La crisis de Rosario nos pone ante un desafío urgente: encontrar soluciones a la violencia extrema de bandas criminales y exigir que el Gobierno no nos conduzca a una violencia mayor provocada ya no por la inacción sino por la decisión de las autoridades estatales.
Una ciudad sin miedo es el deseo de las rosarinas y rosarinos desde hace mucho tiempo. Los cuatro homicidios a trabajadores cometidos al azar durante los últimos días alejaron ese anhelo y la ciudad quedó paralizada. Estos asesinatos no implicaron un crecimiento de la violencia narco o una mayor complejidad de las bandas criminales. Ese crecimiento y esa capacidad de acción de las bandas es un problema gravísimo desde hace años. Lo que pasó estos días es sobre todo un cambio en el sentido de la violencia. No se trata de que algunas vidas valgan más que otras, sino que las muertes azarosas, pero al mismo tiempo planificadas, consiguen paralizar a una ciudad de un millón y medio de habitantes. Ahora queda más claro que si no podemos trabajar, si no podemos circular, si no podemos movilizarnos en el espacio público, esta violencia es un problema de primer orden para la vida democrática.
Este problema viene creciendo desde hace años. En los barrios populares de Rosario y de otras ciudades de la Argentina hace tiempo ya que las acciones de bandas armadas ligadas a la venta de drogas y otras actividades ilegales suponen una presencia autoritaria. En algunos lugares reemplazan las funciones de un Estado debilitado y de un mercado laboral expulsivo, consiguiendo así naturalizar e incluso legitimar ese autoritarismo. La respuesta de los sucesivos gobiernos ha estado mucho más enfocada en producir imágenes de guerra, corriendo detrás de un rédito inmediato, antes que, por ejemplo, entender que nada de esto puede suceder sin la participación necesaria de políticos, policías, funcionarios judiciales y actores financieros.
La creación del comité de crisis anunciado por el gobierno nacional es un paso hacia la coordinación entre las diferentes partes del Estado, condición mínima para empezar a hacer frente a este desafío. Hasta el momento, en este gobierno y en los anteriores, cálculos y mezquindades políticas impidieron que esta articulación funcione.
Entre los múltiples anuncios que hizo el Poder Ejecutivo nacional, hay algunos que son relevantes porque hasta ahora habían estado ausentes de la agenda política: la cuestión del lavado de dinero, es decir, de la persecución de la ruta del dinero y de los segmentos financieros de las redes de ilegalidad; el problema de la circulación de armas de fuego, crucial para poder bajar los niveles de violencia; el trabajo de inclusión social para evitar que la participación en estas redes sea el horizonte vital más interesante para cientos de pibes y pibas.
No se dijo cómo se va a avanzar en estos puntos. Porque trabajar hasta las últimas consecuencias sobre el aspecto financiero de las organizaciones criminales implica entender que, dadas las condiciones estructurales de opacidad de los sistemas financieros internacionales, en última instancia sólo una regulación legal del mercado de drogas permitiría una trazabilidad más transparente. Y supone además no avanzar con medidas que favorecen el lavado de dinero, como la dolarización o una mayor desregulación financiera. Perseguir la circulación ilegal de armas de fuego implica reorientar las prioridades de la investigación policial y judicial y, si se es consecuente, desarticular las redes de corrupción policial que favorecen este mercado. Construir un horizonte vital para las personas de los barrios populares, especialmente los jóvenes, implica un despliegue de políticas de inclusión social que van a contramano de las medidas de precarización de la vida de los pobres que se vienen tomando en estos meses, desde la pulverización de los salarios hasta el corte de la distribución de alimentos a comedores, pasando por la clausura de los procesos de integración sociourbana de los barrios populares.
La crisis actual exige una estrategia de seguridad que reafirme la autoridad estatal y desarme las capacidades delictivas de las bandas. Los controles penitenciarios y la coordinación de las fuerzas de seguridad federales y provinciales son necesarios. Lamentablemente, estos anuncios que en sí mismos son adecuados, están acompañados de imágenes de humillación de los detenidos, de justificación de la tortura, como si a la violencia de las bandas correspondiera responder con una violencia estatal equivalente.
La crisis que atraviesa Rosario nos convoca a exigir que las fuerzas de seguridad y el poder judicial se activen, que dejen de ser parte del problema y pasen a ser parte de la solución. Nos convoca también a exigir que la salida no nos conduzca a una crisis de violencia mayor provocada ya no por la inacción sino por la decisión de las autoridades estatales.