La justicia federal platense decidió excarcelar al represor del CCD La Cacha, Raúl Ricardo Espinoza, por entender que cumplió suficiente tiempo en prisión, pese a haber recibido una pena de 13 años y pasar sólo 8 detenido. Con el antecedente del represor Claudio Raúl Grande, liberado con la misma modalidad, el fenómeno advierte lo que se viene respecto a los genocidas ya condenados por delitos de lesa humanidad.
El pasado 22 de octubre el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata decidió excarcelar al represor condenado por delitos de lesa humanidad Raúl Ricardo Espinoza, que actuó como guardia en el CCD La Cacha y fue condenado en 2014 a 13 años de prisión. Es el segundo represor que recibe ese beneficio en los últimos 4 meses. El otro fue Claudio Grande defendido por el mediático abogado Juan José Losinno, había conseguido hace un tiempo salidas transitorias de hasta 24 horas y 1 salida excepcional de hasta 48 horas por mes en los domicilios de calle 21 “c” nº 952 (entre 455 y 456) de City Bell y de calle 13 C Nº 4985 e/ 485 y 486 de Villa Castells, La Plata. Eso sí, con tobillera electrónica por cualquier imprevisto. En agosto pasado el TOF 1 platense decidió excarcelarlo con los mismos argumentos que a Espinoza. Tanto Espinoza como Grande habían sido condenados en el juicio de 2014 a 13 años de prisión, por ser responsables de complicidad en el delito de Genocidio y de 127 secuestros y torturas, 2 de ellos con resultado de muerte de la víctima, en los casos de Laura Carlotto y Olga Noemí Casado.
En voto elaborado por el juez Pablo Vega, y apoyado por sus colegas Alejandro Esmoris y Germán Castelli, el TOF platense resolvió excarcelar a Espinoza con las condiciones de fijar domicilio, del que no podrá ausentarse más de 24 horas sin autorización previa del tribunal, presentarse mensualmente a firmar en 8 y 50 y, esto es novedoso “abstenerse de tomar contacto por cualquier medio con quien haya sido víctima de los delitos investigados en el proceso en el que se encuentra condenado con sentencia no firme; así como tampoco con otras víctimas de esta clase de delitos o familiares de ellas”. Parece ser que los jueces han empezado a valorar, siempre a medias, las consecuencias sobre las víctimas por las decisiones favorables a sus verdugos que ellos toman.
Con destacada frialdad, el Dr. Vega apunta en la sentencia que Espinoza “fue detenido el 19 de febrero de 2010, permaneciendo ininterrumpidamente en esa situación hasta la actualidad, por lo que, a tenor de la condena no firme de trece (13) años de prisión, el 18 de octubre del corriente año cumplió con la condición temporal para acceder a la excarcelación en los términos de la libertad condicional (art. 317 inc. 5° del ritual)”. A l que agregó que “Tales circunstancias, a las que se agregan que ha concluido la investigación y el debate en la causa, permiten presumir que no existen peligros procesales”.
Recordemos que Espinoza fue Personal Civil de Inteligencia que prestó funciones en el Destacamento de Inteligencia 101 entre 1976 y 1981 como Agente “S” y bajo el nombre de cobertura “Ramón René Escobar”. Que parte de esa tarea de espionaje la realizó como “estudiante” en la Facultad de Odontología de la UNLP. Y que, como quedó probado en el juicio de 2014, prestó funciones en la “La Cacha” como guardia, reconocido con el apodo “Jota”.
Pero para analizar la inconsistencia de algunos planteos cabe ir un poco hacia atrás en el expediente del CCD La Cacha. Al momento de fundamentar la sentencia de 2014, los jueces Pablo Jantus y Pablo Vega valoraron que “los imputados no se advierte que hayan intentado contribuir efectivamente a la satisfacción del derecho a la verdad de las víctimas”, pero acto seguido formularon su voto asignando solamente 13 años de prisión a los represores Grande, Espinoza y Rufino Batalla, porque, dijeron, “valoramos como atenuantes la falta de antecedentes”. En el mismo fallo, al momento de argumentar su voto en disidencia, el juez Rozanski dijo que respecto a los tres represores “la escala penal aplicable es de 10 a 25 años de prisión (…) configuran a mi entender un claro supuesto en el que se debe aplicar el máximo de la escala prevista por nuestra legislación, es decir, 25 años de prisión e inhabilitación absoluta por ese plazo, accesorias legales y costas”. Este voto, está claro, quedó en minoría, pero hoy adquiere relevancia para pensar el fenómeno que señalamos. Espinoza, había sido encontrado responsable de la privación ilegítima de la libertad cometida por funcionario público en abuso de sus funciones, agravada por haberse cometida con violencia o amenazas en cincuenta y cinco (55) casos, y doblemente agravada por haberse cometido con violencia y amenazas y por haber durado más de un mes en setenta (70) casos, y triplemente agravada por haberse cometido con violencia o amenazas, por haber durado más de un mes y por haber resultado la muerte de la víctima en dos (2) casos, en concurso ideal con el delito de aplicación de tormentos por parte de un funcionario público a los presos que guarde, agravada por ser la víctima un perseguido político en perjuicio de la totalidad de las víctimas, todos los casos en concurso real entre sí”. Rozanski destacaba en su voto, no sin cierta ironía, que “el hecho de no haber sido cómplice de genocidios anteriores ni otros delitos, no modifica el criterio en cuanto a que la extrema gravedad de los hechos por los que es condenado, imponen la aplicación del máximo de la pena prevista”.
Parece que el hecho de no haber participado “en anteriores genocidios” fue para los doctores Jantus y Vega el atenuante que justificó la baja pena impuesta a los represores. Vega fundamenta ahora la excarcelación de los primerizos genocidas Espinoza y Grande porque “cuentan con arraigo” con sus familiares en La Plata, a quienes “han visitado en las distintas salidas concedidas por el Tribunal”. Si se hubiera condenado a Espinoza y Grande al máximo de la pena, aún sin haber hoy sentencia firme, el actual debate por la excarcelación quedaría para dentro de una década, si es que los genocidas continúan con vida. A la inversa, la justicia federal de nuestro país pretende que las víctimas sigan viviendo normalmente con sus verdugos sentenciados pero libres, eso sí, con la prohibición de no acercase.
Recordemos que el símbolo de la represión de la policía bonerense en dictadura, el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, reclamó la libertad condicional en varias de las causas que lo tienen imputado, procesado y condenado. En diciembre pasado la justicia platense le negó el pedido de la condicional en la causa que lo condenó a perpetua en 2006. La defensa del genocida, ejercida por la unidad de letrados móviles de la Defensoría Oficial, había invocado el artículo 28 y de la ley 24.660 y el artículo 13 del Código Penal, que establecen que se concede ese beneficio al condenado a reclusión o prisión perpetua que hubiere cumplido 35 años de condena y al condenado a reclusión o a prisión por más de tres 3 años que hubiere cumplido los dos tercios de la pena. Etchecolatz, condenado a prisión perpetua en 2006, según esos criterios podría objetivamente haber accedido a la libertad condicional desde el 28 de noviembre de 2017. Pero el TOF 1 negó el pedido entendiendo que ninguna pena que se imponga en el futuro en causas en las que se encuentra con prisión preventiva podrá ser más grave que la impuesta en la causa de 2006 a prisión perpetua, lo cual relativiza el sentido de reinserción en la sociedad que conlleva la figura de la libertad condicional.
Pero lo que interesa aquí es que, al igual que cuando el genocida fue sumando el beneficio de la domiciliaria en distintas causas, lo cual se trasladó a una avalancha de pedidos de otros represores, estos pedidos sobre la excarcelación y la libertad condicional anticipa próximos planteos de genocidas ya condenados que vayan cumpliendo parte de su pena. Pensemos que el comisario fue condenado en el primer juicio iniciado tras la anulación de las leyes de impunidad, donde fue desaparecido por segunda vez Jorge Julio Lopez y donde todas las sospechas apuntan al propio Etchecolatz. Por eso decimos que esta situación debería hacer reflexionar sobre el peligro real que enfrenta la ejecución de condena en este tipo de procesos por crímenes gravísimos e imprescriptibles: ser una mera formalidad. Por ahora el símbolo de la represión de la Policía bonaerense en dictadura seguirá preso, pero no está dicha la última palabra.
Si hoy hace mucho ruido el hecho de que más de la mitad de los genocidas procesados en causas de lesa humanidad gocen del beneficio de la prisión domiciliaria, habría que empezar a preocuparse por el creciente fenómeno de la lisa y llana excarcelación de represores condenados, que vuelven a pisar las calles pese a ser declarados autores del Genocidio.