El lunes pasado se realizó la visita ocular en el marco del juicio por los crímenes cometidos en lo que continúa siendo una comisaría de la Bonarense. Dos sobrevivientes, Alcira Camusso y Héctor Ratto, constataron haber estado allí aunque el tenebroso lugar fue modificado. Compartimos relatos, imágenes y palabras que nos llevan hacia la dictadura, pero también muestran cómo viven los presos hoy, aun cuando los llevaron a otra comisaría para evitar a la comitiva judicial.
Redacción: Fernando Tebele / María Eugenia Otero. Fotos: Natalia Bernades / La Retaguardia
El movimiento parece inusual para una mañana cualquiera frente a la Comisaría de Ramos Mejía. La gente camina bajo el sol en la avenida más céntrica de esta localidad del gran Buenos Aires que siempre habitó con incomodidad el conurbano. Cuanto más personas llegan a la puerta de la dependencia policial, más observan los y las transeúntes; aunque nadie se anima a preguntar qué sucede. Lo que está por pasar es la visita ocular en el marco del juicio por los crímenes de lesa humanidad ocurridos allí dentro durante la última dictadura. Más temprano, el presidente del TOCF Nº1 de CABA, Ricardo Basílico, se acercó muy amablemente al equipo de La Retaguardia para anunciar que no podríamos transmitir en vivo la visita “por una cuestión de seguridad, por tratarse de una comisaría actualmente”. Suena hasta lógico. Pero lo que estamos por ver desvanecerá toda chance de utilizar esa palabra. Las imágenes van a dejar en evidencia, una vez más y por si hiciera falta, que el Estado se niega a abandonar algunas de las prácticas de aquella época que hoy nos tiene allí, 45 años después. Seguridad es lo último que se podrá ver durante la recorrida.
Hace rato que llegó Ratto. Héctor muestra una tranquilidad que asombra. Dice, durante la transmisión previa que La Retaguardia realizó en la puerta de la Comisaría, que pasó muchas veces caminando por allí en estos años. Incluso recuerda que cuando lo liberaron, tuvo que ir un par de veces al “control”, esos encuentros entre víctimas y victimarios que fundamentalmente cumplían la tarea de que la persona secuestrada no pudiera pensar que ya estaba libre del todo. Cruza los brazos este trabajador de la Mercedes Benz que fue secuestrado en la planta de esa empresa en González Catán en 1977. Ya sabe que la Justicia tiene momentos de justicia, y otros de absoluta crueldad, como hace algunos meses cuando se dictó el sobreseimiento de Juan Ronaldo Tasselkraut, el gerente de la multinacional alemana al que oyó dar por teléfono la dirección de uno de los trabajadores que fueron secuestrados y permanecen desaparecidos.
No tarda mucho en llegar Alcira Camusso, quien conmovió el desarrollo de este juicio cuando reconoció mientras declaraba a uno de los tres imputados, Roberto Obdulio Godoy. Aquella mujer decidida que se atrevió incluso a hablarle durante la audiencia a su captor (“Esa mirada no me la olvido más, Godoy”), apenas si deja ver sus ojos. Más allá del calorcito de la mañana, está bien abrigada. Quizá porque recuerda perfectamente el frío que vivió.
No hay señalización alguna en la calle o dentro de la comisaría que rescate lo ocurrido durante el genocidio en ese lugar. Nada. Pero tal vez lo peor de todo será caer en la cuenta de que los espacios que se utilizaron para mantener personas secuestradas son en la actualidad los mismos que alojan a las personas detenidas. En realidad lo intuímos, porque nadie nos lo dice concretamente. No vemos presos. Alguien dirá por lo bajo que los llevaron a la Comisaría de San Justo. Se podrá corroborar el dato cuando veamos las mudas de ropa sobre las cuchetas de cemento que simulan ser camas. Después caeremos en la cuenta de que varias de las partes asistentes pensaron en un hecho histórico similar: la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 1979. Es que durante aquella visita de la CIDH se realizó una inspección a la ESMA, porque ya existían denuncias en el exterior de sobrevivientes que habían contado lo que vivieron. La dictadura no se negó a la revisión, pero tomó algunas precauciones, sobre todo una: mudar a las personas secuestradas a la Isla El Silencio del Delta del Tigre. Varias de las almas sensibles que ahora recorren la oscuridad de la Comisaría de Ramos Mejía linkearon con aquel episodio. Tal vez por descuido o directamente por impunidad, la limpieza previa no resultó muy esmerada. Huele a una mezcla de lavandina con perfume berreta para pisos, pero gobiernan la oscuridad y el desorden, cosas rotas, cables colgados de peligrosas instalaciones eléctricas y pintura descascarada. Entre pasillos donde se cabe de a una persona por vez, hay una serie de calabozos en los que tanto Ratto como Camusso recuerdan haber estado. Héctor responde solo cuando le preguntan; Alcira va soltando sus recuerdos mientras comienza a sentir el impacto. Dejó afuera la sonrisa que suele soltar cada tanto. Su rostro se endurece como si quedara entumecida por esas imágenes a las que intenta con mayor o menor fortuna ponerles palabras.
La fila que encabezan ambos junto al juez Basílico y a las juezas Gabriela López Iñiguez y Adriana Palliotti casi nunca deja espacio para dos a la par. Una escalera roñosa nos lleva hacia un piso superior que parece un depósito de bicicletas y objetos que impiden casi caminar; estamos algo mejor: en aquella época era un depósito de personas secuestradas. Lo único que parece más o menos conservado en ese espacio es una especie de cartelera junto a una puerta, con numerosas estampas de vírgenes, varias imágenes de Jesús, Ceferino Namuncurá, más santos. La comitiva se detiene en un pasillo para escuchar a Alcira: “Es aquí donde Godoy me golpeó. Me pateó en el piso. Yo estaba aterrorizada. Recuerdo que acá se escuchaban muchos gritos”, dice mientras señala una habitación más amplia que ese pasillo tenebroso. Ya en el espacio grande, regresa al cruce con Godoy: “De él me acuerdo perfectamente. Que me tira al piso, que me golpea. Me dice que va a sacarme para identificar a otras personas y que no va a preguntarme más nada porque ya sabe todo de Gabriel, de mi compañero, del Negrito”. Alcira se refiere a Gabriel Rodríguez, quien fue herido durante el operativo en el que ella fue secuestrada y murió pocas horas después. La hija de ambos, Victoria Rodríguez, también dio testimonio en el juicio. Alcira se corre el pelo de uno de sus ojos. Lo apoya detrás de la oreja, en una escena que repite de manera casi permanente. Esos ojos que hoy están libres para volver a ver el lugar en el vivió probablemente sus días más tristes. “Recuerdo el olor. Que me tiraban la comida en un taper que se abría y se desparramaba. Que hacía mis necesidades en un rincón”, detalla con pudor, pero también con la certeza de que también esa información es la que el juez y las juezas necesitan conocer.
El lugar difícil de ubicar
“Las inspecciones oculares en juicios por crímenes de lesa humanidad tienen mucha carga negativa por las situaciones que han pasado: desde el tiempo a las confusiones del cautiverio. Uno viene siempre con expectativas moderadas y celebra siempre cuando se reconoce un espacio o una baldosa”, nos había dicho Pablo Llonto, abogado querellante, antes de ingresar. Tal vez por eso Alcira también está intranquila. Hay un lugar que no consigue ubicar. Lo tiene en su cabeza. Lo dibuja con palabras. Pero no puede decir cuál de todos es. El juez Basílico intenta contenerla. Si hay que volver a pasar por algunos lugares, volveremos a pasar. No lo dice así, pero es evidente. Alcira recuerda que la celda tenía una suerte de ventanita que daba al patio, pero ninguna de las que lindan con ese espacio común que hoy está techado tiene comunicación visual. Ingresan otra vez a una de las celdas. Luego a otra. Estamos donde están los presos invisibles, se adivinan jóvenes de barrios populares; se leen, en las paredes estropeadas, sus sentimientos, los clubes de fútbol a los que siguen y los barrios a los que pertenecen. Sobre los camastros, unas frazadas contienen toda la ropa. Hay tres mudas. El baño de condiciones deplorables tiene una cortina negra improvisada; el presupuesto de la Bonaerense no debe alcanzar para una miserable puerta. También se puede ver una alacena, improvisada como todo lo demás, sobre un estante de material con una inscripción que dice Solo Dios puede juzgarnos. Yerba, algunos artículos de limpieza, una botella con sal, varias mayonesas sin refrigerar, conviven con coloridos cisnes de origami sobre el cemento sucio. Son rastros de las personas que están detenidas. Alcira sigue exprimiendo su memoria. No termina de reconocer ese lugar. Hasta que la Fiscal General María Ángeles Ramos observa un remiendo de cemento en la parte superior de una de las paredes que dan al patio. El juez Basílico no duda y se sube al camastro de cemento. Mueve varias botellitas con líquido de color amarillento. Finalmente ve en un agujero un barrote que se resiste ante el cemento y se deja ver: allí estaba la comunicación con el patio que Alcira recordaba.
El final
Mientras todos miramos a Basílico que todavía no se baja, Alcira sale. Está conmocionada. Necesita sentarse. Toma agua. Ya no tiene el barbijo. Parece que es el final, pero ella todavía tiene algo más para decir: “Creo que esto no lo dije cuando declaré. Estando acá, en esta comisaría, y sabiendo que hoy hay presos comunes, las personas que a mí me trataron con mayor humanidad en ese momento fueron los presos comunes. Ellos hicieron una vigilia durante la noche cuando mi suegra me cuenta que a mi marido lo habían matado. Yo estaba totalmente destrozada, llorando, y ellos me cantaban. A través de sus familiares me mandaban dulce de leche porque decían que estaba embarazada y que me tenía que alimentar. Le hacían juguetes a mi nena. Siempre les voy a estar muy agradecida porque tuvieron mucho que ver con que yo después eligiera la profesión que tengo que es trabajo social. Yo sé que muchas personas son víctimas de las circunstancias y que en otro ámbito y con otras posibilidades no hubieran delinquido. No me olvido nunca de Sergio. No me olvido de El Chaqueño que me cantaba chamamé porque a mí me gustaba. No sé qué habrá sido de la vida de ellos. Ojalá que hayan podido salir de todo eso”. El silencio se impone luego de ese recuerdo. Basílico pregunta si alguien tiene preguntas. Recorre una por una a las partes. Responden que no. Es hora de salir de ahí. Es posible que un rato después de nuestra salida regresen los presos comunes. Estamos dejando atrás parte de aquel contexto hostil al que hacía referencia Alcira.
“Sé que hay una posición de algunos compañeros de que un lugar que fue un centro clandestino no puede ser utilizado más. Eso, en la práctica no es tan sencillo, porque fueron más de 600. Uno quisiera que estuvieran señalizados, pero desplazarlos resulta a veces muy difícil”, nos había apuntado Llonto antes de ingresar. Ahora, al salir, solo es posible pensar en que, además de señalizar el lugar como un centro donde se violaron los derechos humanos durante la dictadura, habrá que seguir peleando para que deje de serlo en la actualidad.