Raúl Alfonsín, en 1984, inició la primera política masiva de asistencia alimentaria en el país. Planteó que la carencia de comida era “una forma de violencia” y recordó que el hambre no era por falta de alimentos sino por razones “políticas, económicas y sociales”. Cuatro décadas después, existen más de 41.000 comedores comunitarios, la pobreza aumentó y el actual Gobierno niega alimentos a las organizaciones sociales.
Por Laura Vales.
Todos comemos peor desde diciembre. La clase media y los sectores populares volvimos a viejas estrategias para sobrevivir. El que en diciembre cobró un aguinaldo hizo acopio de fideos y de arroz; pero entre los más pobres, las familias caminan: van de un comedor comunitario a otro. Buscan en qué lugar entregan viandas los lunes y dónde los martes.
“No tengo idea de cuánto cuesta nada. Dejé de entrar a los supermercados”, dice Luis frente al comedor del Movimiento de Trabajadores y Excluidos (MTE), con una risa que está toda hecha de amargura. Este mediodía, la cola de los que vinieron a buscar una vianda llega hasta la esquina.
El comedor está ubicado en el barrio de Constitución y es el más grande del movimiento: una muestra de la fortaleza que tienen en Argentina las organizaciones sociales, sostenidas por una historia de veinte años de construcción.
Aquí preparan, en promedio, 25 ollas diarias. Ollas de las de regimiento, de las más grandes, cada una con capacidad para 50 litros. El responsable del lugar, Sergio Sánchez, cuenta que la política en este centro es darle una vianda a todo el que llegue.
Sin embargo, desde que asumió Javier Milei el gobierno nacional suspendió a los comedores el envío de insumos, por lo que todos —también este comedor— están bajo una doble presión: la de que más gente se acerca, en momentos en que tienen menos para dar.
En el conurbano bonaerense las cocineras estiran lo que les mandan los intendentes. A los centros con más espalda les quedaba en diciembre y enero algún resto económico del programa del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), que hoy ya terminaron de consumir. Las militantes buscan donaciones en los comercios y fábricas, pero no les alcanza. Los referentes no saben cuándo aguanta la situación.
Es un comentario literal. “No sé cuánto aguanta esto así. Se están violentando las filas de los comedores”, cuenta Nicolás Caropresi en el MTE. El miércoles pasado, en el comedor de Constitución prepararon 26 ollas, de las de 50 litros. Las distribuyeron a todas y aún así setenta personas quedaron en la vereda, esperando. Al no alcanzar, se generaron discusiones en la calle, acusaciones sobre si esto pasa porque alguno de la fila se llevó de más. Un clima tenso que es difícil desarmar.
Si esto es lo que está ocurriendo en una de las organizaciones más fogueadas, con más espalda para responder a situaciones de crisis, “¿qué queda para el comedor de un barrio perdido en la provincia de Santiago del Estero?”, se pregunta Caropresi.
De la Caja Pan de Alfonsín al hambre como violencia
La “Caja PAN” (Programa Alimentario Nacional) fue lanzada en 1984 como la primera política masiva de asistencia alimentaria en la Argentina. Consistió en un bolsón de alimentos para las familias con necesidades básicas insatisfechas y llegó a nada menos que el 20 por ciento de la población del país.
Para crear el Plan Alimentario Nacional, el presidente Raúl Alfonsín presentó un proyecto de ley al Congreso y debió argumentar por qué el Estado iba a hacer ese gasto. En los fundamentos de su propuesta planteó, sin vueltas, que la carencia alimentaria era “una forma de violencia”. Agregó que dejaba daños “físicos y mentales permanentes” en los niños y señaló, finalmente, que en la Argentina la causa del hambre no obedecía a la falta de alimentos, sino a razones “políticas, económicas y sociales”. Por lo tanto, su solución debía darse en estos mismos campos.
El Programa Alimentario Nacional fue presentado como una política provisoria, de emergencia: iba a durar dos años, mientras los cambios de fondo que implementaría el gobierno democrático iban reactivando el empleo y recuperando los salarios: la emergencia social dejada por la dictadura cívico-militar sería superada en democracia, era la promesa implícita. Pero esto no llegó a suceder. Alfonsín dejó anticipadamente el gobierno en 1989, en medio de una crisis de hiperinflación, y en las décadas que siguieron las políticas de asistencia alimentaria se quedaron.
Son un reflejo de cómo el acceso a los alimentos nunca llegó a quedar garantizado para el conjunto de la población. Sin embargo aún hoy la alimentación continúa siendo considerada, en el ideario hegemónico, como una cuestión del consumo privado.
Martín Ierullo investigó la historia de los programas de asistencia alimentaria en la Argentina y escribió el artículo “Pobreza y asistencia directa en Argentina”, en el libro Necesidad sociales y programas alimentarios (coordinado por Adriana Clemente). Ierullo elaboró un cuadro que muestra cómo, en los gobiernos que siguieron a Alfonsín, las prestaciones alimentarias debieron ser aumentadas. Las barras muestran cantidad de prestaciones y su aumento evidencia el mayor gasto presupuestario destinado a este fin. El cuadro arranca en 1995, año en que era presidente Carlos Menem, y termina en 2009, cuando gobernaba Cristina Kirchner.
Otra información que ilumina la relación entre asistencia alimentaria del Estado y los procesos económicos es que el antecedente de los programas alimentarios masivos viene de la crisis de 1930. Fue en esa década cuando comenzó a realizar acciones de asistencia alimentaria, con comedores en las escuelas.
Los programas alimentarios, dice Ierullo, “fueron pensados originalmente para actuar en el corto plazo”. Su justificación se basó, en la mayoría de los casos, en el reconocimiento de una situación de emergencia frente a la que era necesaria una intervención, de carácter limitada y provisoria. Sin embargo, “se instalaron y consolidaron” como respuesta a los procesos de pauperización.
Los números de la necesidad actual
¿Cuánto ayuda la red de comedores populares? Acá van algunos datos:
– Primero sobre quienes sí reciben algo de asistencia alimentaria: La Tarjeta Alimentar llega a 1.9 millones de niños que están bajo la línea de indigencia. Sin embargo, su monto (que actualmente es de 44.000 pesos) no alcanza para garantizarles la comida de todo el mes (la canasta de alimentos de un niño de 5 años fue en enero de 56.695 pesos).
– Los comedores comunitarios ayudan a completar esa brecha. Reciben, además, a parte de los 4.736.000 niños en situación de pobreza a los que no les llega una Tarjeta Alimentar y a muchos jubilados, otro sector muy golpeado por la suba de los precios.
– La estimación que hacen los movimientos sociales es que a los comedores comunitarios concurren cuatro millones de personas. La cantidad que asiste a los comedores y merenderos crece o se reduce según el momento: cuando los ingresos de las clases populares suben, la asistencia a los comedores baja. Nadie va a hacer cola durante una o dos horas a un comedor porque le guste.
– Hay 41.000 comedores y merenderos reconocidos por el Estado, inscriptos en el Registro Nacional de Comedores Comunitarios (Renacom). Sin duda, los existentes son más que 41.000, pero ese es el piso de los registrados, es decir de los que completaron el trámite de inscripción y fueron monitoreados por el Renacom.
Jugar con el hambre ajeno
La ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, es la responsable del (des)abastecimiento de los comedores. Nunca recibió a los dirigentes de las organizaciones sociales, a pesar de que todas las semanas, desde mediados de diciembre, hubo reclamos callejeros. Recién asumida parecía que lo hacía por inexperiencia. Hoy queda claro que esa postura es parte de una decisión política.
El 1 de febrero la UTEP se manifestó con un millar de personas frente a su despacho, un palacete de la esquina de Cerrito y Juncal, para reclamar una vez más alimentos. Pettovello salió a la puerta a confrontar a los reunidos:
—¿Tiene hambre la gente? Yo voy a atender uno por uno a la gente que tiene hambre, no a los referentes. Chicos, ustedes tienen hambre, vengan. Voy a anotar el DNI, voy a anotar el nombre, de dónde son, y van a recibir ayuda individualmente —les espetó.
No fue un gesto impulsivo, sino preparado. De hecho, minutos después los encargados de prensa de la Ministra distribuyeron el video de su “diálogo” a los medios. Es uno de los modos clásicos en que la derecha polariza: en el caso del gobierno de Javier Milei apuesta así a ganar apoyos entre los votantes convencidos de que las organizaciones sociales son bandas que viven de los pobres. Una muestra de que gobierna bien porque no fomenta los vagos, ni las intermediaciones (palabra que en el ideario de derecha sustituye al término organización social) .
El conflicto tiene un desarrollo: las organizaciones sostienen la presión a través de los días. El 5 de febrero la UTEP armó una fila de 10.000 personas con DNI para anotarse. Como era previsible, Pettovello no los atendió. El miércoles 7 hubo una nueva protesta de cocineras, esta vez en Desarrollo Social. Para el 8 fue anunciada una marcha al Puente Pueyrredón.
Y también Pettovello va haciendo nuevos gestos: firmó un acuerdo con los pastores evangélicos de Aciera (Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la Argentina) y lo promocionó como un acuerdo para que la asistencia alimentaria llegue a la gente “de manera directa y sin intermediarios”. Desde otros sectores del credo evangélico salieron a marcar que Aciera es “una asociación de pastores chetos” .
“Aciera es una asociación que representa a los pastores más ricos y poderosos de la Argentina. En Argentina hay ocho millones de evangélicos, el grueso votan al peronismo; ninguna asociación de pastores chetos puede representar a los evangélicos. Aciera vendría a ser la casta de los pastores evangélicos y a nosotros no nos representa”, salió el cruce el pastor Leo Alvarez.
El final del conflicto de los comedores comunitarios está hoy indeterminado. El modo en que se resuelva dependerá de cómo lo procese la mirada pública, de si va a primar la narrativa de derecha —los referentes son intermediarios, la gente es usada, además son vagos que no quieren trabajar— o el entendimiento de que las organizaciones sociales tienen un sentido y son dueñas de una historia. Una construcción que en su primer escalón, el más básico, se activa para sostener ollas cada vez que los ingresos de los sectores populares caen, pero que necesariamente son también organizaciones con intereses propios, con aspiraciones y proyectos de país. Que incidan o no en el escenario político no da lo mismo, la terrible situación de las dificultades de acceder a la comida muestra cuán necesarias son. Tanto como poder comer.