cuando sí pertenecen a una organización porque es ella la que le da sentido y es ahí donde se formulan y concretan esas aspiraciones. Nosotros pertenecimos a una organización”, dice Beto, haciéndose cargo con orgullo. Y remata: “fuimos lo que fuimos porque esa organización hizo posible que hiciéramos lo que hicimos”.
Fue genocidio
Beto se retrotrae a las organizaciones que actuaron entre los ‘60 y ‘70 en nuestro país y a la gran resistencia del pueblo tras el derrocamiento de Perón. Critica a quienes sostienen que hablar de Montoneros es hablar de violencia. “El origen de la violencia no es un problema del campo popular, los productores de violencia son esas minorías oligárquicas desde siempre”.
El juez lo interrumpe para pedirle que se enfoque, en términos jurídicos, en el “objeto procesal”.
—Me parecía necesario explicar ese contexto —aclara el testigo—, porque nosotros vamos a ser militantes producto de esta situación. La Contraofensiva no se puede explicar en forma aislada. Es una resultante de esas resistencias al golpe del 24 marzo del ‘76, pero también es un poco antes. El golpe, justamente, viene a cortar toda una situación distinta que se produce a partir de los ‘70. A partir de la masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972, donde se asesina a compañeros, hay dos campos definidos: la minoría oligárquica con el brazo represivo, por un lado, y el campo popular y organizaciones revolucionarias, por otro. Es una lucha entre dos fuerzas sociales, no de aparatos como plantea el Nunca Más.
El abogado de la defensa se impacienta y lo interrumpe:
—Fue concreta la pregunta y la indicación de ser concreto.
Se produce un intercambio de opiniones en el que la fiscal Gabriela Sosti adelanta un eje central de su alegato: “el contexto no es solo un relato histórico. Tiene un sentido en la postura de la fiscalía”. Asegura que el Ministerio Público Fiscal acusará a los imputados “por genocidio. Por ello, la única manera de conocer cómo fue pensada la figura del enemigo a destruir es a través del relato histórico de las víctimas y de los familiares”.
Ciro Annicchiarico, abogado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación ratifica esa postura: “Quiero recordar, como lo hago siempre en estos juicios, que no se trata del asalto a un supermercado. Es un juicio por delitos de lesa humanidad sobre los cuales están puestos los ojos no solo de la sociedad argentina sino la mundial. Por lo tanto, la pregunta concreta de la fiscal implica una amplitud de contexto, imprescindible en este tipo de juicios”. Beto sigue.
El secuestro
Van 20 minutos de su declaración y todavía falta contar lo peor: el secuestro y los tormentos a los que lo sometieron. “Quiero pararme en febrero de 1977”, dice, y comienza el relato del día en que fueron a buscarlo a la casa de Villa España donde vivía con su madre, la abuela y hermanos. Entonces tenía 23 años y trabajaba en un taller de juguetes. “Ahí estaba el aparato de inteligencia en su máxima expresión —cuenta—. Andaban desde la mañana buscándome por el barrio. A eso de las 23 se presentaron en mi casa, y como yo no estaba, se llevaron de rehén a mi hermano menor. Esa era una práctica común que tenían. Mi hermano entró al taller diciéndome que saliera, que no pasaba nada. Un amigo que estaba con nosotros en ese momento, y años después prestó testimonio en la Secretaría de Derechos Humanos, declaró que pudo ver tres autos y una camioneta que llegaron con personal de civil, y que también había personal de la Comisaría de Berazategui ¿Quién es Hugo Díaz?, preguntaron”. Beto era conocido en el barrio como Hugo.
Atado de manos y con una capucha en la cabeza lo metieron en el baúl del auto y se lo llevaron. “Me doy cuenta de que voy pasando por una avenida por el ruido de los autos, después no siento más el ruido; llegamos a un lugar de campo con calle de tierra y los autos paran. Me tenía que ir de ahí, ya lo había decidido”.
Durante el trayecto, se desató las manos, se corrió la capucha e intentó infructuosamente abrir el baúl. Al llegar al lugar lo levantaron y la capucha se cayó. Eso le permitió ver, en medio de la oscuridad, una puerta iluminada y un soldado vestido de verde oliva cargando un fusil. El lugar era una guarnición militar, dedujo Beto. No se equivocó: estaba en el Regimiento 3 de La Tablada, aunque se enteraría después.
Lo ingresaron por la puerta iluminada, lo pusieron contra la pared y una persona se le acercó y le disparó tres preguntas: nombre de guerra, nivel, nombre del responsable. El secuestrado se dio vuelta para contestarle, pero el torturador le metió los dedos en los ojos. Beto fue más veloz y alcanzó a verle el rostro. Le dijo que no sabía por qué lo habían llevado.
—Te doy tres minutos, vuelvo y me decís todo.
A su regreso, volvió a hacerle las mismas preguntas y como Beto siguió insistiendo en no saber, le dijo a quienes estaban con él: “tírenlo a la parrilla. Y tabíquenlo”.
Ahora se detiene para explicarle al Tribunal el significado de esas expresiones en la jerga propia de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio. “Tabicar es poner una venda en los ojos con cinta adhesiva. Y la parrilla eran unos camastros donde te amarraban de los pies y las manos con unas sogas finitas de cuero. En Corrientes –de donde Beto es oriundo- le decimos lonjas”. Y sigue con el relato. Los tormentos no se hicieron esperar. Después de sacarle la ropa, le conectaron un cable a uno de los dedos, el otro iba a ser el que barriera el cuerpo. Encendieron un aparato y la picana se puso en funcionamiento.
—Vos pibe perdiste, vos sos boleta. Tu vida depende de mí. Yo te puedo matar mañana, pasado, cuando se me antoje. Pero vos, pibe, perdiste —le dijo la persona que lo interrogaba.
Imposible no detenerse en este punto y recordar que, en ese mismo regimiento, 12 años después, en 1989, el General Alfredo Arrillaga, recientemente condenado por el mismo tribunal en la causa por las desapariciones de La Tablada durante la represión tras el intento de copamiento por parte del MTP, se iba a presentar ante los rendidos como “Yo soy Dios. Yo decido aquí quién vive y quién muere”.
—Qué nivel tiene, ¿es teniente? —preguntó un torturador.
—El hijo de puta todavía no cantó. Pero va a cantar —respondió el otro.
La escena de la tortura se completaba con otros hombres que andaban por ahí haciendo comentarios, aprendiendo cómo se obtenía información del secuestrado como si fueran practicantes de medicina, y un ayudante que le ponía a Beto una frazada en la cara para ahogar sus gritos.
—Boludos, se dejan matar al pedo —insistió el que interrogaba—. Los jefes de ellos en el exterior y estos boludos… no sean giles, los que te dicen que la tortura se aguanta es porque ellos están afuera.
Beto interrumpe su relato otra vez para volver al presente. Toma un sorbo de agua y dice: “Lo que esta persona no sabía era que “esos que estaban afuera, nuestra conducción, estaban afuera porque lo habíamos consensuado todos”.
La fiscal Sosti aprovecha y le pregunta por qué dijo que iba a vincular el aparato de inteligencia con ese episodio.
—Porque en la represión se combinaba la legal y la clandestina. En el ‘76, ‘77, uno salía de su casa y veía los camiones del ejército haciendo controles en la ruta, la policía… Eso era un control legal pero se combinaba con el otro, con los autos que secuestraban y tenían como destino final los centros clandestinos. Esto sigue —precisa el testigo—. Durante la tortura venía un médico a controlarme las pulsaciones y seguían, hasta que no respondí nada más.
—¿Qué era lo que había respondido? —pregunta la defensa.
—Que ellos se habían equivocado, yo decía de mi participación en la JP del barrio, nada más —Beto vuelve al relato de aquel día nefasto—. En un momento, yo corto una de las sogas de los pies y eso hace que me den un descanso hasta que me traigan otra. Me corro un poco la venda y veo a la persona que encabezaba el operativo, la que llegó a casa a secuestrarme. Está de civil, con una 9 milímetros en la mano, camina inquieto y molesto porque no podía extraer la información que buscaba. Estaba esperando el dato —asegura—, porque estaba con el grupo para volver a salir.
Fue entonces que Beto tuvo un desmayo, pero igual seguía escuchándolos. Un médico lo revisa y les dice a los torturadores que lo dejen un rato. “Parece que la complejidad de la mente humana aún supera a la ciencia”, dice ahora frente al Tribunal.
—¿Dónde estuvo secuestrado? —pregunta Sosti— ¿Lo supo con posterioridad? Y una vez que fue liberado, ¿se exilió?
—A mí no me liberaron —contesta Beto—. Me dejaron tirado después del interrogatorio. El encargado de hacerlo dice que él se va a su casa a descansar, y me asegura que el que viene después de él, es peor. Está por relatar su fuga de La Tablada.
La fuga
Eran las 7 de la mañana del 3 de febrero de 1977. A esa hora había cambio de turno y quedó solo una persona para custodiar al secuestrado, con su cuerpo ardiente por la tortura. El guardia se levantó, le ató las manos y lo cubrió con una frazada. Hacía frío a pesar de ser verano. Beto oyó desde el catre los pasos del custodio que iba y venía por la habitación y olió el humo del cigarrillo hasta que se apagó. Al rato, escuchó los ronquidos. El momento que esperaba había llegado.
Cuando logró desatarse las manos con los dientes y quitarse las vendas lo vio: a unos 3 metros, un oficial del ejército dormía en la silla con una pistola 9 milímetros en la mano. Beto no sabía si iba a poder mantenerse parado; debilitado como estaba, no sentía los pies, pero ya había tomado la decisión. Agarró un fierro y con toda la fuerza que le quedaba se lo partió en la cabeza. Tomó el arma y apuntándolo le preguntó:
—Dónde estoy. Vos me vas a ayudar a salir de acá.
—Por favor, no me mates. Mirá cómo estoy —dijo el torturador y se miró las manos ensangrentadas.
Uno estaba peor que el otro, olor a carne chamuscada por todos lados, pensó Beto, mientras escuchaba que el custodio le decía: “estás en el Regimiento 3 de la Tablada”. Le sacó la camisa verde oliva y se la puso. Comprobó que era una mañana iluminada, de mucho sol, cuando atravesó la puerta entreabierta y empezó a correr, pistola en mano, en dirección a una ruta que se veía a lo lejos. La ruta, sabría después, era Camino de Cintura y estaba a unos 300 metros. El edificio del que acababa de escaparse era la última de las construcciones del regimiento. Un centinela que estaba sobre la avenida Crovara lo vio y entró al edificio principal para notificar lo que estaba pasando. Beto se quedó unos instantes parado frente al alambrado, tenía un entramado chico y no podía meter los pies. A pesar de que sus fuerzas estaban disminuidas, trepó como un gato y saltó del otro lado. En la calle, ya en libertad, gritó su nombre: “soy Víctor Hugo Díaz, el ejército acaba de secuestrarme”. Pero no se detuvo, siguió corriendo.
Se cruzó con un empleado de La Serenísima, al que le contó rápido lo que le había pasado. “Seguí por acá, le indicó el muchacho. Si vienen le decimos que no te vimos. Suerte, hermano, suerte”. Beto llegó al barrio de los monoblocks, unas mujeres que salían del edificio lo miraron extrañadas. Se dio cuenta de que tenía la camisa ensangrentada y le pidió a un portero la suya. El hombre le dio la camisa y plata para el colectivo. En plaza Miserere, Beto respiró. La odisea había terminado, al menos por ahora.
“Atención, atención, transmite Radio Liberación. La voz del Movimiento Peronista Montonero”
A pedido de la fiscal Sosti, que le solicita que se ubique en los hechos ocurridos en 1979, Beto cuenta que estuvo en el país resistiendo a la dictadura y luego, la conducción le ofreció salir hacia México a fines del ‘78. “Estábamos conscientes —dice— porque los dos años de resistencia en el país nos permitieron conocer al enemigo de cerca”.
Fueron, recuerda Beto, tres parejas las que salieron los primeros días de enero del ‘79: Carlos Karis y Nora Larrubia (militaban en Lanús y Avellaneda, fueron secuestrados en septiembre del ‘80 y están desaparecidos); otra pareja, cuyos nombres no recuerda, viven actualmente en Córdoba; y él con su compañera, Marcia Seijas. Además, otros tres compañeros de apoyo de la Villa Itatí (Agustín Cortés, Francisco Romero y José Ramón Vera, los dos últimos secuestrados en junio o julio de 1980).
A finales de enero llegaron a México y se instalaron en la base en Cuernavaca para realizar el curso de Radio Liberación (RLTV). Durante tres meses aprendieron cómo usar el dispositivo de transmisión. Según una de las páginas del manual del RLTV, “el equipo se instalaba en un punto intermedio entre la torre del canal y las antenas de los hogares. La interferencia se montaba directamente sobre la onda radioeléctrica, en la banda de frecuencia, y el audio llegaba a los televisores que tenían sintonizada esa señal. El alcance dependía de varios factores: la potencia del transmisor, la cercanía de los aparatos receptores, la altura de la antena y las características de los edificios de la zona”. El objetivo, como parte de las tropas especiales de agitación (TEA), era que ya de regreso al país- realizaran interferencias en programas de televisivos para transmitir mensajes de la organización.
“Los mensajes para las interferencias, que comenzaban diciendo: ‘Atención, atención, transmite Radio Liberación. La voz del Movimiento Peronista Montonero’—cuenta Beto—, los elaborábamos nosotros, la voz era la de mi compañera, y los grabábamos desde una casilla. Por lo general, no duraban más de 3 o 4 minutos y daban cuenta del apoyo de la organización a los conflictos sindicales o describían otros que estaban ocurriendo. Buscábamos edificios abandonados para transmitirlos”. Y explica la razón: “porque a mayor altura tenía mayor alcance, pero también porque nos protegía de que pudieran saber de dónde lo hacíamos. Los patrulleros tenían goniómetros que les permitían detectar la ubicación: marcan mayor intensidad cuando está cercano a la base. Pero como lo hacíamos de arriba no podían ubicarnos entonces ponían los patrulleros para intentar disuadirnos”.
Regresaron al país a finales de junio o julio de 1979 y permanecerán aquí durante todo ese año. La primera interferencia fue en Berazategui, en un edificio cercano a la Municipalidad. Este hecho fue mencionado en el diario La Nación, en la misma nota referida al asesinato de Croatto y Mendizábal.
A diferencia de la metodología de lucha sindical de los años ‘77 y ‘78 —que eran acciones de resistencia: sabotaje a la producción, trabajo a tristeza o paros sorpresivos cuando secuestraban a algún trabajado—, se pasó a una de lucha ofensiva. “Acá se trataba de ganar la calle”, enfatiza Beto. Esta metodología se asentaba en una lectura que consideraba que se entraba a una fase distinta en la lucha contra el gobierno dictatorial y en el pronóstico de una conflictividad mayor de acciones sindicales y lucha de trabajadores que comenzó con el paro del 27 de abril de 1979.
“El conflicto de Peugeot fue emblemático para la zona sur —rememora—. Fuimos a hablar con un delegado y él nos dijo: ‘Muchachos, lo único que les pido es que no pasen por frente de la fábrica porque los están esperando”. Más adelante Beto también recordará otros conflictos sindicales e insistirá en que el objetivo de las TEA era potenciar esa conflictividad, como por ejemplo el de la metalúrgica Santa, en la zona oeste, con 4000 trabajadores. Y, más adelante agregará: “Recuerdo también que llevábamos volantes a la fábrica Sasetru en Sarandí, de aproximadamente 3000 compañeros. Fuimos con Carlos Cari a hablar con ellos y contarles qué estábamos haciendo, el porqué de las interferencias. Esto lo cuento para que no crean que éramos tipos que estábamos encerrados en una casa y salíamos de noche a interferir los programas de televisión. Estábamos vinculados a los conflictos, al barrio, a los trabajadores”.
Otro motivo que apoyó el análisis de una dictadura debilitada fue la incidencia que tuvo la llegada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que denunció, a través de los familiares, los secuestros que se estaban llevando a cabo en el país. María Antonia Berger y Adriana Lesgart tenían la responsabilidad política de contactar a los familiares. En este punto, Beto recuerda el secuestro de Adriana mientras caminaba por la fila de familiares de desaparecidos.
Los compañeros y las compañeras: los 13 que llegaron con vida
En el tiempo que Beto estuvo en México vio a Emilio Ferre Cardozo –el Chino-, responsable de la base hasta que se va a España a sumarse al grupo de las tropas especiales de infantería (TEI); a Mariana Guangiroli (Toti) y a Daniel Tolchinsky (Juliot). Luego se sumó Eduardo Pereyra Rossi (Carlón) como responsable político de la Contraofensiva en la zona sur. Allí los visitó también María Antonia Berger, cuadro emblemático, sobreviviente de la masacre de Trelew. También mencionará que vio en México, en el ‘80, a Federico Frías, Lucio, responsable de las TEA zona oeste.
—¿Conoció otros compañeros de la zona oeste? —pregunta Sosti.
—A Lila Mannuwal que había estado con nosotros en la zona sur, pero en el ‘79, integró las TEA zona oeste. Y a su compañero Ramón Rosales.
A finales de noviembre de 1979, Beto y su compañera volvieron a salir del país hacia Panamá. La directiva les llegó por una carta que Pereyra Rossi le envió a través de Elvio Alberione. Ya en Panamá, Pereyra Rossi, su responsable, le explicó que la orden era que saliera todo el grupo para hacer una evaluación de la operación. Fue su compañera, Marcia Seijas, quien ingresó nuevamente a la Argentina para sacar a los diez compañeros con los que habían realizado las interferencias en zona sur, más tres compañeros que estaban desconectados en el sur de capital: uno de ellos era Julio César Genoud que será secuestrado en febrero de 1980, Gloria Canteloro y otro compañero fallecido, del que no recuerda el nombre.
Los 13 compañeros llegaron a Panamá en enero del ‘80. Algunos regresaron nuevamente al país, otros se dirigieron a México o a Cuba a ver a sus hijos que habían permanecido al cuidado de otros compañeros durante el tiempo que ellos realizaron las acciones de la Contraofensiva. Entre este último grupo estaban: Julieta Locascio. Liliana Fedullo, Gustavo Herrera. Diego Menoyo, Nora Larrubia y Carlos Karis.
¡Viva la patria, vivan los Montoneros!
Carlos Karis (Juan) y Nora Larrubia (Emilia) ingresaron nuevamente al país en marzo o abril de 1980, junto a Silvia Tolchinsky. También los acompañó, Selva, una nena que se quedó al cuidado de la pareja, luego de que sus padres Claudia Istueta y el compañero Baldi, fueran secuestrados en noviembre del ‘77. Nora estaba embarazada en ese momento. Se instalaron en Lomas de Zamora. El 13 de septiembre de ese año, Nora y Carlos van a ser secuestrados.
“Nos enteramos por Pereyra Rossi, en México”, recuerda Beto. Y relata también que, en el ’84, ya en Argentina, su compañera tomará contacto con la abuela de Selva. Es ella —la abuela— quien le cuenta que “una maestra de la escuela donde trabajaba como directora, le dijo que hubo un secuestro en el barrio y que los chicos se habían quedado al cuidado de unos vecinos. La abuela de Selva dudó porque el día anterior se había visto con Nora y Carlos con quienes tenía contacto para ver a su nieta. Pero cuando terminó su horario de trabajo se fue a dar vueltas por el barrio. En una de esas casas, vio a Selva”.
La abuela de Selva le cuenta además que los vecinos del barrio vieron cómo, el día anterior (13 de septiembre de 1980), un grupo armado de civil llegó a la casa de Carlos Karis, que estaba durmiendo en ese momento. Nora estaba en la casa de al lado con su bebé de meses. Ella también es secuestrada y los chicos quedan con los vecinos. Selva tenía entonces 3 años.
“A ellos dos se los llevan —dice Beto— pero hay algo que quiero mencionar. Antes de subir al auto, Nora dice: ‘Viva la patria, vivan los montoneros’. Eso es para desarmar esta idea de que eran chicos buenos, engañados por la Conducción nacional que los llevaron al matadero. Eran cuadros políticos, conscientes de quién era el enemigo y a dónde venían”.
“En un tiempo, yo sé, van a ser reivindicados”
“¿Alguien se puso a pensar lo que significaba reunir una fuerza cuando en toda la región había dictaduras, cuando toda la región se apoyaba sobre bayonetas? —se pregunta Beto con el propósito de desarmar la idea de que la Contraofensiva se organizó desde afuera—. ¿Alguien se puso a pensar en lo que significaba organizar la logística de 300, 400 compañeros? Esa fue una tarea que se hizo. Usamos el espacio internacional porque era lo que nos permitía unificar las fuerzas, homogeneizar la política y tener claridad en las decisiones que tomábamos. Y fue producto de una organización, una de las mayores y más importantes de Latinoamérica, de la que solo se habla cuando se remite a la violencia. Montoneros fue mucho más que eso”, dice, casi en el cierre de su relato.
“La contraofensiva –aclara Beto– se armó desde adentro, con los que estuvimos en el país del ‘76 al ‘78, y con los compañeros de los años ‘74 y ‘75, que estaban presos porque había una legalidad que permitía, porque después si eran detenidos no aparecían más. Quiero reivindicar a esos compañeros que conocieron un país en el ’74 y ’75, que no era el mismo que en el ’79, y sin embargo, a pesar de eso, y a pesar de haber obtenido su libertad, decidieron volver. En un tiempo, yo sé, van a ser reivindicados. Es cuestión de tiempo. El tiempo ordena las cosas”.
La reivindicación a los compañeros y compañeros que dieron su vida durante la resistencia a la dictadura genocida incluirá también a aquellos y aquellas que “estando en el exilio, dejaron una vida armada, normal, y se sumaron a la convocatoria, que fue pública”.
Ya casi antes de terminar su declaración, Beto volverá a interpelar (nos):
—¿Ustedes se preguntarán por qué lo hicimos —dice Beto— cuando había una dictadura esperándonos para capturarnos?
“Permítanme el atrevimiento de pedirle permiso a la historia. Yo le preguntaría a los obreros de la Patagonia y a uno de sus líderes, a Facón grande —que primero hicieron los reclamos, después se organizaron y se levantaron en armas, que sabían qué final iban a tener—, por qué lo hicieron? Les preguntaría a los obreros del Lisandro de la Torre cuando tomaron el Frigorifico en defensa de su fuente de trabajo y entraron las tanquetas y fueron a poblar las carceles del regimen ¿Por que lo hicieron? y finalmente pregunto y me pregunto a los “Vivos y a los muertos” ¿Por que lo hicimos? ¿Y saben por que? Porque cuando las clases populares toman una decisión no especulan, ponen toda la carne en el asador. Por eso dejan huella. ¿Y, nosotros en particular, saben por qué lo hicimos? Porque somos peronistas y uno de sus principios fundamentales es primero la patria, luego el movimiento y por último los hombres”.
La victoria de Beto no es solo haber resistido a la dictadura, a la fuga, a los tiros por la espalda. Su victoria es estar hoy acá para contarlo y es esa larga fila de abrazos de los compañeros y compañeras que esperan para saludarlo cuando termina su declaración, y fundirse en un mismo sentimiento montonero.
*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente enhttps://juiciocontraofensiva.blogspot.com
*El título de esta crónica fue tomado de la película de La Cuarta Pared, dirigida por Horacio Rafart: “La victoria de Beto. Crónicas de la resistencia revolucionaria”, en donde se narra la vida de Víctor Hugo Díaz, que compartimos aquí.