Para hablar de las cárceles

La situación en las cárceles claramente no es una novedad, pero si lo es que este siendo nombrada por los grandes medios, aunque no sea inocente la manera en que lo hacen ni tampoco sus fines. En casi cualquier informe periodístico lo que encontramos es: estigmatización, datos falsos, deformados, de igualar a la persona que arrebató un celular con un violador, y en definitiva instalar que las condiciones de hacinamiento y tortura,  deben ser parte de las penas. Incluso quiénes luchamos día para que los genocidas (los peores criminales de nuestra historia) cumplan su condena en cárcel común, exigimos condiciones dignas de reclusión en todo el sistema penitenciario.

Para abandonar el sentido común, la intencionalidad política y la irracionalidad mediática, es un buen ejercicio desmenuzar los informes de la Procuración Penitenciaria de la Nación, que desde 2009 publica sus estudios realizados en conjunto con la Comisión Provincial por la Memoria y el Grupo de Estudios sobre sistema penal y Derechos Humanos.  Estos relevamientos desnudan la realidad que se vive en las cárceles con datos que son deliberadamente escondidos por el Servicio Penitenciario y por el Sistema Nacional de Estadísticas de Ejecución de la Pena (SNEEP) del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. Los informes, registros y cuadernos de trabajo pueden verse en  www.ppn.gov.ar/documentos

El Informe Anual 2018 de la Procuración (último disponible), denominado “La situación de los Derechos Humanos en las cárceles federales de la Argentina” destaca el dato alarmante de que entre 2015 y 2017 la población penitenciaria en todo el país creció un 23%, llegando a superar los 85 mil detenidos, situación que se extiende pese a la declaración de la emergencia penitenciaria en marzo de 2019, ya que “no existen estrategias ni políticas públicas dirigidas a detener o revertir este aumento constante.

A la par de esto la Procuración señala que en el mismo período la tasa de encarcelamiento creció en 19 puntos, llegando a 194 presos cada 100 mil habitantes, la más alta de la historia penal de nuestro país.

La intencionalidad política dirá que esto es producto del aumento del delito o de la eficacia de las agencias policial y judicial. Sin embargo, según datos del Ministerio de Seguridad de la Nación, la tasa total nacional de delitos era en 2007 de 5,5 hechos cada 100 mil habitantes, subió al 6,6 en 2015 y bajó al 5,3 en 2018. Estos datos pueden verse en  https://www.argentina.gob.ar/seguridad/estadisticascriminales/informes

La explicación entonces es una marcada selectividad de la política criminal hacia el delincuente social y la profundización del encarcelamiento sobre ese sector pobre que generalmente atenta contra la propiedad. Esto se sustenta en datos concretos que detallamos más adelante.

Las cárceles como lugar de castigo y muerte serán excusadas como parte de la “herencia recibida” por la intencionalidad política. Pero no olvidemos que los principales referentes en materia de seguridad y justicia del kirchnerismo y del macrismo comparten la responsabilidad de este estado de cosas. Patricia Bullrich fue 2 años secretaria de Asuntos Penitenciarios en la gestión de la Alianza y otros 4 años condujo las fuerzas federales en la gestión Macri. Julio Cesar Alak fue seis años y medio ministro de Justicia y Derechos Humanos en la gestión de CFK y tuvo bajo su órbita al Servicio Penitenciario Federal (SPF), cosa que replica hoy desde su cargo en la Provincia de Buenos Aires.

Para ir al fondo de la situación en las cárceles argentinas la Procuración especifica que el 96 % de los presos son varones, el 4 % mujeres y menos del 1% del total (128 personas) refleja a la población trans. Respecto al rango etario se define que el 40 % de los presos tiene entre 21 y 34 años, un 19 % son menores de 18 años y sólo el 6 % es mayor de 55 años. Además el 96% son argentinos y el 6 % extranjeros.

Ahora, uno de los datos que ilustra la situación particular del encarcelamiento en nuestro país, no siempre citado por quienes opinan en los medios masivos de desinformación, es que el 54% de los presos (más de 46 mil personas) están condenados, es decir son culpables de algún un delito, mientras que el 45 % (más de 38 mil personas) están detenidos en calidad de procesados, es decir son inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

La cifra de inocentes investigados y presos trepa al 59% del total de los presos del SPF. La situación se agrava en el caso de las mujeres, donde la población de internas procesadas en todas las cárceles del país llega al 58 %, contra solo un 41 % de condenadas. Para 2018 había más de mil mujeres presas en el SPF, población que incluía 7 embarazadas, 37 madres con sus hijos y 40 niñes en prisión con sus madres.

A la mayoría de las personas condenadas se les atribuyen delitos leves y tienen condenas de entre 3 y 6 años, representando el 46% del total. Sólo el 9 % de los condenados recibió pena por delitos graves, esto es de 15 a 18 años o más de cárcel.

De manera que salvo el caso de los procesados, inocentes aunque presos para la justicia y numerosos por propia disidia del sistema penal, ninguno de los sectores que son posibles favorecidos con los beneficios planteados por tribunales superiores en el marco de la pandemia por la Covid-19 son multitudinarios. Porque la minoría son enfermos graves, madres con hijos, o están por cumplir la pena completa. En el caso de los procesados la discusión es cuánto se tarda en llevar a juicio a una persona inocente mientras vive un régimen donde lejos se está de resocializarse, y donde hay que pelear para no enfermarse, comer, higienizarse, trabajar o estudiar. Y en todo caso la decisión corresponde a cada magistrado del que está a disposición cada detenido.

Otro de los mitos fogoneados por los medios y la intencionalidad política de turno es la “puerta giratoria” donde el preso que entra a la cárcel sale al poco tiempo. La Procuración explica en sus informes que la excarcelación la administra con un tratamiento de progresividad que incluye los períodos de Observación, Tratamiento (a su vez dividido en 3 fases: socialización, consolidación y confianza) y Prueba (en fases sin salida transitoria, con salida transitoria y de semilibertad).

En ese marco afirma que la mayoría de las personas detenidas de manera preventiva (inocentes-sin condena- sin condena firme) no son incorporadas al tratamiento de progresividad dispuesto por la ley de Ejecución Penal (24.660). Y entre los que sí acceden al programa 5 de cada 6 son condenados. Más aún, la mayoría de los que acceden al programa se quedan estancados en la fase de Tratamiento, especialmente en la socialización, y muy pocos alcanzan la fase de Prueba, para acceder a salidas transitorias laborales, de estudio o simplemente de semilibertad en la tan mentada “re-socialización”.

Una de las herramientas de relevamiento de los delitos cometidos por el Estado muros adentro es el Registro Nacional de Casos de Tortura y/o Malos Tratos. Su Informe Anual 2018 (último disponible) afirma sin amagues que “la tortura en el sistema penal argentino constituye un elemento estructural, extendido y persistente, es contitutiva del poder de castigar en el encierro de prisión”. El trabajo supervisó, a través de entrevistas y observación, la realidad de la tortura en 2018: 13 unidades penales del SPB y 8 del SPF, además de otras 10 unidades federales del interior del país y 9 unidades provinciales de Misiones, Córdoba, Entre Ríos y Mendoza.

Como se sabe la tortura es la pena o sufrimiento moral o físico muy intenso y continuado que se hace sentir a una persona. El informe destaca que, sólo para el año 2018, unos 1395 internos describieron 5314 hechos de torturas o malos tratos en las unidades relevadas. Ello define que casi 2 de cada 100 presos en el país son habituales víctimas de torturas, pero claramente no representa todo lo que sucede en las cárceles argentinas, porque impera el temor a denunciar de los internos o las prácticas de encubrimiento de estos hechos por los penitenciarios. Mucho más si tiene en cuenta que las condiciones deficitarias estructurales para alimentarse o higienizarse las sufren la mayoría de los internos.

Para el Registro, la tortura no es sólo la agresión física, sino que incluye modalidades como el aislamiento, las malas condiciones materiales de detención, la falta o deficiente asistencia de la salud, la falta o deficiente alimentación, los impedimentos de vinculación con la familia del detenido, las amenazas, los robos de pertenencias y los traslados constantes. Para 2018, al tope de las denuncias están el aislamiento como castigo, lo que para el registro “cristaliza la multiplicación y diversificación de dicha práctica, seguido de las malas condiciones de detención que “evidencian lo extendido del gobierno penitenciario a través de la degradación y la gestión de la falta y la escasez”. Allí el informe destaca la “falta de agua, de luz eléctrica, de vidrios en las ventanas, el deterioro de las instalaciones y en particular de los sanitarios, la presencia de cucarachas y ratas, la falta de colchones y frazadas y la desprovisión de elementos de higiene y limpieza”. En tercer lugar las torturas más frecuentes son las agresiones físicas de los penitenciarios, en concreto “actos combinados de golpes de puño, patadas, palazos” y otras modalidades como “el uso de gas pimienta o lacrimógeno, el ‘criqueo/motoneta’ y el ‘plaf-plaf’”, es decir las prácticas de esposar violentamente con los brazos en alto hacia atrás y los golpes simultáneos de palmas en ambos oídos, también conocido como “teléfono”. En cuanto a la falta o deficiente asistencia de la salud y la alimentación, el Registro afirma que también son “prácticas penitenciarias de gestión de la población encarcelada a través de la producción de daño psíquico y físico”.

Las deficiencias en la asistencia a la salud incluyen la falta de provisión de medicamentos, la deficiente o nula realización de tratamientos, intervenciones, estudios o curaciones, la falta de atención especializada y la falta de alimentación especial a quien lo necesite.

Estas son las condiciones habituales en que el Estado pretende que quien infringe la ley penal cumpla su pena si es encontrado culpable o su prisión preventiva siendo aún inocente. Las excusas de que “esto siempre fue así” en materia penitenciaria no exculpan la responsabilidad estatal en el manejo de la cárcel como un sistema selectivo de castigo a la población pobre en todo el país.

El panorama es mucho peor si se revisan las muertes ocurridas en las cárceles argentinas. El informe 2018 (último disponible) de la Procuración Penitenciaria sobre el tema, llamado “Morir en prisión. Fallecimientos bajo custodia y responsabilidad estatal”, detalla un promedio de 50 muertes anuales en el Servicio Penitenciario Federal en el período 2009-2018. Son 425 muertes en 10 años y un pico de 56 hechos en 2012. El estudio destaca la preeminencia de las muertes no violentas sobre las violentas, aunque estas últimas vienen representando 1 de cada 3 hechos en cárceles federales en los últimos 10 años relevados.

Además se afirma claramente que “las enfermedades resultan la primera causa de muerte bajo custodia penitenciaria” y se señala que el 55 %  de esas 425 muertes fueron por enfermedades. Las siguientes causales más representativas son un 18 % de dudosos “suicidios”, un 13% de homicidios comprobados y el resto se reparte entre autoagresiones, torturas y muertes dudosas. La Procuración informa que existe “una variedad amplia de enfermedades que causan muertes en encierro, “desde irreversibles hasta otras que no deberían haber provocado el fallecimiento de recibir un tratamiento adecuado, y puntualiza que existe una imagen extendida de estas muertes como inevitables porque existe una práctica estatal de encubrimiento: se naturalizan en las investigaciones judiciales, si es que se inician, y se llega al absurdo de que “la principal línea de indagación consiste en corroborar que la muerte haya sido causada por una enfermedad, usualmente sin profundizar luego el análisis sobre la adecuación de la atención brindada”.

La pretendida violencia inherente a los internos queda desdibujada si se observa que en el mismo período sólo un 10% de las muertes se produjeron por herida de arma blanca, mientras es clara la represión ejercida por el servicio, reflejada en 20 % de casos por ahorcamiento, 15% por complicaciones de enfermos de HIV y un mayoritario 40% por agravamiento de otras enfermedades diversas.

Por otra parte la imagen de la cárcel como un pandemónium de asesinos y violadores es un prejuicio insustentable. En el informe se destaca que el 41 % de los detenidos en el SPF lo están por delitos contra la propiedad y el 31 % por infracción a la ley de estupefacientes (23.377), mientras sólo el 10% por delitos contra la vida, el 4% contra la integridad sexual y el 3 % por delitos contra la libertad.

Además se evidencia un crecimiento de las personas detenidas por delitos menores en el SPF, fruto de un direccionamiento de la política criminal hacia casos leves, es decir por delitos con penas inferiores a los tres años. Así, entre 2013 y 2019 se elevó del 9% al 20% la cantidad de internos con penas de hasta 36 meses. Lo preocupante es que, como destaca el informe, “las personas que se encuentran detenidas por delitos contra la propiedad están más expuestos a las prácticas estatales que producen muerte bajo custodia: representan el 43% de los casos”.

En un sistema donde los parámetros y conceptos de la criminalidad se construyen de una manera arbitraria, atravesada por cuestiones de clase, de origen y de género, los sentidos comunes, la desinformación y la violencia mediática, contribuyen a la reproducción y continuidad de todo tipo de crímenes perpetrados por el propio Estado.

Para hablar de las cárceles hay que hablar primero de las formas del castigo y la pena de muerte legales en este sistema de explotación.

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