Ushuaia es para la Argentina el extremo, la radicalización, el final de la tierra continental; sus condiciones geográficas dejan lugar para la belleza, el desamparo, la aventura, lo álgido, el fin del mundo. Eso es lo que se buscó al instalar la cárcel de Ushuaia en semejantes parajes más allá del desierto árido y glaciar, y más acá del estrecho que ningún navegante salvo el buque Beagle se animó a surcarlo hasta 1830. El nombre de una embarcación que descubrió ese canal recto de varios kilómetros salpicado de espectrales islas y atolones. En el segundo viaje del Beagle, bajo el mando del capitán Fitz Roy, viajaba a bordo el naturalista Charles Darwin, quien tuvo su primera vista en 1833, y escribió en su cuaderno: “Muchos glaciares azul berilo, el más bello contraste con la nieve”. Un océano que se comunica con el otro, bisectrices de eternas disputas históricas por su trazado con Chile hasta la mediación papal en la década del ‘80.
La cárcel tiene tantos sinónimos para cincelar el espíritu humano: calabozo, celda, chirona, jaula, brete, reclusión, correccional, galera, gayola, mazmorra, penal, penitenciaría, presidio, talego, trena, trullo pero sólo uno en la historia carcelaria argentina: la cárcel de Ushuaia. La marcación de algo más allá de la reclusión, perder la condición de ser humano, quizás analogable a la cárcel de Siberia o las ergástulas romanas, prisiones donde no eran encerrados humanos sino despojos, esclavos, vaciados de todo derecho, desgraciados de todo fin, sin siquiera el objetivo de castigarlos sino mucho más que eso: corregir sus vidas en el límite mismo de perderlas.
Esa cárcel que también se erigió como acto de soberanía, en el límite de la geografía, hizo crecer a Ushuaia, y 90 años después, el 1 de junio de 1991, surgió la provincia más joven, la Provincia de Tierra del Fuego y le agregaron e “Islas del Atlántico Sur y Antártida”, una delimitación geopolítica con una enorme responsabilidad, el conflicto eterno en su historia y la única provincia bicontinental.
Esa cárcel fue el principal inversor, empleador y prestador de servicios básicos de la aldea, formada entonces por 20 casas y unas pocas dependencias públicas. Proveyó de energía a las lámparas del alumbrado público y al telégrafo y sirvió de taller de reparaciones, enfermería y panadería. La piedra inaugural de la impiadosa Cárcel del Fin del Mundo se colocó en 1902, con un doble propósito: confinar allí a los condenados por los delitos más graves (y opositores políticos) y poblar Ushuaia para “asegurar la soberanía”. Y fueron los mismos detenidos los que levantaron con sus manos varios edificios públicos. En 1947 cerró sus puertas por iniciativa de Perón, pero aun así siguió utilizándose como cárcel para opositores: en el golpe del 55 se condujo a peronistas a ese presidio. El plan Conintes sumó unas 3500 detenciones; al menos 111 condenados en cárceles de todo el país. Entre ellas, aunque parezca fábula, se encontraba la cárcel del fin del mundo.
Imaginada por Roca, a finales del siglo XIX, era diferente a cualquier cárcel pues ni siquiera necesitaba muro perimetral. Se cuenta que algunos reos se escapaban hasta como juego y esperaban ser reapresados rápidamente antes del congelamiento. La desolación y el frío se multiplicaban al infinito en celdas de concreto de un metro y medio por un metro y medio, setenta y seis celdas unipersonales. Esos hombres con trajes a rayas no se encontraban apresados sino metamorfoseados en ese clima que calaba hasta los huesos, ese invierno que nunca terminaba de irse; trabajar era tan necesario para no volverse loco entre esos vientos australes inhóspitos y desolados.
A esa cárcel “siberiana” fue el lugar predilecto adonde “mandaron” a los anarquistas, rusos, judíos de principio de siglo; a esos que no fueron asesinados en tantos episodios sangrientos de la historia argentina. Para nombrar algunos, Simón Radowitzky, quién en Callao y Quintana le tiró una bomba casera al carruaje en el que viajaba Ramón Falcón y su secretario: fue apresado y mandado luego a esa cárcel tan lejana como el punto más extremo. Luego del primer golpe de Estado, muchos radicales fueron perseguidos, apresados y mandados a esa cárcel, uno de ellos, Ricardo Rojas, escribió hacia 1934: “Toda Ushuaia es de por sí una cárcel natural. Más allá, en efecto, no hay sino enemigos y mares helados”.
No sólo estuvieron apresadas personas confinadas por motivos políticos sino también delincuentes peligrosos. Uno de ellos es bien famoso y tiene hoy día, en el museo, una celda a su nombre, con su cara, con su lazo con el que ahorcó chicos a comienzos de siglo XX: el Petiso Orejudo, considerado uno de los primeros asesinos seriales de la Argentina.
Ese apresamiento radical era seguido por la mirada de la ciencia (hoy considerada seudociencia) que relacionaba al aspecto exterior, las zonas de la cabeza, sus protuberancias y asimetrías con el destino de las acechanzas del mal. Era el cerebro y su mala conformación la que anticipaba el desarrollo mórbido, la degeneración de la conducta. La “ciencia” tomaba medidas y actuaba con cortes, circuncisiones, ablaciones de esas partes del no retorno.
Lombroso aplica el discurso positivista al reconocimiento y caracterización del delincuente. Estudiaba los cráneos y sus protuberancias, que consideraba como causa de la delincuencia, de la criminalidad innata. “El criminal nace criminal”, decía y entonces intentaba demostrar la diferencia con el sujeto “normal”. Y en Ushuaia tuvo ecos, en esa tierra desaforada más allá de lo inimaginable, en ese páramo: el Petiso Orejudo fue sujeto de investigación. En 1927, los médicos del penal creían que en las orejas radicaba su maldad, por lo que le practicaron una “cirugía” para achicárselas.
Los incorregibles morfológicos, ya sean opositores políticos o asesinos seriales, van para Ushuaia, y a sus teorías científicas a pesar de lo “descabellado” son bien aceptadas por el ala derecha porque conllevan la idea de lo innato, justifican ajustar las condenas a la existencia de esos mismos factores e implican la “defensa social”, entendida como neutralización del peligro para la sociedad representada por esos individuos que no pueden “dominar” sus tendencias criminales. A esa posición innatista no le causa ningún problema el tema de edad, de la inimputabilidad del sujeto: tenga la edad que tenga, en el tiempo apropiado matará, delinquirá. Entonces se deriva lógicamente de sus postulados que todos y todas los criminales son imputables y cuanto menor de edad sea, mejor: mayor es la responsabilidad social de su encierro. Igual que en los debates actuales, en 2024, acerca de la baja en la edad de la imputabilidad del gobierno de Milei, no importa la edad, esa persona no tendrá futuro y cuanto antes se cercene su vida, se encarcele, se estigmatice, mejor.
La derecha cree en lo innato, un pobre siempre será pobre, un delincuente siempre será delincuente, un subversivo siempre será subversivo. Al pobre no tiene sentido ayudarlo, al delincuente hay que mandarlo a la cárcel lo antes posible, al subversivo hay que apropiarse de sus hijos.
Se trata de la “historia ambiental”, allí donde el ser humano y el ambiente tienen una relación de erosión mutua, una manera de invisibilizar los actos políticos que ellos mismos llevaron a cabo para que las cuestiones fueran así.
Para una parte de la población, la baja de la edad de imputabilidad no tiene nada que ver con el empobrecimiento de la mayor parte de la población, así la derecha gobernante volverá a construir cárceles siberianas, un lugar para mandar a todo los que no coincida finalmente con su manera de pensar.
La cárcel de Ushuaia fue una cárcel pensada por la derecha de fines del siglo XIX. Mientras encarcelaba, hacía patria. Las derechas del siglo XXI, las de Macri y Milei, mientras que encarcelan, empobrecen. Y lo peor, son vendepatrias.
Martín Smud es psicoanalista y escritor.
Fuente: https://rebelion.org/pobreza-y-carcel-un-proyecto-de-pais-de-las-derechas-argentinas/