Dos décadas atrás, las compulsas electorales en el subcontinente enfrentaban a partidos o coaliciones de derecha neoliberal contra vetustas organizaciones adscriptas a la socialdemocracia de cuño europeo, pasteurizadas y dóciles frente a las políticas impulsadas por el Consenso de Washington promovidas por el Departamento de Estado.
Por Jorge Elbaum, CLAE.
En el primer decenio de este siglo XXI, se configuraron en América Latina inéditos procesos soberanistas que impulsaron proyectos de integración regional.
Dichas iniciativas motivaron la hostilidad y el literal acoso de sus figuras más representativas por parte de una alianza compuesta por CEOs de empresas trasnacionales, fundaciones tecnocráticas y propaladoras mediáticas disfrazadas de neutrales, todas ellas coordinadas por diferentes agencias gubernamentales del Departamento de Estado.
La segunda ola anti-neoliberal se diferencia de su primera etapa, suscitada a principios de siglo, por el protagonismo de sectores independientes, movimientos sociales, colectivos feministas y pueblos originarios conjugados con la irrupción de una nueva cohorte etaria que articula la cultura y la política en formatos creativos de expresividad callejera.
Todas esas fuerzas sociales coinciden en repudiar las políticas de ajuste y cuestionar de alguna manera a los partidos tradicionales, al tiempo que exigen formas más horizontales de representación política. Las últimas puebladas contra Lenin Moreno en Ecuador, las que arrancaron la elección de constituyentes a Sebastián Piñera y las opuestas al programa de ajuste de Iván Duque –en plena pandemia– se emparentan con la resistencia de las comunidades campesinas ocurridas durante el gobierno golpista de Jeanine Áñez en Bolivia, donde las mujeres tuvieron un rol central.
Los movimientos populares han dado lugar a procesos electorales en los que indefectiblemente ha sido protagonista algún candidato de izquierda, progresista o portador de credenciales nacionalistas revolucionarias. Los modelos de concertación al estilo chileno, en los que la socialdemocracia se aliaba a partidos de centroderecha para administrar –de forma edulcorada– los programas neoliberales, evidencian su agotamiento. Esos signos de pérdida de legitimidad de la partidocracia histórica se observan también en Perú y en Colombia de forma particular. En el primer caso, bajo la evidencia de una fragmentación cariocinética del sistema político –evidenciada en la dimisión de dos Presidentes en los últimos tres años, Martín Vizcarra y Pedro Kuczynski–; en el segundo caso, por la irrupción de un movimiento horizontal que logró imponerle límites a Iván Duque.
Los tres países que han evidenciado claras muestra de resistencia al programa neoliberal se habían mantenido al margen de la primera ola soberanista liderada por Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Evo Morales y Lula, surgida durante la primera década del siglo. A pesar de las interesadas interpretaciones de los analistas de la derecha continental, los tres casos se suman –y no relevan ni sustituyen– a los procesos de autonomía que se manifiestan en la actualidad en México, la Argentina y Bolivia. Incluso en el caso de Ecuador, donde ganó en segunda vuelta el candidato de la derecha neoliberal, la primera minoría de la Asamblea Nacional es ocupada por el correísmo, hoy bajo el paraguas partidario de la Unión por la Esperanza (UNES).
En Colombia se cumplieron tres semanas de movilizaciones con una huelga general promovida por los sindicatos, los estudiantes y las organizaciones sociales. El pliego de condiciones que fue entregado al gobierno incluye el inmediato fin de la violencia, la transformación de los organismos de seguridad, la aplicación de una renta básica para las familias pobres y la extensión de los programas de empleo y educación para los y las jóvenes. Hasta el último viernes, los manifestantes lograron derribar el paquete fiscal que contenía un aumento de impuestos a los alimentos básicos y la reforma del sistema de salud que profundizaba una mayor privatización en plena pandemia.
Mientras continúan los emplazamientos de barricadas en diferentes puntos del país, el gobierno recurrió a las Fuerzas Armadas para desbloquear las carreteras. Por su parte, en una clara señal de solidaridad con el régimen, el futuro subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian Nichols, anunció la colaboración de Washington con el mandatario colombiano sin hacer referencia a la represión que se cobró –luego de un mes de protestas pacíficas– más de 2000 víctimas.
Según el Observatorio de Conflictividades del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), hasta el último jueves se contabilizan 49 personas asesinadas por parte de los grupos paramilitares, la Policía Nacional y el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). Además los medios de comunicación coinciden en el número de 124 heridos, 13 personas con daños oculares, 6 hechos de agresión sexual, 726 detenciones arbitrarias, 45 defensores de derechos humanos detenidos o limitados para realizar sus funciones, y 1089 casos de violencia institucional de los organismos de seguridad.
La represión gubernamental se suma a la violencia sistémica que se observa en las regiones rurales, invisibilizada por los medios locales e internacionales que han naturalizado el genocidio por goteo de líderes y lideresas sociales que defienden sus territorios contra las bandas de narcotraficantes apañadas por el Estado. Desde 2016, han sido asesinadxs aproximadamente 900 líderes y lideresas sociales, y se han denunciado 6.042 víctimas fatales, en hechos descriptos como “falsos positivos”, es decir campesinos a los que se masacra y luego se disfraza de guerrilleros para justificar sus muertes. La revuelta colombiana repite algunas características de lo sucedido en Chile en 2019.
En Puerto Resistencia, Cali, Bogotá, Barranquilla, Bucaramanga y Popayán se conformaron grupos de defensa popular que se describieron como integrantes de la Primera Línea, en abierta identificación con sus antecesores trasandinos. Colombia tiene planificadas las elecciones para mayo de 2022. Todos los analistas, incluso los más cercanos al actual gobierno, pronostican un triunfo del candidato de izquierda, Gustavo Petro, en la primera vuelta.
Alamedas grandes
Las elecciones de constituyentes chilenos, llevadas a cabo el fin de semana del 15 y 16 de mayo, su sumaron a las votaciones para nominar a 346 alcaldes, concejales municipales y, por primera vez, gobernadores de las 16 regiones. Los resultados de los comicios sorprendieron a la derecha continental y generaron escozor en la Embajada de Estados Unidos en Santiago: además de la revuelta colombiana, el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México, de lxs Fernández en la Argentina y del MAS en Bolivia, Perú se debate entre un candidato progresista y la hija de un recluso condenado a 25 años de prisión bajo acusaciones de crímenes de lesa humanidad, a quien ella misma (Keiko Fujimori) anunció, tiempo atrás, que indultará en el caso de ser electa.
Las movilizaciones de 2019 en Chile le arrancaron al gobierno de Sebastián Piñera una elección constituyente que terminó influyendo de forma decisiva en las votaciones electivas locales. Las manifestaciones producidas entre octubre de 2019 y marzo de 2020 arrojaron un saldo fatídico de 34 personas asesinadas por parte de las fuerzas de seguridad. A eso se le sumaron 500 víctimas con daño ocular y miles de personas detenidas. Los comicios se llevaron a cabo en un contexto de pandemia aún no superada, situación que explica el 43% de participación en un sufragio no obligatorio.
El proceso constituyente busca terminar con la Carta Magna neoliberal impuesta hace 41 años durante la dictadura pinochetista, situación que fue advertida con inquietud por la derecha. Cuando estos últimos sectores no lograron impedir su convocatoria, impulsaron la limitación del tercio, consistente en garantizarse el veto a cualquier modificación profunda una vez que alcanzaran el 33% de los votos. Fracasaron también en ese intento, alcanzando poco menos que un cuarto de los votos válidos.
El sufragio constituyente prefijó, por primera vez en América Latina, la paridad de género obligatoria, que resultó en la elección de 78 varones y 77 mujeres. La participación de activistas feministas fue decisiva, y su performance fue mejor, en términos comparativos, que la de los varones. Los grandes ganadores fueron los independientes –mayoritariamente de izquierda– que obtuvieron 48 escaños. La derecha unificada alcanzó los 37, la lista del Partido Comunista y aliados obtuvo 28 lugares, la socialdemocracia 25 (de los cuales 15 son del Partido Socialista y sólo 2 de la Democracia Cristiana) y 17 correspondieron a los pueblos originarios.
La Convención que reunirá a los 155 delegados deberá debatir una nueva Carta Magna durante 9 o 12 meses, y su resultado volverá a ser aprobado o desechado por un referéndum. Los 17 representantes de los pueblos originarios incluyen a referentes de 9 identidades: aymaras, quechuas, atacameños, collas, diaguitas, mapuches, kawashqares, yámanas y rapa nui, habitantes de la Isla de Pascua.
En las elecciones locales, se destacó el sorpresivo triunfo de la economista, feminista y militante comunista de 30 años, Irací Hassler –en la comuna de Santiago centro– quien venció al referente de la derecha Felipe Alessandri, que había proferido insultos misóginos y declaraciones macartistas durante la campaña. También renovó su alcaldía el activista del PC Daniel Jadue, en el municipio de Recoleta, alcanzando el 65% de los votos. Este triunfo lo posiciona como uno de los candidatos a la presidencia. Otros candidatos victoriosos de la izquierda fueron Jorge Sharp en Valparaíso, Carla Amtmann en Valdivia y la integrante del Frente Amplio Macarena Ripamonti en Viña del Mar, después de vencer al candidato de la derecha más rancia, que controló dicha localidad durante 17 años.
En el gran Santiago resta una segunda vuelta, que será el 13 de junio, para dilucidar quién será gobernador. Esa plaza la disputan un referente de la Democracia Cristina, Claudio Orrego, y Karina Oliva, del Frente Amplio, apoyada por toda la izquierda. El calendario electoral continúa el 18 de julio con las primarias presidenciales y parlamentarias, y el 21 de noviembre con la elección para elegir al primer mandatario y a los congresistas.
Déjame que te cuente, limeña
El próximo 6 de junio se llevará a cabo la segunda vuelta de la elección presidencial que enfrentará al docente de izquierda Pedro Castillo y a la hija del ex Presidente condenado a 25 años por crímenes de lesa humanidad, Keiko Fujimori. Se prevé que el 28 de julio asuma el nuevo gobierno y tomen posesión los 135 congresales electos durante los comicios del 11 de abril.
La candidata de las fuerzas de derecha niega las esterilizaciones masivas a mujeres campesinas impulsadas por su padre –uno de los delitos por los que fue condenado– y propone como jefe de seguridad de su próximo gobierno al militar retirado y ex ministro Óscar Valdez, a quien se responsabiliza por la represión en Cajamarca en 2012, que dejó un saldo de cinco personas asesinadas en el marco de las disputas ambientalistas con las empresas mineras.
La derecha peruana, liderada intelectualmente por el escritor Mario Vargas Llosa, considera que un triunfo del maestro rural haría de Perú un país inviable. La trayectoria de Castillo se remonta a 2017, cuando lideró una huelga de docentes durante 75 días, exigiendo mejores condiciones laborales. Entre los integrantes del equipo técnico del candidato de izquierda figura el ex fiscal supremo Avelino Guillén, quien fuera el responsable de la acusación realizada contra el padre de Keiko, que motivó su posterior condena.
La candidata de Fuerza Popular tiene un currículum original. El 10 de octubre 2018 fue detenida por haber recibido un millón y medio de dólares de aportes de la empresa Odebrecht para su campaña electoral de 2011. Tres meses después fue liberada bajo fianza. El 28 de enero de 2020, el juez Víctor Zuñiga Urday volvió a dictar su prisión preventiva y el jueves 30 de abril de ese año logró acceder al beneficio de la libertad bajo fianza. El 11 de marzo de 2021 el fiscal especializado en crimen organizado, José Domingo Pérez Gómez, le solicitó al tribunal que la actual candidata fuera condenada a 30 años y 10 meses de cárcel por lavado de activos, obstrucción a la justicia y falso testimonio. La instrucción por dichos delitos se suma a otros procesos en curso como la recepción de aportes para su actual campaña proveniente del narcotraficante Eudocio Martínez Torres.
Es la primera vez en la historia del Perú que una imputada por delitos de esa envergadura –con fuerte apoyo del mundo empresario y de la embajada de Estados Unidos– compite por ocupar la Casa de Pizarro, nombre del palacio presidencial. Los medios concentrados del Perú no parecen turbados por dichos antecedentes. La izquierda, aunque ética, siempre es más peligrosa que la derecha corrupta.
Existen dos razones sustanciales por las que Castillo se ha convertido en el enemigo declarado del establishment: su propuesta de reactivar las reformas agrarias planteadas medio siglo atrás por el general Juan Francisco Velazco Alvarado, y su decisión de poner fin a los acuerdos que han permitido, desde 1983, el establecimiento de tres bases del Comando Sur en Perú (NAMRU 6), ubicadas en el Hospital Naval de Lima, en la Clínica Naval de Iquitos y en la zona portuaria.
Desde hace un lustro, los grupos concentrados y las fuerzas armadas se resisten a darle tratamiento al Acuerdo de Escazú que habilitaría –por parte del Congreso– las fiscalizaciones de las actividades que realiza la NAMRU 6 en la zona del Amazonas peruano.
Los tres procesos se dan en el contexto de la peor crisis económica transitada en América Latina durante el último siglo, mientas la pandemia incrementa diariamente la pérdida de vidas sin que los países centrales se decidan a liberar las patentes o agilizar la producción y/o la provisión de los principios activos de las vacunas. La región enfrenta la emergencia sanitaria después de que el neoliberalismo desmanteló los pilares del Estado de Bienestar, privatizó la salud, arrasó con los derechos sociales y produjo niveles de desigualdad inéditos.
Los modelos culturales que legitimaron la austeridad, la devastación de las capacidades estatales y la financiarización de las economías habilitaron la obscena acumulación de riquezas en porcentajes ínfimos de la sociedad y la correspondiente marginación de las mayorías. Las consecuencias de estas políticas son hoy palmarias: niveles crecientes de precarización acompañados por discursos xenófobos, misóginos y racistas.
A principios del siglo XXI, los analistas proyectaban un siglo pavimentado de neoliberalismo, fin de la historia y prevalencia del mercado por sobre la política. Por aquella época, también, el panameño Rubén Blades cantaba su tema profético: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.
Jorge Elbaum. Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la).