Oppenheimer, un film autoexculpatorio

Oppenheimer de Christopher Nolan redunda en la mayoría de los lugares comunes del cine de impacto de Hollywood. Desarrolla uno de los sucesos más oscuros de la vida contemporánea de Occidente al modo de una novelística de la historia de aventuras. La disquisición ética que, al día de hoy, siguen arrojando las cenizas atómicas de esos muertos civiles sobre nuestras caras, sobre la vida cotidiana actual, se transforma y se trastoca en el film a un simple debate palaciego entre un científico, un senador y la bomba. De tal modo que el destructor de mundos, modo pomposo con el cual el propio Oppenheimer se reconocía y aventaba los horrendos fantasmas en sánscrito, pasa a ser apenas un detalle en cuestión. El deslizamiento histórico de esa apelación tomada de la tradición hinduista hacia el objeto bomba atómica adquiere un impacto social y en el plano de las representaciones de Occidente un cambio de signo y de época. A partir de allí, nada será igual. El horror del punto cero de Hiroshima, ocurrido el 6 de agosto de 1945, y tres días después en Nagasaki, se transforma en un nuevo acontecer para pensar la condición de lo humano contemporáneo. Sin embargo, en esta película la bomba parece ser apenas la fetichización de una estudiantina universitaria, de científicos que juegan sobre las pizarras a desarrollar fórmulas como si se tratara de juegos intelectuales, en la banalización de aquello que está en juego, la fisión atómica, el desarrollo de la ciencia en occidente y su dimensión destructiva. Y la propia fascinante elucubración de la física cuántica como nueva ciencia de la especulación, tomando el relevo de la física de la relatividad. Estos temas disímiles y actuales en la película se tratan al modo del consumo y desde la mirada imperial, etnocéntrica, con la arrogancia que bien podría haber encarnado en cualquier posición apologista el propio Truman, presidente por entonces de EEUU. No hay mancha ni examen de conciencia, sólo crescendo victorioso. Así pasan Bohr, Heisenberg, Oppenheimer, Albert Einstein, Isaac Rabi, entre otros, como en un desfile de fenómenos. La bomba es el fetiche que los reúne y como tal queda encapsulada cualquier crítica a la operación de los EEUU en el final de la Guerra Mundial, mercancía que garantiza la zanahoria de la paz mundial, cuando el verdadero impacto de la bomba es el de un desencadenamiento, no un punto de llegada, y eso es lo que hasta etimológicamente plantea la fisión nuclear, una separación, una división.

La producción de la Bomba como tal, la de Uranio, la de Plutonio y la, en ciernes, de Hidrógeno, se vuelven objeto de una censura que no estalla más que en las protuberancias mentales de un Oppenheimer que sueña con los efectos de la implosión de un sol, de un sistema solar, de una estrella, y por consiguiente se reduce la dimensión del hongo nuclear de Hiroshima, del espectacular resultado de la reducción a cenizas de la condición humana, a una ensoñación intrapsíquica. Esa combinación atroz, ese tándem que va de Auschwitz a Hiroshima, de la factoría de muerte alemana nazi a la nueva factoría de muerte espectacular norteamericana que es Hiroshima[1], se reduce en el filma una simple detonación, destello mental, alucinación atronadora, incluso iluminación. Ese efecto de censura –y no de recurso de cámara– está perfectamente establecido en la película, ya que no se muestra en ningún momento, salvo la prueba preliminar de la bomba Trinity en el desierto, primera prueba nuclear del Proyecto Manhattan, ninguna de las otras dos detonaciones, que son las verdaderas tragedias humanas, Hiroshima y Nagasaki. No son mostradas, y no sólo en su espectacularidad letal, tampoco en el soslayo documental de las ruinas que dejaron, ni en los efectos duraderos sobre los sobrevivientes. Para este trauma absoluto no hay imágenes en el film ni recursos que lo narren. Una vez más se alinea la película con la mirada arquetípica que históricamente ha tranquilizado a los Estados Unidos y se encargara de transmitir el presidente Truman, bombas para minimizar daños y terminar una guerra. Bombas para salvar vidas. En esa dirección se mueve la película, en esa misma línea incluso Oppenheimer parece un personaje más cercano al general Patton –en una posición más propia del conquistador– que a un científico de vanguardia y sus claroscuros, que discute la dimensión de la condición humana en un contexto problemático en el que todos ellos quedaron de algún modo atrapados y manchados. El propio encuentro de Oppenheimer con Einstein, que se estira hasta el hartazgo en la película, hasta el final mismo de la película, para develar el gran misterio de las palabras compartidas, no es más que una excusa autoindulgente para contarnos una anécdota banal. La anécdota de una proliferación del efecto en cadena de la carrera armamentista, que una vez más sólo produce en este film un cambio en el destino pulsional, la transformación en lo contrario: el dilema mismo de la decisión de las grandes mentes de occidente de avanzar con el desarrollo de la bomba atómica se resuelve como un acto necesario, quedando la interpelación del horror consecuente como cuestión desmentida. En vez de mostrarse lo que allí sucedió con los cuerpos carbonizados, con los cientos de miles de secuelados, se muestra una imagen en la que flamea la bandera estadounidense con la prueba Trinity. Ante la posible opción ética de tratar incluso las secuelas de las diversas formas del cáncer, la mutilación, la incineración y los trastornos genéticos de generaciones posteriores a la Bomba por efecto de la radiación, todo se reduce a un encuentro de dos mentes brillantes, Einstein y Oppenheimer, avizorando una posible pesadilla de lo porvenir. Habrá nuevas bombas. Para no hablar de estas que sí acontecieron y marcaron el punto de inflexión en Occidente en el Siglo XX.

Hay una diferencia respecto del mostrar como puro exhibicionismo y el mostrar como un poner a disposición las imágenes como testimonio, en esa dialéctica del que testifica de eso ante otro y el que recibe ese testimonio para posibilitar una elaboración como testigo[2]. Es el poderoso y doloroso influjo que sigue teniendo el film de Resnais en su retorno a Auschwitz para reconocer los horrores del Holocausto[3]. Esa ha sido la dinámica que posibilitó los efectos sociales –no sólo jurídicos– de los juicios de Núremberg, y también en Argentina con el incesante esfuerzo por los Juicios de Memoria, Verdad y Justicia. Por el contrario, la mirada supremacista del Oppenheimer de Nolan con la bandera norteamericana de fondo ante la exitosa prueba Trinity, prácticamente siendo llevado en andas como un héroe de un torneo deportivo, resulta cuanto menos brutal y negacionista.

La propia Los Álamos se describe y se presenta como una especie de kindergarten de comunidad, de feliz convivencia en la que mujeres, niños y hombres viven y reparten tareas, cuando en verdad Los Álamos tuvo la estructura, bajo las premisas del secreto de estado norteamericano, de un verdadero campo de concentración y de una factoría. No diferente de los campos de confinamiento que preparó Estados Unidos para los ciudadanos japoneses y descendientes de japoneses en territorio norteamericano durante esta misma guerra. No diferente de los propios campos de concentración y de exterminio que el Tercer Reich había dispuesto para todos los opositores al régimenen el comienzo de la nefasta década del 30. Esa prueba piloto funcionó muy bien en Alemania y terminó en el Holocausto. En el medio se sucedieron persecuciones a homosexuales, gitanos, judíos, opositores y mentes libres no alineadas con el nazismo, y también experimentos científicos de toda índole que incluían niños, débiles mentales y malformaciones genéticas. Los Álamos también fue un sitio de experimentación y no sólo con la bomba. Fue además una enorme ciudad encerrada, ensimismada y militarizada que recuerda a otros planes piloto que fueron desarrollados posteriormente como confinamientos, y de los modos en los que otros países alineados con Estados Unidos tomaron el modelo.

Creo que es un film autoexculpatorio y negacionista del exterminio brutal y del criterio que utilizó Estados Unidos en la decisión de destruir las poblaciones civiles japonesas en las ciudades japonesas, horrores que ya tenían antecedentes en el continente europeo durante la guerra de bombardeos a poblaciones civiles. De hecho, es la culminación, más que la explicación encubierta de la minimización de daños, de la que ha sido la operación sobre una planificación de genocidio a gran escala del último país que continuaba la guerra, Japón, y con el que ya había utilizado Estados Unidos modos aberrantes contra las poblaciones civiles en los bombardeos sistemáticos con bombas incendiarias a ciudades como Tokio y Kobe, y que esos arrasadores bombardeos iban a aniquilar la estructura urbana de ciudades hechas de madera, papel, cartón y otros sutiles materiales que arderían hasta las cenizas. Antes de Hiroshima y Nagasaki, ardieron también los cuerpos a la temperatura de Fahrenheit 451, como narra la exquisita y dolorosa película de Isao Takahata, La tumba de las luciérnagas[4]. Ese es un antecedente insoslayable de este otro, Hiroshima y Nagasaki, como aniquilación de la condición humana. Estados Unidos es el destructor de mundos, decide enarbolarse como tal en esta guerra. Da el paso que lo ubica en la identidad perceptiva con los nazis y su solución final, traspasa en nombre de la ciencia las temperaturas a las que arde un cuerpo humano, a niveles nunca conocidos. Que la película Oppenheimer quiera reducir a cenizas los antecedentes y el testimonio de ese horror no significa que olvidemos quiénes son los hacedores de esas cenizas y mucho menos que esa reducción a cenizas sea referida simplemente como un flash introspectivo, intrapsíquico en la cabeza del científico Oppenheimer y sus elucubraciones, donde bomba atómica, consideraciones científicas y ensoñaciones psíquicas están en el mismo nivel. Cuando la operatoria de terror ha sido precisamente la contraria: el acontecimiento Hiroshima no yace –sólo– en la psiquis de Oppenheimer, sino en una decisión de política exterior, un acto de guerra brutal, un genocidio planificado y no en una interioridad psíquica, sino en la perversión exhibicionista de cientos de miles de cuerpos reducidos a cenizas. Estas no son cenizas simbólicas, no son cenizas rituales, sino aquellas que continúan redoblando las ráfagas del horror contemporáneo.

Cristian Rodríguez es psicoanalista (Espacio Psicoanálisis Contemporáneo-EPC).

Notas:

1. Auschwitz con Hiroshima. Sobre el resplandor en la línea de montaje. J. L. Juresa y C. Rodríguez. Eduvim -Editorial Universitaria Villa María, Córdoba-. 2016.

2. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo Homo Sacer III. Giorgio Agamben. PRE – TEXTOS. 2002.

3. Noche y niebla. Alain Resnais. 1955

4.  La tumba de las luciérnagas, 1988, Dir.: Isao Takahata. Studio Ghibli.


Fuente: https://www.pagina12.com.ar/576238-oppenheimer-un-film-autoexculpatorio

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