Hace un año asistíamos a un hecho inédito en 40 años de democracia: el intento de magnicidio contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Ese 1 de septiembre mostró que “la Argentina no es inmune a un movimiento global de extrema derecha que puede recurrir a la violencia y que utiliza los mecanismos institucionales contra la convivencia democrática y el bien común”, plantean desde el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).
Compartimos la declaración del CELS:
Hace un año, la violencia política pasó del discurso a la acción
El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner expresó una violencia política que circulaba en ámbitos sociales y políticos. El ataque de Sabag Montiel sacudió la idea de que los consensos democráticos nos protegían de ese tipo de acciones y que la Argentina era inmune a un movimiento global de extrema derecha que desde la política avanzaba contra la convivencia democrática.
Hace un año asistíamos a un hecho inédito en 40 años de democracia: el intento de magnicidio contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. El atentado puso de manifiesto una violencia política que se cocinaba en distintas esferas: en redes sociales, en medios de comunicación, a través de referentes partidarios. Una violencia presentida que, aún así, nos tomó por sorpresa cuando desbordó las pantallas y pasó a la acción. Los gatillazos de Fernando Sabag Montiel sacudieron de golpe nuestra idea de que existían acuerdos democráticos que impedían este tipo de violencias y que de ser traspasados generarían un rechazo determinante del sistema político y de gran parte de la sociedad. Ese 1 de septiembre mostró también que la Argentina no es inmune a un movimiento global de extrema derecha que puede recurrir a la violencia y que utiliza los mecanismos institucionales contra la convivencia democrática y el bien común.
El atentado fue el punto extremo de esta violencia, pero se ubica en una serie de ataques y hostigamientos online y offline a activistas progresistas, del campo nacional y popular, a organismos de derechos humanos, a feministas, a referentes políticas, sociales y sindicales por parte de grupos alineados con la extrema derecha local. El debate público se volvió un escenario adverso a la pluralidad y la convivencia y, con frecuencia, vemos crecer el menosprecio por la democracia, sus logros y su horizonte de igualdad.
En el año que transcurrió desde aquel episodio se repitieron ataques a locales partidarios y a organismos de derechos humanos, la vandalización de sitios de memoria por los crímenes de la dictadura, el negacionismo, la denigración, y la misoginia y el racismo continuaron. El sistema político no ha sido lo suficientemente enfático en poner límites a esos ataques, por impotencia o menosprecio del fenómeno. Tenemos que convertir el Nunca Más que conquistamos en una movilización amplia, plural, igualitaria, un pacto renovado que insista más que nunca en democracia.
Que a un año del atentado contra la vicepresidenta no haya claridad sobre quiénes lo alentaron y que el Poder Judicial no sea eficaz en dar respuestas a la sociedad sobre un intento de magnicidio envía una señal sobre la falta de consecuencias de la violencia política. Esto es peligroso para la vida democrática.
Los grupos políticos que apoyaron acciones violentas en el espacio público y construyeron su identidad a partir de una escalada bélica de la política se han transformado en una opción electoral, como la fórmula Milei-Villarruel. Discursos que proponen exterminar a otras fuerzas políticas y que justifican la violencia estatal como respuesta a la disidencia son parte fundamental de la campaña en curso. Detener su avance y el daño del que se ha demostrado que son capaces es la tarea que tenemos por delante.