María Laura Cravello dio testimonio desde Barcelona en el día 5 del Juicio Puente 12 III. Aportó una mirada sensible sobre la militancia de Ricardo Cravello y María Cristina Lonardi, que ya había abordado su hermana Alejandra. También interpeló a la Justicia por sus tiempos y desmanejos en este juicio.
Redacción: Carlos Rodríguez. Edición: Pedro Ramírez Otero.
“No hagan ruido porque va a ser peor para ustedes, porque los pueden matar”. Más que una advertencia fue una amenaza lo que el entonces jefe del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, Alberto Alfredo Valín, le hizo a Emilio Lonardi y a su familia, cuando fue a pedir por la vida de su hija, María Cristina Lonardi, y por la de su yerno, Ricardo Alfredo Cravello.
La pareja estaba secuestrada en el centro de tortura y exterminio de Puente 12, por orden del propio Valín. La información fue aportada —en el juicio Puente 12 III— por María Laura Cravello, hija de las víctimas, quien la obtuvo por el relato directo de su abuelo Emilio, fallecido en 1982.
La testigo y querellante en el juicio expresó su repudio al “cinismo de Valín, quien pudo haber salvado la vida de mis padres”, que habían sido secuestrados dos días antes de la entrevista.
María Cristina Lonardi y Ricardo Alfredo Cravello, fueron secuestrados el 8 de diciembre de 1975. Esto pasó en el marco de una serie de operativos que, en apenas 36 horas, produjeron el secuestro de 24 personas que pertenecían al PRT-ERP o que eran familiares —incluso niños— del líder de la organización Mario Roberto Santucho.
María Laura Cravello, que tenía 2 años y dos meses cuando secuestraron a sus padres, recalcó que los genocidas “ni siquiera tuvieron los huevos de decir que los habían matado”. Cuando una patota armada irrumpió en la casa donde vivía la familia, luego de ametrallar la puerta de entrada, ella estaba sola en su habitación, llorando y llamando a sus padres, sin poder comprender lo que estaba pasando.
Habló también del drama que vivieron sus cuatro hermanos, sus abuelos y otros familiares. Como se los habían llevado un 8 de diciembre, una de sus abuelas “esperó a mis padres para la Navidad” de ese año, con la mesa servida, pensando que los iban a liberar. “Cuatro Navidades los esperó y después nunca más celebró la Navidad”, contó.
En el cierre de su exposición, María Laura, que vive en España, pidió justicia por sus padres y por los 30 mil desaparecidos. Y subrayó: “La justicia es un derecho, no una limosna”. Por eso pidió celeridad en el juicio, donde se denuncian crímenes de lesa humanidad cometidos contra 185 personas.
María Laura Cravello es hija de Ricardo Alfredo Cravello y María Cristina Lonardi, Nenina. Tiene cuatro hermanos, dos de ellos, Paula y Enrique, hijos de Ricardo y Nenina; y Alejandra y Valeria, hijas del primer matrimonio de su padre.
La testigo y querellante recordó que sus padres eran estudiantes de arquitectura y se conocieron en 1970, luego de la separación de Ricardo de su primera mujer. Dijo que, antes de conocerse, sus padres tenían “una vida muy diferente, porque mi papá había empezado a militar desde muy joven, en el Partido Comunista y en otras agrupaciones de izquierda, mientras que mi mamá comenzó su militancia en 1969”.
Dijo que habían conformado “una hermosa familia ensamblada” con sus padres y sus cuatro hermanos. Aclaró que no sabe exactamente cuando sus padres comenzaron a militar en el PRT, pero cree que fue en 1972, pero eso no impidió que tuvieran “una vida normal”. Su mamá era hija de Emilio Lonardi y Nélida Ana Ibarra. El papá de su madre era civil, hermano del general Eduardo Lonardi, “el golpista que derrocó a Juan Domingo Perón” en 1955.
María Laura definió a su madre como una persona solidaria que de joven solía ir a Brasil, al carnaval de Río de Janeiro, y se alojaba en la casa de familiares que vivían en esa ciudad. “Si mi mamá encontraba gente durmiendo en la calle, la llevaba a dormir” a la casa de sus familiares.
Sus padres vivieron primero en la calle Gascón, en la Ciudad de Buenos Aires, y en octubre de 1975 se mudaron a la casa de la calle España 3266, en Olivos, en octubre de 1975. Allí fueron secuestrados. “Necesitábamos una casa más grande, porque éramos cinco chicos los fines de semana”, dijo. También querían “un lugar seguro” y creyeron que allí lo encontrarían.
El 8 de diciembre de 1975, su abuela materna y su tía Mercedes fueron de visita para buscar a su hermana Paula “que se quería ir con ellas”. En horas de la mañana entró en la vivienda “una patota policial, les piden los documentos y preguntaron por una mujer a la que llamaban ‘la Negra’, según contaron después mi abuela y mi tía”. Su abuela, que solía tomar sol en verano, le dijo en broma a los policías que “ella era La Negra”. Los policías se fueron luego de identificar a las personas que estaban presentes.
La patota volvió por la noche y María Laura, que en ese momento tenía 2 años y dos meses, contó lo que recuerda del operativo: “Yo estaba en mi habitación, porque me habían acostado, y empiezo a sentir ruidos”. Dijo no recordar si estaba dormida y se despertó, pero su reacción fue “empezar a llamar a mi mamá y a mi papá”. Ella se puso a llorar “pero nadie me vino a buscar”. Comenzó a llamar a su hermana Paula, que era la mayor, pero se había ido con su abuela y su tía. Ante esa situación, sin poder contener el llanto, se levantó de la cama e intentó abrir la puerta de la pieza, “pero no llegué a abrir el picaporte”.
Era tal su miedo, que hasta la asustó la presencia del peluche que tenía en su cama. Decidió tirar al piso la almohada y se acostó sobre ella. En algún momento se durmió y al despertar, lo que recuerda es que estaba “en brazos de una persona, en la calle, y que nos estaban entregando a otras personas, a mí y a mi hermano Richard”, como le decían para diferenciarlo de Ricardo, su padre.
Muchos años después supo que la persona que la entregó a unos vecinos, era un hombre que llevaba un arma colgada en el hombro. A la mañana siguiente los fueron a buscar sus abuelos.
Ella se fue a vivir con su abuela Rosita “la mamá de papá” y sus hermanos Paula y Richard con sus abuelos maternos Emilio y Chichí. Un año después, los tres volvieron a vivir juntos y siguieron viéndose con sus otras dos hermanas, Alejandra y Valeria. Relató que una vez, paseando con su abuela paterna por el barrio de Flores, vio una casa que se parecía mucho a la de Olivos. “Me agarré del portón y le decía a mi abuela: ‘mi papá y mi triciclo’, que yo recuerdo que tenía la forma de un avión”, rememoró.
En los primeros tiempos sus abuelos maternos les dijeron, a ella, a Paula y a Richard, que sus padres “se habían ido a trabajar a Brasil”. María Laura dijo que ella sabía “que no era verdad y eso provocó un problema con mis abuelos maternos, porque lo sentía como una mentira”.
Cuando ella tenía “cuatro o cinco años”, su abuela Chichí la sentó, junto con Paula y Richard, para decirles que “en el país estaban pasando cosas muy difíciles, que mamá y papá no estaban de viaje, que se los habían llevado, que no sabían quiénes ni por qué, y tampoco nos podían prometer cuándo iban a volver”. La abuela les pidió que, cuando crecieran, “no sintiéramos rencor y que supiéramos perdonar”.
María Laura ni siquiera sabía qué significaba la palabra “rencor” y tampoco terminaba de entender lo que había pasado, porque su abuela “nos dijo que podían estar presos, que los podían haber matado, que podían estar en el exterior”.
Allí comenzó una larga espera y muchos interrogantes sobre cómo sería el reencuentro con sus padres, si eso ocurría. Cuando su abuela los iba a buscar a la escuela, ella esperaba una sorpresa, que viniera con sus padres, pero “nunca vino con ellos”. En este punto, se le quebró la voz por el recuerdo del sueño que nunca fue realidad.
Con las manos secándose las lágrimas, dijo que su abuela tocaba la guitarra, les cantaba, pero luego se encerraba en su habitación y la escuchaba llorar. Cuando llegó la democracia su abuela se quedó sola al cuidado de sus tres nietos, porque su abuelo falleció en 1982.
Chichí estaba contenta por el fin de la dictadura y los llevaba a los actos del futuro presidente Raúl Alfonsín. Se dio cuenta años después de que su alegría era “porque creía que le iban a devolver a su hija y a su yerno”. La desilusión de su abuela llegó luego de dar su testimonio a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Cuando regresó a su casa, en City Bell, se sentó en un sillón y contó: “Me dijeron, señora no busque más, no hay nada más que hacer”.
María Laura comprendió entonces que sus padres “no iban a volver, que no estaban locos en un hospicio, ni presos, ni en el exterior, ni nada”. Con el tiempo, en la adolescencia, volvieron a retomar el vínculo con sus hermanas Alejandra y Valeria. De chicos se veían menos porque unos vivían en City Bell y los otros en la Ciudad de Buenos Aires.
Alejandra y Valeria le contaron que sus padres eran militantes del PRT y que por eso los habían secuestrado. Ella pudo reconstruir la historia, junto con sus hermanas, con una amiga de sus padres y con Rosita, su abuela paterna, que guardaba los documentos de todas las búsquedas que había hecho desde el primer día. María Laura nunca decía que era hija de desaparecidos, hasta que rompió el silencio cuando iba a la universidad. En una fiesta, escuchó que alguien dijo que a los desaparecidos “habría que haberlos fusilado” y ella no se pudo aguantar: “Dije que era hija de desaparecidos, pegué cinco gritos y me fui de la fiesta”.
Desde ese momento intensificó la búsqueda de la verdad, de lo que había sucedido con sus padres. “Desde la adolescencia tenía pesadillas, soñaba que entraban por la ventana y que nos mataban a todos, no podía dormir hasta que se hacía de día”, recordó.
Con Paula y Alejandra fueron a la casa de la calle España 3266, donde se produjo el secuestro de sus padres. Sentada en una silla, en la cocina de la casa, tuvo un vívido recuerdo de su padre diciéndole: “María Laura, come”. El era “la única persona que me decía María Laura, porque todos me dicen Malala”.
Otro impacto emocional fue volver a la habitación en la que estuvo encerrada cuando secuestraron a sus padres. Ese día se comunicaron por teléfono con el dueño de la casa que sus padres habían alquilado, quien les contó que ese 8 de diciembre de 1975 la vivienda “había sido ametrallada”.
Se encontraron también con la vecina con la que pasaron la noche, ella y su hermano Richard, luego de que la patota se llevara a sus padres. Otros detalles los supo por su abuelo Emilio, quien también fue secuestrado junto con sus padres y llevado a Puente 12. “Mi abuelo dijo que a mi mamá la estaban interrogando cerca de donde estaba él y que ella citó (ante los represores) la Convención de Ginebra”, en lo relativo al tratamiento de los detenidos. “Que haya apelado a la Convención de Ginebra me hace pensar que el interrogatorio no era tan pacífico”, dijo.
Ante una pregunta del abogado Pablo Llonto, contó que su tía Mercedes durante años “tuvo mucho miedo, porque sabía de la militancia de mis padres y ella pensaba que algún día la iban a venir a buscar a ella”. Mercedes había estado en la casa de la calle España, por la mañana, cuando se realizó el primer allanamiento. Tal era su miedo que “cuando se casó con un marino mercante, él la llevaba siempre en sus viajes porque tenía miedo de quedarse sola”. A su tía “el Terrorismo de Estado la arrasó de tal manera, que no puede hablar” sobre lo que sabe de sus padres. “Ella siente mucha culpa por no poder sentarse ante el Tribunal y cada vez que va a la salida de una estación de subte donde solía encontrarse con mi mamá, dice que siempre la ve salir…”, declaró.
Su tía y su abuelo, en los operativos de la mañana y en el de la noche, vieron como jefe de la patota a “un hombre rubio, alto, y carilindo”. En el juicio, son varias las sobrevivientes que recuerdan haber visto en las sesiones de tortura a un hombre con esas características. Su abuela llegó a decir que “era como (Alfredo) Astiz”, el represor de la ESMA, “pero alto”.
Un dato que les permitió confirmar que su madre estuvo en Puente 12, es que el día del secuestro tenía puesto “un pantalón azul, hippie, con rayas de colores”. Algunas personas que estuvieron secuestradas en el centro clandestino le dijeron a su abuelo materno que su papá y su mamá “estuvieron la primera semana juntos” en ese lugar y que “mi mamá tenía puesto un pantalón de colores”.
María Laura confirmó que su abuelo Emilio, luego de intentar una entrevista con Jorge Rafael Videla, fue al edificio de Viamonte y Callao, sede del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército. Allí se entrevistó con Alberto Alfredo Valín Molina, jefe del 601 entre diciembre de 1974 e igual mes de 1977.
En esa entrevista, apenas dos días después del secuestro de sus padres, Valín le advirtió a su abuelo: “No hagan ruido (por las desapariciones) porque va a ser peor para ustedes porque los pueden matar”. Además, Valín le dijo: “Cuando los suelten (algo que nunca ocurrió) si hacen mucho alboroto, a ustedes los pueden matar sus propios compañeros de militancia”. También dijo que “a veces los soltaban y se iban al exterior”.
La testigo y querellante puntualizó: “Qué cinismo el de Valín, porque él podía haber salvado la vida de dos personas”. El 601 fue el que planificó y ejecutó, a través del agente de inteligencia Carlos Antonio Españadero, los 24 secuestros que se realizaron entre el 7 y el 9 de diciembre de 1975, incluyendo el de sus padres.
Su abuelo se entrevistó también con José Alberto Deheza, por entonces ministro de Justicia del gobierno de María Estela Martínez de Perón. Al declarar en 1985 en el juicio a las Juntas Militares, Deheza dijo que “había intentado, pero no pudo hacer nada por la arquitecta Lonardi”, de la que era primo.
El abuelo materno de María Laura hizo muchas gestiones, hasta que “murió en 1982 buscando a mis papás”.
Dijo que su abuela paterna “también los buscó por todos lados, ella era la persona más buena y más triste que conocí”. Su abuela escribió “cartas desgarradoras” dirigidas a despachos oficiales, juzgados, miembros de la Iglesia, organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales. En una de sus tantas búsquedas, conoció a Azucena Villaflor, la primera presidenta de la Madres de Plaza de Mayo.
“Como los habían secuestrado un 8 de diciembre, los esperó el 24 con la mesa servida porque creía que los iban a liberar en Navidad. Los esperó la segunda, la tercera, la cuarta, y después nunca más celebró la Navidad”, contó.
En 1977, cuando su padre seguía desaparecido, “lo fueron a buscar a casa de mi abuela porque estaba acusado de cometer una estafa contra la Prefectura Naval por la venta de unos astilleros”. El hecho había ocurrido en abril de 1977, cuando se tiene certeza de que Ricardo Cravello fue asesinado en diciembre de 1975. Alguien usó su nombre para cometer la estafa. “Mi abuela tuvo que ir una y otra vez a declarar a un juzgado para decir que su hijo no podía haber hecho esa estafa”, recordó.
María Laura contó cómo, a través de una larga búsqueda, pudieron saber que sus padres estuvieron secuestrados en Puente 12 y no en Campo de Mayo, como creían al principio. Ratificó todo lo relatado antes en el juicio por su hermana Alejandra Cravello.
Ella tomó conocimiento de que sus padres estuvieron “quince días en Puente 12” y estimó que después “los tiraron en un basurero, como a Sebastián Llorens y Diana Triay”, cuyos restos fueron encontrados sepultados a orillas del río Matanza.
Recalcó que los genocidas “ni siquiera tuvieron los huevos de decir que los habían matado”. Conmovida, señaló que hoy tiene 49 años y su mamá tenía 28. “De algún modo, miro hacia atrás y la veo como una hija, tengo esa sensación de poder defenderla”, dijo.
Después relató cómo se fueron vinculando con los hijos de las otras víctimas de los secuestros de diciembre de 1975 y dijo que le parece “incomprensible” que sólo estén imputados en este juicio algunos guardias de Puente 12, y dos miembros del 601, Enrique José Del Pino y Walter Roque Minod, cuando se sabe que “fue ese Batallón de Inteligencia el que organizó los 24 secuestros, ejecutados por Españadero; eso indica que tuvo que haber toda una infraestructura por detrás” que no está en el juicio.
María Laura citó luego la confesión del capitán Héctor Vergez, el represor que escribió el libro “Yo fui Vargas”, que fue el nombre de cobertura que el genocida usó durante la dictadura militar.
La querellante citó lo que Vergez cuenta en la página 222 de su libro, en la que detalla la “infiltración” al PRT-ERP perpetrada por el agente de inteligencia Jesus Ranier. En el texto su autor señala que “como consecuencia de ello “le infligieron al ERP más de 120 bajas”. Luego recordó que “bajas”, el eufemismo utilizado por Vergez, significan “secuestros y desapariciones”. Vergez también relata que participó en Córdoba de uno de los operativos del 601.
Subrayó luego que sus padres “no solamente fueron secuestrados y privados ilegalmente de su libertad” sino que “fueron arrancados de su casa, torturados, vejados, asesinados, ocultados sus restos”. Para su familia “el crimen contra ellos se sigue cometiendo porque siguen desaparecidos, seguimos sin saber qué pasó con ellos y son miles las familias que pasaron por lo mismo”.
En lo personal, dijo que no sólo quedó huérfana sino que no tuvo “la posibilidad de tener una vida con mis padres, mis hermanos y yo vivimos en la angustia, en la incertidumbre, yo esperé a mis padres toda la infancia”, desde sus 2 años y dos meses.
Sostuvo que además de hacer justicia “el Estado tiene que poner todos los recursos necesarios para que podamos encontrar los huesos de nuestros familiares”.
Afirmó que no va a perdonar a los responsables porque “en todos estos años no han hecho nada para reparar el daño de la desaparición forzada” y no los perdona “ni por lo que le hicieron a mis padres, ni por lo que le hicieron a los 30 mil” desaparecidos.
Las últimas palabras fueron para los integrantes del Tribunal: “Tengan en cuenta que la Justicia es un derecho, no una limosna, y que necesitamos saber cuándo es la próxima audiencia, porque ya vivimos muchos años de espera, de angustia e incertidumbre”.