Existe un fenómeno en los andes que condena a toda forma de vida a presenciar repetidamente la destrucción de sus sanos progresos, ya sea un nido en un árbol o un hormiguero: hablamos del Huayco.
Aquellas torrentosas aguas que bajan de las partes altas de los andes en búsqueda de abrazarse con el mar, traen involuntariamente dolor en nuestros corazones y expone la eterna indiferencia del nuevo “jesús” moderno denominado “estado”
Omnipotente e incuestionable, expulsa a los márgenes a los herejes e impone un “progreso” para sus “ciudadanos” ideado por su amiguísimo “el capitalismo”, quien viene amasando un plan de destrucción de nuestra especie desde hace buen tiempo gracias al extractivismo y la esclavitud moderna.
Condenados como Sísifo, vemos con rabia la destrucción de nuestras precarias viviendas (fortines de supervivencia) y en esta coyuntura se hace visible la problemática del esclavismo de las otras especies de animales… presenciando el mismo destino fatal de aquellas y de las nuestras aprendemos dolorosamente que el huayco destruye aquellas fronteras ficticias que el humano ha ido formando por siglos de especismo.
Y en el atardecer, con lágrimas en los ojos, rememoramos episodios que nuevamente presenciaremos en el futuro… y que, gracias a la alienación, la explotación de la patronal y el espíritu de servidumbre nos inmoviliza y apacigua…
Para finalizar, ofrecemos al lector un testimonio que sirva pedagógicamente para visibilizar lo antiguo del problema. Ojalá que nuestro humilde aporte ayude a reflexionar sobre el matrimonio(capitalismo-estado) que históricamente no le ha interesado las consecuencia de tal fenómeno natural, a menos que obstruya sus intereses, y caso contrario ha criminalizado a las mayorías con una postura abiertamente racista para desviar los cuestionamiento a su status quo.
ADRIANA, MANUEL Y EL AYHUANCO. (Cañete – 1890?)
«Estábamos ya decididos a partir y tomar el próximo vapor, cuando una nueva calamidad nos vino a sorprender: ¡un ayhuanco!… anunciaron espantadas las gentes. Así llaman en esa región a unos torrentes de agua formados por los deshielos en la sierra, que vienen en esa época del año a precipitarse al mar. Tan peligroso como inevitables, son el terror de los habitantes de los valles de la costa.
Sin suponer siquiera que el peligro nos amenazaba a nosotros mismos, fuimos a ver lo que ocurría. Al lado derecho de la casa ya se había formado una profunda zanja, de unos diez metros de ancho y con una agua barrosa que como un torrente, arrastraba a cuanto encontraba a su paso: piedras enormes, árboles desarraigados, animales vivos aun, luchando inútilmente para salvarse. Todo se lo llevaba el agua en vertiginosa carrera con un ruido ensordecedor.
Vimos entonces que el agua aumentaba golpeando la pared de atrás de la casa, que por ser de adobe no resistiría mucho tiempo y quedaríamos presos como en una isla. Las aguas se habían dividido formando una zanja al otro lado de la casa; sólo por estar en terreno elevado no había sido aún arrastrada. Ya el agua había invadido la parte baja en que estaba la máquina para moler yuca, subiendo al lado de las paredes en terrible amenaza.
Siete personas estábamos allí en peligro: Don Mariano Ramos, Joaquín, Don Manuel Salazar, contador de la hacienda, la cocinera, la mujer de unos cincuenta años, un muchacho, Manuel y yo. Los demás empleados y entre ellos los ahijados Eleuterio Huapaya, Rosa Mercedes y sus dos hijos habían huido prudentemente y en buena hora con sus cosas, sin siquiera avisarnos.
Impresionados ante tanta amenaza, indecisos sin saber qué hacer, sólo en los ojos se leía lo grave de la situación, pues todos callaban. Entonces ante la probable perspectiva de ser arrastrados todos por el torrente, Joaquín con mucha cautela, le entregó a Manuel un revólver: -“Toma tío, le oí decir, para que mates a Adriana, antes” de que muera ahogada en ese fango”. Al oírlo me interpuse entre los dos, pidiéndoles que “no anticiparan los acontecimientos…”
Entonces Joaquín se le ocurrió una nueva idea de salvación, trayendo el único caballo que había, propuso amarrarme encima y después lanzar al animal a que atravesara el torrente. De nuevo me opuse enérgicamente a la tentativa y Manuel subiéndose al caballo quiso ver si era posible pasar. Yo, colgándome de él, con jalones, arañazos, gritos y ruegos logré bajarlo, suplicándole no se expusiera.
Como el agua seguía subiendo y empezaba a invadirnos, decidimos subirnos al techo como último refugio: don Manuel Salazar salvó los libros de cuentas de la haciendo, la cocinera sus ollas de comida, nosotros nuestro baúl y así cada cual lo que más estimaba.
Como complemento de tanta calamidad una copiosa lluvia nos vino a empapar. Por supuesto nadie había querido comer y la pobre cocinera con pena contemplaba sus ollas llenas, que en vano había logrado salvar.
A más de un metro de altura alcanzaba ya el agua en las habitaciones, todo anegado e invadido: los pobres chanchos logrando salir de sus chuiqueros, nadaban y gritaban pidiendo auxilio que nadie podía darles. Casi todos los muebles estaban sumergidos, sólo las sillas sobrenadaban, pareciendo bailar entre ellas un nuevo paso minué al compás de una música ensordecedora.
Al amanecer empezando a aclarar, pudimos distinguir el cuadro de ruina que nos rodeaba pues el agua había invadido todo. Sin embargo vimos también que había disminuido durante el resto de la noche y pudimos bajar. Con gran dificultad, andando en el fango, logramos ir hasta la zanja y constatar que ya sería posible atravesarla, formando un puente con tablas. Mucha gente estaba reunida en el otro lado, para venirnos a socorrer y con su ayuda, logramos por fin salir del atolladero.
Un hacendado vecino, don Pedro Beltrán, había venido con su coche a sacarnos y nos llevó hasta “Casa Grande”, de los Swayne, la hacienda más cercana, donde nos atendieron dándonos de almorzar, felicitándonos del terrible escape que habíamos dado. Emprendimos por fin viaje a Cerro Azul.
Cuando llegamos, el vapor estaba fondeado, pero ninguna lancha quería llevarnos a bordo por la braveza del mar.
Accediendo a mi ruego, Manuel le pidió al agente de la compañia don Luciano Pela, que nos dejara partir y aceptando, él mismo subió también en la lancha. Fué terrible el viajecito: Cada inmensa ola parecía querernos tragar; la lancha tan pronto en la punta de ellas, como hundiéndose en el fondo del mar, volvía a surgir como por milagro, para volver a desaparecer. Yo sentada al frente de Manuel, agarrándole las manos, sólo quería verlo a él, mirándolo fijamente, buscando valor en su mirada serena y cariñosa; hasta lástima adivinaba también en sus ojos, al sentirme sufrir tanto, en esas últimas horas.
Por fin llegamos al vapor y con la ayuda del famoso barril, nos volvieron a izar. A bordo parece que se admiraban todos de que se hubiese embarcado una señora, con tan mal tiempo; ya se vé que ignoraban mi estado de ánimo, para huir de ese infierno llamado «Ayhuanco».» [Verneuil, Adriana. (1947). Mi Manuel. pp: 172-175]
por palvus
Fuente:
https://periodicolibertaria.wordpress.com/2021/12/23/de-huaycos/
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