Hacia una geopolítica del Poder Popular
Por Rafael Bautista S.
Conferencia pronunciada en el evento: “El colapso del Estado de no-derecho y la recuperación democrática”, realizado en La Paz, el 14 de diciembre de 2020, en el auditorio de la Vicepresidencia del Estado plurinacional de Bolivia.
Permítanme empezar contando una historia: El año 1971, un abogado corporativo de nombre Lewis Powell, enviaba a la Cámara de Comercio de USA un memorándum, donde advertía al mundo empresarial, que las fuerzas de la izquierda amenazaban su papel rector en la sociedad norteamericana; literalmente les advertía que: “las instituciones responsables del adoctrinamiento de los jóvenes”, como son las universidades, iglesias, colegios y medios de comunicación, ya no cumplían con esa función.
El “memorándum Powell” sirvió para que la “Comisión Trilateral” encargara a sus think tanks, la promoción de un nuevo concepto de democracia, porque concluían que hay demasiada democracia y que la democracia misma es una amenaza para el “american way of life”. Estamos ante el origen de la democracia neoliberal, en cuanto “sistema democrático”; una nueva idea de democracia acorde a los nuevos intereses/valores (como decía el ex candidato a la presidencia John MacCain: “nuestros intereses son nuestros valores y nuestros valores son nuestros intereses”) que patrocina el ámbito financiero, es decir, el tipo de mundo que, mediante la globalización, promoverá el dólar.
Esta nueva idea de democracia es la que ingresa al mundo académico y es funcionalizada en nuestros países en el llamado periodo de “recuperación democrática” postdictaduras de seguridad nacional. Se trata de una democracia sin demos, o sea, sin pueblo, por eso se trata de un concepto formalista, cuya tarea consiste en la mera preservación de la institucionalidad formateada ya por las dictaduras (y consagrada constitucionalmente por el neoliberalismo). Es esa democracia que defienden los grandes medios de comunicación y toda la academia e intelectualidad adiestrada en el “institucionalismo” (como única garantía y supervivencia de la democracia, según la mitología gringa). Es la democracia creada a imagen y semejanza del dólar, y promovida por los organismos mundiales, creados en Bretton Woods, en 1944, para imponer al mundo entero, la cosmogonía del dólar, el verdadero poder triunfante de la segunda guerra mundial.
¿Por qué la intelectualidad académica, hasta de izquierda, se creyó la narrativa mitológica-ideológica (de no sólo esa idea de democracia sino también de la idea gringa de la “libertad de expresión”, de los “derechos humanos”, del “respeto a las minorías”, de la “pluralidad” y “diversidad” made in USA) que impone el dólar, como algo naturalizado en la vida política y social?
Permítanme referirme a una carta donde se delata el cómo, los gringos, se dedicaron a pensar el mejor modo de dominarnos, empezando por nuestras elites; implementando de modo decisivo la doctrina Monroe (que data de 1823 y cuya autoría es de James Monroe y John Quincy Adams, aunque sólo sería política de Estado explícita desde 1870). Esta carta está dirigida al ex presidente Woodrow Wilson, por su secretario de Estado, cuya misión en México era la de estudiar las posibilidades de dominio real sobre esa nación. La carta dice:
“Tenemos que abandonar la idea de poner en la presidencia mexicana a un ciudadano americano, ya que eso conduciría otra vez a la guerra. La solución necesita de más tiempo: debemos abrirles a los jóvenes mexicanos ambiciosos las puertas de nuestras universidades y hacer el esfuerzo de educarlos en el modo de vida americano, en nuestros valores y en el respeto del liderazgo de Estados Unidos. México necesitará administradores competentes y con el tiempo, esos jóvenes llegarán a ocupar cargos importantes y eventualmente se adueñarán de la misma presidencia. Y sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispare un tiro, harán lo que queramos, y lo harán mejor y más radicalmente que lo que nosotros mismos podríamos haberlo hecho”. Richard Lansing, former Secretary of Estate under Woodrow Wilson, 1924.
Empezaron con México, pero diseminaron este plan con todas las elites de nuestros países. Una vez formateadas las elites nacionales según la cosmovisión del dólar, entonces podemos hablar de que la dominación puede alcanzar la legitimidad incluso de los propios dominados. La propia “inteligentzia” nacional se constituye como consciencia periférico-satelital; por eso se constituye en fiel administradora de un nuevo proceso de transferencia más inhumano, de la periferia al centro del mundo.
Si las propias elites renuncian a su contenido nacional entonces, educados en una literal “servidumbre voluntaria” (como sugería Ettiene de la Boétie), pueden transferir poder neto, en cuanto renuncia de soberanía, al centro del mundo; de ese modo, el centro se unge de poder, tanto formal como material, que le brinda la periferia como resultado de esa cesión voluntaria de soberanía que, en última instancia, es voluntad de vida nuestra que alimenta la vida del centro. La periferia no sólo transfiere materias primas (para superar la visión economicista de la izquierda) sino voluntad de vida, entonces sucede una dialéctica de plus-valorización de la vida del centro inversamente proporcional a una desvalorización de la propia vida de la periferia. De eso se nutre el centro en cuanto Imperio y por eso puede mantener estable, eficaz y duradero el diseño centro-periferia que, de ser geopolítico remata siendo hasta ontológico. Eso es lo que llamamos colonialidad (más allá de Quijano) en su sentido más radical.
La subjetividad colonial entonces produce su propio enclaustramiento, porque su propia consciencia es periférico-satelital, porque nunca se toma a sí misma como centro de sus propias decisiones. De ese modo jamás produce ni siquiera, en los términos que propagandiza el centro geopolítico, su propio desarrollo. Por eso produce elites despreciables (incluso para los dueños del mundo), que no poseen dignidad alguna, porque su propio programa de vida, que se traduce en política, se reduce al servilismo más indigno.
De ese modo, la oligarquía, de haber podido constituirse en aristos-cracia, sólo se convierten en kakistos-cracia (el poder de los infames y de los peores). Luego endilgan a su propio pueblo las propias miserias que los retratan de cuerpo entero. Para ello tienen “doctorcitos” que encubren y adornan sus estrecheces, con relatos que, sólo por reiteración pedagógica e insistencia cultural, instala insistentemente en el imaginario social el señorialismo servil oligárquico como única apuesta política.
La “ciudad letrada” en contra de su propio pueblo, es el castillo imaginario que inventan sus intelectuales (que ya no son orgánicos para el pueblo sino transgénicos). Estos ahora son los que se travisten de cientistas y ni siquiera se dan cuenta que son una invención mediática: los “analistas” políticos. No saben ni siquiera por qué no achuntan en nada, porque ni siquiera reparan que la propia mediocracia ha devaluado la ciencia política en un género literario. Creen que la imagen que inventan los medios es la realidad y, de ese modo, de esa confusión, lo único que pueden producir es la ficción que necesitan los medios para inventar opinión pública.
Permítanme hacer una digresión. Para comprender, de mejor modo, este rapto ideológico de los ámbitos supuestamente “pensantes” en nuestras sociedades, quisiera exponer cómo piensan los tanques pensantes del Imperio: Ron Suskind fue editorialista del Wall Street Journal hasta el 2000 y autor de investigaciones sobre la comunicación de la Casa Blanca; en un artículo de 2014, aparecido en el New York Times, reveló la conversación que había tenido, en 2002, con un asesor de Bush junior: “Me dijo que las personas como yo formábamos parte de ese grupo de tipos que creen que sus análisis se basan en la realidad (the reality-based community): ustedes creen que las soluciones surgen de su juicioso análisis de la realidad observable. Yo asentí y murmuré algo sobre los principios de las Luces y el empirismo. Pero él me interrumpió: El mundo ya no funciona de esa manera. Ahora somos un imperio y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”. Esto decía el consejero de seguridad Karl Rove, y retrata muy bien a lo que podríamos denominar “intelectualidad periférica”. Porque dice expresamente lo siguiente: “Ahora somos un Imperio y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras ustedes estudian esa realidad, juiciosamente, como ustedes quieren, nosotros actuamos nuevamente y creamos otras realidades, nuevas, que ustedes pueden estudiar igualmente, y así suceden las cosas. Nosotros somos los actores de la historia. Y ustedes, todos ustedes, sólo pueden estudiar lo que nosotros hacemos”.
Por eso los “doctorcitos” de la “ciudad letrada” (los académicos del sistema universitario) no vieron el golpe, lo que fue un asalto dictatorial de la propia democracia significó para ellos una supuesta “revolución popular”. No vieron el golpe, porque sólo vieron y siguen viendo lo que la narrativa imperial les impone como la realidad.
Entonces, la sumisión ya no es sólo política sino hasta intelectual, y devela a esa consciencia satelital de la periferia que no sabe ponerse a sí misma como referencia sino siempre a la narrativa que impone el centro. Desde esa narrativa mitológica se interpretan a sí mismos hechos a imagen y semejanza del amo del norte. Por ello, hasta la izquierda tradicional y hasta “defensores de derechos humanos”, justificaron vergonzosamente el genocidio, porque ya no tenían ojos para distinguir al pueblo de las hordas fascistas, porque el velo de la narrativa imperial había enceguecido en ellos toda perspectiva crítica para develar lo que en realidad estaba sucediendo. Al amparo de relatos ideológicos de “democracia”, “libertad de expresión” y “derechos humanos”, el Imperio impone la escenografía adecuada a sus intereses para provocar demoliciones planificadas de procesos democráticos, como antesala del famoso caos constructivo, en la terminología de las guerras híbridas que promueven las “guerras de cuarta y quinta generación”.
Podemos decir que estos supuestos críticos se quedaron en el siglo XX, con el tipo de realidad que el Imperio había creado para disfrute ideológico de una izquierda ya anacrónica, que también se había derechizado para su propia desgracia. Tanto denunciaron la derechización del MAS que no se dieron cuenta de su propia derechización.
Y esto debe ser motivo de seria y continua reflexión, pues ya advirtieron los pueblos indígenas, aquí en este recinto, el 2006, cuando dijeron que “la izquierda latinoamericana nunca tuvo identidad”. En última instancia, lo que sostiene las apuestas vitales y políticas que me propongo, depende de la narrativa que adopto; es decir, todas mis opciones dependen de, en última instancia, qué creo o a quién le creo. Y si creo a los medios, que son los operadores políticos de la narrativa imperial, entonces estoy perdido.
El golpe que promovieron y la dictadura que impusieron, no era un golpe clásico. Y tiene mucho que ver con la posterior cuarentena global que encubrió un Estado de sitio no declarado a nivel mundial; cuyos propósitos nunca fueron sanitarios sino políticos, como ejercicios militares de disuasión estratégica para arrinconar a la humanidad entera. Están reseteando el sistema económico mundial y para ello necesitan de una experiencia de shock globalizado para promover un nuevo orden mundial post-imperial, mucho más perverso y siniestro de lo que hayamos conocido. Por eso la importancia de lo que vivimos, y el modo cómo lo superamos como pueblo; para enseñarle al mundo que el poder post-imperial, el deep State transnacional del deep State nacional, puede calcular todo, pero menos y jamás, la incógnita dura de toda ecuación política, el factor pueblo.
Por eso le debemos a nuestro pueblo el no haber sucumbido y haber restaurado su propio espíritu y, de ese modo, vencido al peor des-gobierno que hayamos padecido. La importancia de Bolivia es decisiva a la hora de sopesar lo que supondría un desprendimiento de Sudamérica de la geoeconomía del dólar. En el colapso actual del diseño imperial centro-periferia, el atlántico ha dejado de ser el distribuidor del comercio y el mercado mundial y éste está virando definitivamente al Pacífico. Bolivia, como corredor geoestratégico de conexión sudamericana a la economía del siglo XXI, se plantea, por primera vez en su historia, ya no ser sólo corazón geográfico sino centro geopolítico estratégico regional de la nueva e inevitable fisonomía geopolítica multipolar del siglo XXI. Por eso el interés de nuestros vecinos (con complicidad derechista local), auspiciantes del golpe geopolítico que sufrimos, para enclaustrarnos y anularnos de nuevo, objetiva y subjetivamente.
Por eso necesitamos repensar todo de nuevo, desde una democratización necesaria de la propia democracia hasta la consolidación de un proyecto de vida propio que genere en nosotros y en el mundo la superación de la idea moderno-liberal-capitalista del Estado y la propuesta civilizatoria de lo que sería la nueva idea del Estado plurinacional comunitario, con arreglo a la vida. Si el vivir bien, el “suma qamaña”, quiere ser horizonte político con validez universal, ya no puede ser sólo discurso sino hacerse política de Estado. Y esto significa también profundizar lo que hemos denominado la geopolítica del poder popular.
Pero antes de entrar en ello, consideremos algo que no podemos pasar por alto. Esto es, ¿por qué triunfó el golpe?, y ¿por qué el pueblo es inmovilizado, desorganizado y arrinconado hasta quedar huérfano, después de haber sido el creador de la revolución democrático-cultural?
En enero de 2018 ya habíamos advertido que se estaba gestando en nuestro país una “revolución de colores”. Cierto infalibilismo oficialista se creía dueño del poder político, sin darse cuenta lo que estaba pasando. Tenemos que saber por qué triunfó circunstancialmente la derecha para no reeditar una nueva asonada fascista. Recordemos. El concepto “revolución de colores” es medianamente novedoso en política. No es precisamente un concepto que nazca en la teoría política, sino que proviene del ámbito militar. Es un componente estratégico de las “guerras de cuarta generación” y está diseñado para implosionar procesos democráticos inconvenientes para la hegemonía gringa. Los implosiona desde adentro. Por eso acude a factores mucho más complejos que precisa, no sólo de un conocimiento detallado de la realidad política y del bloque en el poder, sino de la posibilidad de interferir en la propia gestión gubernamental para minar, desde adentro, la legitimidad que le sostiene. Por eso es conceptuada como una “revolución”, porque aparece y se desarrolla mediante una transferencia de legitimidad, que crece inversamente proporcional a la pérdida de legitimidad del gobierno y que es, en última instancia, lo que acaba ungiendo a la oposición con un aura “democrático” y hasta “revolucionario”.
Es desde adentro que se generan las condiciones para implosionar la estabilidad política, como condición del “caos constructivo” que se impone como la nueva fisonomía que adquiere un país sin más remedio que la intervención. Ahora bien, ¿cómo desde adentro se provoca una implosión?
No es precisamente la derecha (como brazo político de la oligarquía y de la hegemonía gringa), la gestora de una situación ideal para la aparición de una “revolución de colores”, sino que son las propias contradicciones gubernamentales las que nos arrinconan a una situación, ya no sólo de repliegue popular sino de transferencia de legitimidad. Es decir, si desde los inicios del “proceso de cambio”, la legitimidad se había constituido en patrimonio popular, cuando ésta es apropiada por la derecha es entonces cuando la insurrección oligárquica recupera vitalidad; porque la condición de legitimidad que se le ha transferido es lo que puede reorganizar ahora al conjunto de las oposiciones en un cuerpo unificado. Se puede decir que, en este sentido, la insurrección oligárquica ya no necesita de la oligarquía como actor visible, sino que la clase media y hasta sectores populares se convierten en el contingente de arremetida social que provoca la desestabilización necesaria para generar el caos esperado.
Esto empieza desde el gasolinazo del 2010, se agudiza con el conflicto del TIPNIS y remata con el referéndum del 21-F. Las banderas de “defensa de la Madre tierra”, el “vivir bien”, la “descolonización” y “lo indígena” estaban, paulatinamente, siendo cedidos por un gobierno que, cuanto más se alejaba del horizonte plurinacional, más legitimidad transfería a los actores que se empoderaban de modo creciente. De ese modo el gobierno y el MAS iban, poco a poco, enajenándose del espíritu que les había conferido una legitimidad novedosa en el campo político.
Lo novedoso y lo singular del proceso boliviano, que era lo que confería de sentido trascendental al nuevo Estado plurinacional que se quería constituir, era a lo que se renunciaba y dejaba a la administración gubernamental reditar un otro ciclo estatal, dentro de los márgenes de acción que la sustancia liberal del Estado colonial pudiese permitir. Esto quería decir que, la propia dirigencia gubernamental, renunciaba al sentido mismo del cambio y, de ese modo, reponía a un espíritu señorial que, inevitablemente, iría a “normalizar” la gestión estatal, una vez que lo plurinacional se condenaba a constituirse en mera retórica declarativa.
Pero, con esto, no sólo el gobierno se enajenaba de la nueva legitimidad, sino que dejaba al pueblo huérfano de la mística que había hecho posible su reconstitución en sujeto histórico y que inauguraba la posibilidad de producir un nuevo concepto de lo político y lo democrático. Por eso la oposición empezaba a apropiarse del lenguaje plurinacional de modo instrumental para vaciar definitivamente al pueblo de un discurso necesario para su reconstitución en sujeto político. O sea, no es la astucia de la derecha sino la renuncia que hacía el propio gobierno del carácter plurinacional que debía ser su nueva sustancia política, lo que promovía la articulación de la derecha en oposición “democrática” (siendo ahora lo democrático patrimonio del bloque opositor).
Este vaciamiento ideológico de la nueva apuesta histórica es lo que sirve de caldo de cultivo de la reposición señorial, promovida inconscientemente por una directriz gubernamental que, renunciando al horizonte plurinacional (y reafirmando sólo los mitos moderno-capitalistas, lo que se tradujo en la apuesta desarrollista), lo que vacía al propio pueblo del horizonte que se proponía en cuanto sujeto histórico. De ese modo, la vuelta a la “normalidad” se describe en los términos que la misma derecha esgrime: el cambio prometido nunca llegó, sino que, hasta la corrupción se apoderó del gobierno del cambio. Entonces, la transferencia de legitimidad es lo que inicia la insurrección porque, además, una vez que el pueblo se encuentra vaciado de su propia mística, entonces se enfrenta a un bando conservador esgrimiendo sus mismas banderas, dejando al pueblo en la impotencia de verse ahora bajo el estigma “antidemócrata” y “dictatorial”.
Si el pueblo, en pleno proceso constituyente, hasta el 2010, era el heraldo de la mística democrática (lo cual debía haber llevado a un nuevo concepto de lo democrático), ahora se encuentra expropiado de su propia creación y recluido a un papel secundario de mero obediente de una política gubernamental que, para colmo, ya no mostraba interés en reivindicar el horizonte indígena que le garantizó llegar al poder.
Lo que permanecía y delataba una entusiasta asimilación a la cultura política tradicional –que era lo que había que transformar–, era el puro cálculo político de la acumulación de poder. Ello otorgaba a la derecha los mejores argumentos para denunciar todas las iniciativas oficiales –incluso las mejores– como un accionar “autoritario”. Entonces, no es que la oposición descomponga el carácter popular del nuevo Estado, sino que es, desde adentro, que aquella descomposición empieza a suceder. Lo que hace la oposición es atizar la desestabilización como reflejo de aquella descomposición. Y éste es el escenario desde donde se hace posible una “revolución de colores”.
Se llama así porque es promovida con toda la fisonomía democrática que fue usurpada al pueblo; de este modo, los sectores contrarios a la nueva Constitución y a los principios de una revolución democrático-cultural, se ven en las mejores condiciones de recuperar el patrimonio estatal. Entonces se puede provocar una insurrección señorial que puede movilizar grandes contingentes de masa social para destruir un proceso democrático con banderas democráticas y, de ese modo, inviabilizar una recomposición popular.
Esto quiere decir que, una “revolución de colores”, precisa generar su legitimación desde la propia pérdida de legitimidad del gobierno; el modo de esa transferencia es lo que garantizaría el éxito de la “revolución”. Por ello los think tanks del Pentágono utilizan este concepto, aprovechando e instrumentalizando el carácter popular-democrático de una revolución para, mediante ella, reponer su hegemonía recuperando un sistema democrático útil a sus intereses.
Como el gobierno ya no es capaz de contener los valores morales que la oposición esgrime ahora como su patrimonio único, entonces nos encontramos ante una situación en la que hay “buenos” y “malos”, y los medios se encargan de canonizar esa dicotomía belicosa. Por eso, para presentarse como “revolución”, debe primero imbuirse de esa legitimidad transferida que ya no puede recuperar el gobierno.
Ahí es donde empieza la “revolución de colores”, haciendo de la derecha, en la plataforma mediática, la nueva depositaria de la legitimidad usurpada al sujeto del cambio. Lo que sale entonces a las calles, al enfrentamiento violento, bajo la rúbrica de pueblo, no es un pueblo en tanto que pueblo, porque esto significaría un sujeto histórico que apuesta por un nuevo horizonte de vida; sino que, lo que ahora se constituye en actor empoderado, es un contingente que defiende el orden hegemónico señorial, colonial, racista y liberal y, por ello mismo, hasta puede exigir una intervención imperial.
Son las propias contradicciones, al interior del bloque oficialista, las que inclinaban las expectativas sociales a una apuesta conservadora porque, además, aquellos desvaríos son acompañados por un paulatino abandono de lo que generó, en el pueblo, un nuevo horizonte de creencias. El bloque en el poder se hace conservador y aparece una elite que se constituye en sujeto sustitutivo del sujeto plurinacional.
Este sujeto sustitutivo impone su manera de “entender el proceso de cambio” y establece un culto a la personalidad como garantía de una fidelidad que sustituye al proyecto por el líder. Pero con aquel culto no hace sino vaciar de legitimidad al líder y convertir su liderazgo en una aventura personal
Por eso, lo que llamamos “llunquerío” (o zalamería), es la obediencia tributaria que ahora no sólo des-constituye al líder sino al pueblo mismo. Ya no hay relación crítica con el líder y, sin ésta, el líder ya no se relaciona con el pueblo como sujeto. Las dirigencias asumen una verticalidad análoga, porque lo sagrado de la política ha sido abandonado y, en consecuencia, todo se corrompe. Todo se resume a defender el poder logrado. Una vez diluida la mística y el espíritu –lo sagrado de la política–, del cual era depositario el pueblo como sujeto histórico, lo único que queda es el poder y el cálculo político. La revolución popular se aburguesa, entonces el bando opositor puede decir: “son como nosotros, iguales o peores”.
Una vez que se ha abandonado el horizonte del “vivir bien”, la mística y el espíritu plurinacional, lo único que queda es el culto al líder. La fidelidad ya no es a un proyecto sino a la permanencia de la figura entronizada y esto termina no sólo reduciendo al pueblo sino al mismo líder, pues esto conduce a sumirlo en un solipsismo irremediable. Es decir, por sublimarlo terminan por sacrificarlo. Se genera (lo que hemos llamado) el síndrome del rey cercado:
“El séquito (o llamado también “círculo q’ara” o “círculo blancoide”) eleva al rey a condición divina porque su presencia es lo único que garantiza la existencia del séquito (ya que sin el rey son nada). El rey se hace omnipotente, pero necesita del séquito, y el séquito necesita un rey dependiente. Por eso lo aísla y lo envuelve; de modo que todo lo hacen por él y, de ese modo, el rey ya no ve con sus ojos sino con los ojos del séquito, ya no escucha sino con los oídos de ellos; su contacto con la realidad está mediado por esa presencia que más le envuelve cuanto más lo endiosa. Pero el rey no es dios y, cuando esto se hace evidente, es cuando el rey ya no le sirve al séquito; entonces lo sacrifican y hasta lo elevan al martirio. De ese modo aparecen incólumes, haciendo del rey el chivo expiatorio que cargará con todas las culpas y todos los pecados; mientras el séquito, limpio e inmaculado, salvado por la sangre del inmolado, se dedicará, otra vez, a buscar un nuevo rey”.
El pueblo se encontró huérfano, porque siendo el sujeto, actor y creador del “proceso de cambio”, fue paulatinamente desplazado y excluido por ese sujeto sustitutivo que hemos llamado “el termidor del proceso de cambio”. Aprendamos. La única garantía de una revolución es el propio pueblo y, si esto se desconoce y se margina al pueblo del poder y se expropia su capacidad de decisión, lo único que se produce es el empoderamiento de una derecha hambrienta de recapturar el poder político.
Lo que se propusieron fue cercenar el ajayu del pueblo. Por eso el ensañamiento contra el Evo, porque en política nadie es sólo uno, sino lo que uno representa, y el Evo representaba al indio convertido en multitud, en proyecto, en horizonte de vida. Por eso quería el fascismo reeditar el descuartizamiento de Tupak Katari, para escarmentar a nuestro pueblo y que jamás ose igualarse a sus “patrones”.
Pero nuestro pueblo venció. Confluyó como poder popular, desde todos los rincones y todos los extremos, para mostrarnos lo que define a “un pueblo en tanto que pueblo”. Frente a cualquier pacto o negociación, nos enseñó que no se puede negociar la vida, menos cuando ésta es la que se encuentra seriamente amenazada por la presencia de lo más espurio de la derecha oligárquica hecho gobierno ilegítimo.
En ese sentido, la única garantía de recuperación democrática ha sido siempre la dirección popular unificada que empezó a suceder histórica y efectivamente. Por eso el interés desmedido de la derecha (y sus medios) en provocar divisiones, desencuentros y desacuerdos. Aprendamos. La lucha nunca ha sido homogénea sino analógica; no todos caminan al mismo ritmo, incluso en sus demandas, pero todos, desde las propias bases configuraron la decantación de la toma de autoconsciencia de que nos estamos jugando históricamente el destino nacional.
Si la dictadura hubiese triunfado, eso iba a significar, por lo menos, otro medio siglo de aplazamiento en el desarrollo del poder popular. Pero el pueblo recuperó la lucidez que le hizo ser sujeto del proceso constituyente, y los propios ancestros (de toda nuestra historia ausente en la miopía de los historiadores) le han devuelto, otra vez, la “unción democrática y revolucionaria”. Gracias a ellos, se frenó circunstancialmente el atrevimiento fascista-oligárquico de balcanizar Bolivia; y eso es lo que está coadyuvando al avance definitivo del poder popular como poder instituyente y constituyente.
Las elecciones abren posibilidades, como también las cierran. Son un ejercicio democrático, pero no la democracia misma. Cuando son hechas a la medida de una democracia acorde al mercado, es decir, al neoliberalismo, el voto puede ser lo más engañoso (como lo es toda encuesta manipulada). Por eso, el verdadero “kratos” de la democracia no es una elección (que es siempre contingente) sino el ejercicio constante, continuo y hasta imaginativo, del poder popular.
Una elección no se define como “democrática” por su sola realización sino por todo aquello que la hace posible. En ese sentido, sólo una verdadera “recuperación democrática”, podía haber asegurado unas elecciones creíbles y donde se podía recuperar, de nuevo, la “unción democrática” de un pueblo que fue objeto de una usurpación fascista que, no sólo pretendió arrebatarle su espíritu democrático, sino incluso cercenarle su propia capacidad histórica.
Ahora nuestro pueblo asciende históricamente, en esta hora decisiva, con toda una acumulación de siglos y puede, por ello, despertar la pesadilla oligárquica del “indio hecho multitud”, del “cerco hecho escuela política”, de “la marcha hecha escuela histórica”. La historia nuestra está volviendo sobre sí y anuncia un nuevo “cerco histórico” para mostrarnos dónde está la verdadera ignorancia, la anti-nación, el anti-patriotismo de una casta que siempre embaucó a sus subalternizados con sus propias miserias coloniales.
“Cercar” a esta casta y su “espacio vital” (el rapto que hicieron de la ciudad) significa, en la lucha popular, la abreviación de su nefasta transmisión social. Por eso lo expansivo del poder popular es su irradiación histórica de carácter trascendental. Todos los tiempos se hacen presente en el Pachakuti, porque todos los tiempos demandan reparación histórica, desde los pasados negados hasta los futuros no cumplidos o los porvenires no alcanzados. Todos demandan redimirse cuando el presente se propone constituirse en la redención de toda nuestra historia. Por eso el pueblo asciende en su unificación desde todo su pasado en cuanto acumulación histórica. Por eso despierta una sabiduría de profunda densidad que le permite interpretar el presente a la luz de todos los tiempos.
Una geopolítica del poder popular nos abre al desafío de pensar las condiciones de posibilidad de irradiación del poder estratégico. Porque poder que no es estratégico no es poder en absoluto. El imperio nos sometió a pensar de modo sola y exclusivamente local. Es hora de pensarnos de modo universal. El imperio se piensa siempre así. Por eso ahora los pueblos deben de pensarse de modo también universal, para desmontar y desplomar definitivamente al poder de dominación mundial que, por cinco siglos, ha desarrollado la lógica de la muerte, llevándonos a esta crisis civilizatoria que padecemos como el posible fin de la vida misma.
Se dice en geopolítica, que la verdadera política no es la política nacional sino la política exterior; por eso, es el modo de inserción estratégica, en el tablero global, lo que define la viabilidad de un proyecto determinado. Es el horizonte mundo, el horizonte máximo de inteligibilidad de todo proyecto político. Es hora de que los pueblos irradien todas sus potencialidades en el contexto macro, donde se define la efectivización de un nuevo desideratum global. En plena crisis civilizatoria y en una transición sin fisonomía definida, la humanidad se encuentra hambrienta de alternativas, sedienta de una nueva esperanza de vida. De eso depende la existencia nuestra, de nuestros ancestros y de toda la humanidad.
Quisiera agradecer a los integrantes del taller de la descolonización, mi comunidad de argumentación, con quienes también resistimos al golpe, desde nuestras propias trincheras y, sobre todo, volviendo a ser comunidad. Convocando pacientemente a la antigüedad sagrada más antigua y a la antigüedad antigua más sagrada, para alimentar la fe y la esperanza que querían destruir en nosotros. En nombre de ellos, un agradecimiento también a todos los héroes anónimos que, en las redes, las calles, las paredes, los petardazos, denunciamos la política de solución final que quería el fascismo imponer y diseminar desde Bolivia a la región.
¡Jawilla! ¡Jawilla”. Nina Achachila, Awicha Inal Mana, PachaMama, PachaTata, gracias, porque como pueblo hemos recibido la unción de la qamasa y la ch’ama de nuestros Abuelos y Abuelas. Esta lucha no fue sólo de nosotros sino también de ustedes. Porque nosotros somos la única razón de la existencia de Ustedes. Si el enemigo vencía, ni nuestros muertos se hubiesen salvado, porque si el pueblo perece, perece también la memoria y la historia, nuestros muertos y nuestras semillas. Pero gracias a ustedes hemos restituido el ajayu del pueblo ¡Jallalla Boliviamanta!
La Paz, Chuquiago Marka, 14-12-2020
Rafael Bautista S., autor de: “El tablero del siglo XXI.
Geopolítica des-colonial de un orden
global post-occidental”,
yo soy si Tú eres ediciones.
Dirige “el taller de la descolonización” y
“la comunidad de pensamiento amáutico”
rafaelcorso@yahoo.com
MUY interesante, pero muchos jóvenes no pisan tierra firme, aún siguen volando, con todo el respeto que se merecen.