|
El
papel del Estado
La
cuestión del Estado ha sido siempre fundamental para los marxistas, siendo
tema central de algunos de los textos más importantes del marxismo, como
El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado de Federico Engels y El 18 Brumario de Luis Bonaparte
de Marx. Pero sin duda alguna, la obra que mejor explica la esencia de la
teoría marxista del Estado es El
Estado y la revolución de Lenin, uno de los escritos más importantes
del siglo XX.
Curiosamente,
la cuestión del Estado, pese a su enorme importancia, es algo que
normalmente no ocupa la atención de los obreros, incluso de los más
avanzados. Este hecho no es ninguna casualidad. El Estado no tendría
ninguna utilidad para la clase dominante si la gente no creyese que se
trata de algo inocuo, imparcial, por encima de los intereses de las clases
o personas, o algo que simplemente “está ahí”. Por lo tanto, no les
interesa en absoluto atraer la atención de las masas a lo que realmente
representa esta institución. Cualquier discusión seria sobre la misma es
considerado algo fuera de lugar, inaceptable, como pegar gritos dentro de
una iglesia. La constitución, la monarquía, el ejército, la “Justicia”...
son prácticamente tabú en la política del actual sistema que se
autodenomina “democracia”. Al fin y al cabo, el Estado “es de todos”, ¿no
es así?
El
marxismo nos enseña que el Estado, es decir todo Estado, es un instrumento
para la opresión de una clase por otra. Por lo tanto, el Estado no puede
ser neutral. Ya en El Manifiesto
Comunista, Marx y Engels explican que “el gobierno del Estado no es
más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase
burguesa”. (Marx y Engels, El
Manifiesto Comunista, pág. 41. Fundación de Estudios Socialistas
Federico Engels.) Y realmente es así. Bajo un régimen de democracia
burguesa formal, cada uno puede decir (más o menos!) lo que quiere, pero
los bancos y los grandes monopolios deciden lo que va a pasar. Dicho de
otra forma, la democracia burguesa es solamente otra manera de expresar la dictadura del gran
capital.
Eligiendo
sus palabras muy cuidadosamente, Lenin caracteriza el Estado como “un
poder situado aparentemente por
encima de la sociedad”. Esta apariencia de “legalidad
imparcial”, de la “justicia para todos”, etc. está santificada por la
Iglesia y la moralidad existente. El famoso escritor francés Anatole
France habla de la majestuosa imparcialidad de la Ley, que concede
igualmente a los ricos y a los pobres el derecho de pasar hambre y de
dormir debajo de puentes. Detrás de la fachada de imparcialidad, se
ocultan los intereses de clase. No obstante, en períodos normales la gente
se acostumbra a aceptarla sin cuestionar nada. Les parece normal e
inmutable. Esto es comprensible puesto que nace con ella, y les rodea
durante toda la vida. Sólo en momentos de graves crisis que sacuden la
sociedad hasta sus cimientos, la gente empieza a romper con el peso muerto
del hábito, la rutina y la tradición, y se enfrenta con la cruda realidad.
En este momento, cuando los oprimidos empiezan a levantarse contra sus
opresores, el Estado revela sus auténticos colores.
En
ciertos períodos, cuando la lucha de clases queda en un punto muerto, en
que la clase dominante no es capaz de seguir gobernando con los viejos
métodos, pero la clase obrera, paralizada por sus direcciones, aún no está
en condiciones para derrumbarla, la tendencia del Estado de separarse de
la sociedad y adquirir cada vez más independencia, se agudiza. Se da un
fenómeno que hemos visto muchas veces a lo largo de la historia: el
“cesarismo” en el período del decadencia de la República romana, el
régimen de la monarquía absoluta en la última etapa del feudalismo, y el
bonapartismo en la época moderna. En todas estas variantes, el Estado —la
“Ejecutiva”— se eleva por encima de la sociedad, emancipándose de todo
tipo de control, incluso de la clase dominante. Se trata del “dominio de
la espada”, de la dominación abierta de los militares, normalmente
expresado en el gobierno absoluto de un solo individuo —en el siglo
pasado, Napoleón Bonaparte, Louis Bonaparte y Bismarck; en la época
moderna, Perón, De Gaulle, Pinochet y toda una serie de dictadores en el
“Tercer Mundo”—. Muchas veces, un régimen bonapartista intenta
equilibrarse entre las clases, apoyándose en unas contra otras. El
dictador suele hablar en nombre de “la Nación”. Pero detrás de toda la
demagogia, este Estado, al igual que cualquier otro, representa la defensa
de las relaciones de producción existentes.
La
Comuna de París
Es
el deber de los marxistas estudiar la historia, no como un pasatiempo
académico, sino para sacar conclusiones prácticas. De la misma manera, en
las academias militares de la burguesía, los oficiales estudian las
guerras de Napoleón y Julio César para prepararse para las guerras del
futuro. Sin la experiencia de la Comuna de París y la Revolución rusa del
año 1905, el Partido Bolchevique jamás hubiera podido elaborar un programa
y una perspectiva adecuada para la toma del poder en 1917. Marx no inventó
su teoría del Estado, sino que ésta surgió de la experiencia de la Comuna
de París.
Marx
explica la verdadera significación de la Comuna en una carta a Kugelmann
con fecha del 12 de abril de 1871: “Si miras el último capítulo de mi 18 Brumario, verás que declaro que
el próximo intento de la Revolución francesa será no solamente el de
transferir la maquinaria burocrática y militar de unas manos a otras —como
ha pasado hasta ahora— sino romperla (‘zerbrechen’); y ésta es la
condición previa para cualquier auténtica revolución popular (…) Esto es
exactamente lo que implica el intento de nuestros heroicos compañeros
franceses”.
En
base a esta experiencia, se introdujo un cambio importante en la edición
alemana de 1872 de El
Manifiesto, que explica que la clase obrera no puede utilizar el
aparato estatal existente para sus propios fines, sino que tiene que
derrumbarlo y crear un nuevo Estado obrero o, más correctamente, un
semi-Estado, un Estado que no es otra cosa que el pueblo armado y organizado para
llevar a cabo la transformación de la sociedad. Ese fue el caso con la
Comuna de París y también con la Revolución rusa de noviembre de 1917
(octubre según el viejo calendario).
Militarismo
e imperialismo
La
historia del siglo XX nos da sobradas muestras de lo que significa el
imperialismo, que Lenin define como la “fase superior del capitalismo”.
Según un estudio hecho en 1948, las dos guerras mundiales costaron el
equivalente (en cifras de 1997) a 22 billones de dólares. Y el militarismo
no ha cambiado su carácter desde aquel entonces. El grado de concentración
de capital ha alcanzado niveles sin precedentes. Los grandes bancos y los
monopolios tienen lazos muy estrechos con los gobiernos nacionales y están
íntimamente relacionados con el Estado que los protege, subvenciona y les
proporciona importantes mercados para sus productos. En los EEUU, la
alianza del gobierno con la industria armamentística y los militares tiene
un nombre: “El Complejo Militar-Industrial”. Una situación similar existe
en los otros países imperialistas. Para mantener semejante monstruo, hace
falta un Estado igualmente monstruoso, una gran masa de burócratas que,
sin producir nada, chupa una cantidad impresionante de recursos que, en un
sistema socioeconómico racional, estarían destinados a fines productivos.
El empleo racional de estos recursos, por sí solo, sería suficiente para
transformar el mundo. Bajo el socialismo, este obsceno derroche podría ser
abolido de la noche a la mañana. En estos momentos, los gastos
armamentísticos de Gran Bretaña se cifran en unos 22.000 millones de
libras al año (cinco billones de pesetas); los de Japón, en 44.600
millones de dólares (6,5 billones de pesetas); y los de EEUU, en 100.000
millones de dólares (14,5 billones de pesetas). Estas asombrosas cifras
son en sí mismas un indicio del carácter bárbaro del Estado burgués
moderno. Estas cantidades bestiales se gastan todos los años en la producción
¿de qué?: de chatarra. Porque la gran mayoría de estos cohetes, tanques y
cañones no se van a utilizar nunca. Y cuando se emplean, como en la Guerra
del Golfo, es exclusivamente para defender los beneficios de los grandes
multinacionales, que están íntimamente ligadas al Estado en los EE.UU. y
en los demás países imperialistas. Según un estudio del United States
Nuclear Weapons Cost Study, desde su inicio en 1940 hasta 1995, el
programa nuclear de los EEUU por sí solo habrá costado por lo menos cuatro billones de
dólares. Pero Stephen Schwartz, el editor del mismo estudio, dice ahora
que la auténtica cifra será “considerablemente más alta”.
El
carácter parasitario del Estado, sobre todo del Estado moderno, fue
resaltado por Marx en su obra magistral acerca de la lucha de clases, El 18 Brumario de Luis Bonaparte:
“Este Poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y militar,
con su compleja y artificiosa máquina de Estado, un ejército de
funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a un ejército de otro
medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe
como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los
poros, surgió en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia del
régimen feudal, que dicho organismo contribuyó a acelerar”.
Si
Marx encontró chocante la idea de un Estado de medio millón de personas,
¿qué diría hoy de los billones que traga el Estado moderno, con sus
abultadas burocracias, sus ejércitos permanentes y sus gastos militares
astronómicos que derrochan una gran parte de la plusvalía producida por la
clase trabajadora en todos los países? Si sólo tomamos el caso de los
EEUU, el dinero que se dedica anualmente al armamento sería suficiente
para crear entre dos y tres millones de nuevos puestos de trabajo; o para
solucionar el problema de la vivienda en menos de diez años. No obstante,
las peticiones de los pacifistas a favor del desarme nunca han tenido el
más mínimo efecto, puesto que estos “juguetes” mortíferos son
absolutamente necesarios para los intereses de la clase dominante. Y al
fin y al cabo, ningún diablo jamás se ha cortado las garras de forma
voluntaria. Es necesario movilizar y organizar la fuerza de la clase
trabajadora para la transformación de la sociedad.
La
destrucción de este monstruo, el Estado burgués, es la primera condición
para la construcción de una sociedad realmente democrática y humana, que
pondrá las bases para la transición hacia el socialismo: una sociedad sin
clases, en que el Estado, esa reliquia de la barbarie será relegado al
museo de antigüedades, junto con el dinero, las cárceles, la familia
burguesa, la religión, y todas las demás aberraciones que, por razones
incomprensibles para cualquier hombre o mujer capaces de pensar, son
consideradas como los componentes imprescindibles de une vida
“civilizada”.
Las
bases objetivas del reformismo
“Los
elementos de oportunismo acumulados durante decenios de desarrollo
relativamente pacífico crearon la corriente de socialchovinismo imperante
en los partidos socialistas oficiales del mundo entero”. (Lenin, El Estado y la revolución).
A
pesar de su evidente importancia, la cuestión del Estado ha sido ignorada
por los dirigentes del movimiento obrero en los países capitalistas
avanzados durante décadas. Esto no es ningún accidente. Es sólo otra
manera de decir que han abandonado totalmente cualquier idea de llevar a
cabo la transformación socialista de la sociedad. Pero también existe otra
razón importante. Durante el largo período de auge capitalista después de
la segunda guerra mundial, hubo una cierta suavización de las
contradicciones entre las clases. Dos generaciones de obreros en Gran
Bretaña, Suecia, Alemania, EEUU, y otros países pasaron por la experiencia
del pleno empleo, las reformas y las concesiones. Pero incluso las
conquistas durante este contexto histórico se lograron mediante las luchas
y presiones de la clase obrera y el movimiento sindical, puesto que la
burguesía nunca hace concesiones gratuitas.
La
mayoría de la gente creyó que esta situación era normal e iba a durar para
siempre, cuando lo que realmente representó fue una anomalía y una
excepción histórica. “El ser social determina la conciencia” dice Marx. Y
así fue. En una situación en que el sistema capitalista aparentemente
“funcionaba”, la mayoría de la clase trabajadora estaba dispuesta a
tolerarlo. Las ideas reformistas defendidas por la socialdemocracia
calaron hondo en las masas, y fueron aceptadas incluso por los dirigentes
de los partidos comunistas (“eurocomunismo”, etc.). Las ideas de Marx y
Lenin fueron consideradas como “aguas pasadas”. El capitalismo, decían,
había cambiado. Ya no habría más recesiones. El paro masivo era algo del
pasado. La lucha de clases estaba desfasada puesto que la clase obrera
había dejado de existir. Y en cuanto a la idea de una revolución
socialista, ¡por Dios!
¡Ah,
qué tiempos aquellos! ¡Qué sueño más bonito! Hoy mejor que ayer, y mañana
mejor que hoy. Lamentablemente, esto es todo lo que era: un sueño. Y ahora
nos toca despertarnos finalmente. ¡Un despertar bastante brusco! Ataques
constantes contra el nivel de vida en todos los países sin excepción y un
desempleo oficial de más de 20 millones en los países capitalistas
desarrollados (el paro real mundial no se puede cifrar con certeza, pero
bajo ningún concepto bajará de los mil millones si incluimos a los
millones de subempleados). En los EEUU el salario real de los trabajadores
no ha experimentado ningún mejora en los últimos 20 años. Esta es la
primera generación desde la creación de los EEUU que no puede esperar un
nivel de vida mejor que la generación precedente. En Gran Bretaña y
Suecia, el célebre Estado de bienestar ha sido prácticamente demolido en
los últimos diez años. ¿Y el Estado español? Con más de un 20 por ciento
de paro, la situación es negra. Después de un período de mejora temporal y
relativa, la burguesía está intentando liquidar todos los logros de la
clase obrera.
Todo
esto demuestra que el sistema de la mal llamada libre empresa está
haciendo aguas por todos lados. ¡Es necesario levantar la bandera de una
alternativa radical! Aquí no sirven las medias tintas. Como dijo Largo
Caballero, no se puede curar el cáncer con aspirinas. Los problemas de la
sociedad no se pueden curar mientras todas las decisiones claves estén
tomadas por una pequeña minoría de banqueros y capitalistas. He aquí el quid de la cuestión.
Paradójicamente,
justo en los momentos en que el sistema capitalista está dando claras
muestras de bancarrota total, los dirigentes obreros se agarran a él como
a un clavo ardiendo. No sólo Blair en Inglaterra y Jospin en Francia, sino
dirigentes sindicales en el Estado español se apresuran a ofrecer la mano
al gran Capital en búsqueda de la “unidad nacional” y la paz social. ¡En
vano! “La debilidad invita la agresión”. Por cada paso atrás que den, los
empresarios exigirán dos más, y no por simple malevolencia o mala fe (que
tampoco falta, por supuesto). Lo único que logra esta política
supuestamente realista es aumentar cada vez más el abismo entre ricos y
pobres, preparando el camino para una explosión de la lucha de clases en
el próximo período. Aquí también es aplicable la ley del marxismo: “el ser
social determina la conciencia”.
La
clase obrera aprende de su experiencia. Y desgraciadamente, cada
generación tiene que aprender, a costa de su sudor, sangre y lágrimas las
lecciones que hace mucho tiempo aprendieron sus padres y abuelos. ¿Acaso
no existe ningún mecanismo mediante el cual la nueva generación pudiera
aprender estas lecciones de antemano, ahorrándose las penas y molestias de
tantos errores y fracasos? Sí existe. Se llama el partido. Un verdadero partido
revolucionario debería actuar como la memoria de la clase obrera. Un
partido reformista, como dijo Trotsky, es un partido con una memoria
corta.
No
es la primera vez que hemos visto un período como este. Durante el largo
período de 1870 a 1914 hubo un auge del capitalismo con pleno empleo y un
aumento en el nivel de vida. Como ahora, esta fue la base material para
las ilusiones en el reformismo. No es ninguna casualidad que Eduardo
Bernstein en Alemania empezara a cuestionar las teorías revolucionarias
del marxismo en ese momento. Los dirigentes de los partidos
socialdemócratas, aunque seguían llamándose marxistas y hablaban de la
lucha de clases y de la revolución en sus discursos del 1º de Mayo, en la
práctica habían sacado la conclusión de que las ideas de Marx eran “agua
pasada”, que la revolución socialista no era necesaria y que, lentamente,
gradualmente, pacíficamente, iban a cambiar la sociedad a través del
parlamento.
Aquel
período culminó en la primera guerra mundial, cuando la degeneración
nacional-reformista de la Segunda Internacional llevó a la traición
abierta de los dirigentes socialdemócratas ingleses, alemanes y franceses
votando a favor de los créditos de guerra.
La
Revolución rusa
La
guerra mundial fue la expresión más gráfica de las contradicciones
acumuladas durante todo el período anterior. Todas las viejas ilusiones de
los reformistas se disolvieron en un momento entre la sangre, el barro y
el gas mostaza de las trincheras. La cuestión de la revolución, la guerra
y el Estado volvió a ocupar la primera plana. Y fue precisamente Lenin
quien dio la explicación teórica del colapso de la vieja Internacional y
proclamó la necesidad de una ruptura fundamental con el
nacional-reformismo. Eran momentos harto difíciles para los
revolucionarios internacionalistas. En la célebre Conferencia de
Zimmerwald en 1915, el primer intento de reagrupar a los
internacionalistas, al ver el número tan reducido de asistentes, Lenin
hizo una broma diciendo que se podía meter a todos los internacionalistas
del mundo en dos diligencias. Pero, pese a su debilidad numérica y a su
aislamiento total de las masas, Lenin no dudó en llamar a la fundación de
una nueva Internacional, basada en los principios revolucionarios e
internacionalistas del marxismo.
Pero
situaciones de reacción no duran para siempre. En un momento dado, se dio
un cambio en el ambiente de las masas. Los horrores de la guerra dieron un
fuerte impulso a la revolución, que finalmente estalló en Petrogrado en
marzo de 1917 (febrero según el viejo calendario). La Revolución rusa
marcó el inicio de un nuevo período, muy diferente al período de antes de
la guerra. Las décadas de 1920 y 1930 se caracterizaron por convulsiones y
crisis económicas, sociales y políticas, que solamente se cerraron con la
segunda guerra mundial. Este período fue abierto por la Revolución rusa,
cuando por primera vez la clase obrera llegó al poder, dirigido por un
partido marxista con una dirección revolucionaria consciente: el Partido
Bolchevique, con Lenin y Trotsky a la cabeza. Cualquier análisis revelará
que, sin esta dirección y sin un programa científico basado en la teoría
marxista, la revolución de Octubre jamás hubiera triunfado.
Este
no es el lugar adecuado para trazar los acontecimientos que tuvieron lugar
entre febrero y octubre de 1917. Baste con decir que el éxito de la
revolución no estaba garantizado de antemano. Se trataba, como siempre, de
una lucha de fuerzas vivas, en la cual la calidad de la dirección, su
audacia, su firmeza y la claridad de sus ideas juegan un papel decisivo.
Lenin desarrolló sus teorías del Estado, no en la tranquilidad de un
seminario universitario, sino en el calor de la lucha. Cuando Lenin pasó a
la clandestinidad durante la reacción de julio, viajando a Finlandia bajo
las órdenes del comité central para evitar la detención, llevó consigo dos
libros: El arte de la guerra de
Clausewitz y La guerra civil en
Francia de Marx. Este último representó el punto de partida de su obra
maestra El Estado y la
revolución, un libro que no solamente es uno de los clásicos más
importantes de la teoría marxista, sino también un verdadero manual de la
revolución.
Al
igual que Marx y Engels, Lenin no era un utópico. No se basaba en esquemas
abstractos, sino en el auténtico movimiento de la clase obrera, en su
experiencia histórica y, sobre todo, en aquella página tan heroica e
inspiradora: la Comuna de París de 1871. Fue precisamente la experiencia
de la Comuna lo que permitió a Marx comprender la forma concreta que
tendría “la dictadura del proletariado”. Hoy, después de la experiencia de
los regímenes de Hitler, Mussolini, Franco y Stalin, la palabra
“dictadura” ha adquirido unas connotaciones totalmente diferentes a las
que tenía en tiempos de Marx y Engels. Ellos tenían en mente el régimen de
la República romana que, en tiempo de guerra, por un período temporal,
concedía poderes excepcionales al “dictador” para llevar a cabo la guerra.
La acusación dirigida contra Marx, Engels y Lenin de que defendían un
sistema totalitario es una calumnia grotesca. Una lectura de la presente
obra y de La guerra civil en
Francia, basada en la experiencia de la Comuna de París, demuestra que
para Marx y Lenin “la dictadura del proletariado” significaba ni más ni
menos que una democracia
obrera.
Marxismo
y anarquismo
Lenin
era muy consciente del peligro de la burocratización y la tendencia del
Estado a alejarse de la sociedad. Gran parte de El Estado y la revolución lo
dedica a este tema. ¿Cómo luchar contra la burocratización? La experiencia
de la Comuna nos da la respuesta. La Comuna de París limitó el salario de
sus representantes a 6.000 francos anuales, más o menos el sueldo de un
obrero cualificado. Con esta medida, en las palabras de Marx, la Comuna
“realizó el ideal burgués de ‘gobierno barato’”. Y Lenin, que comprendió
perfectamente el peligro de la degeneración burocrática, estableció cuatro
condiciones para el Estado obrero ruso después de la Revolución de
octubre:
1)
Elecciones libres con revocabilidad de todos los funcionarios.
2)
Ningún funcionario puede recibir un salario más alto que un obrero
cualificado.
3)
Ningún ejército permanente, sino el pueblo armado.
4)
Gradualmente, todas las tareas de administración del Estado se harán por
todo el mundo de forma rotativa. “Cuando todo el mundo es un burócrata por
turnos, nadie es un burócrata”.
He
aquí el auténtico programa leninista para el Estado. Que quede claro que
Lenin estaba hablando, no del socialismo, ni del comunismo, sino de las condiciones básicas para el poder
obrero —la situación que tiene que existir el día después de la toma
del poder—. Algo más alejado de un régimen totalitario es difícil de
imaginar. Los enemigos del socialismo intentan calumniar a Lenin y la
Revolución de Octubre, identificando el leninismo con el estalinismo. Es
verdad que el aislamiento bolchevique en condiciones de atraso económico
espantoso impidió que la clase obrera se mantuviera en el poder, y que el
régimen de democracia obrera establecido por Octubre fuese desplazado por
el régimen burocrático, totalitario y monstruoso de Stalin. Pero las
razones de esta degeneración radican, no en el programa y los métodos del
bolchevismo, sino en las condiciones objetivas de un país hambriento y
analfabeto con una clase obrera agotada por años de guerra y revolución, y
desanimada por la derrota de la revolución internacional.
A
diferencia de los anarquistas, el marxismo no propone la abolición del Estado como una idea abstracta,
sino que desarrolla una estrategia para luchar concretamente por su
desaparición, comenzando con el derrocamiento del Estado burgués. La transformación
socialista de la sociedad sería impensable sin esto. Pero, ¿qué es el
Estado? Lenin explica que, en última instancia, el Estado se compone de
grupos de hombres armados en defensa de la propiedad. Por lo tanto, para
derrocar el viejo Estado y superar la resistencia de los opresores, la
clase obrera necesita su propio “Estado”, es decir, necesita organizarse
como un poder alternativo, capaz y dispuesto a hacer frente a la
resistencia de la reacción. Pero este Estado de los trabajadores, siendo
la organización de la aplastante mayoría de la sociedad, no tiene nada que
ver con el viejo y monstruoso aparato burocrático con su ejército de
funcionarios. Semejante organización, como explica Engels, “ya no es un
Estado, propiamente dicho”, sino un “semi-Estado”, una organización muy
simplificada, basada en el administración democrática directa del pueblo,
un Estado cuyo único fin es llegar cuanto antes a su propia
desaparición.
El
Estado se terminará disolviendo en la sociedad, siendo sustituido por una
asociación libre de productores. Pero este proceso no es algo arbitrario
que se puede llevar a cabo por decreto. El marxismo, la doctrina del
socialismo científico, explica que la fuerza motriz del progreso social es
el desarrollo de las fuerzas productivas. La posibilidad real de sustituir
los viejos mecanismos de coacción por una sociedad auténticamente libre
depende del grado de desarrollo de la industria, la ciencia, la tecnología
y la cultura. Sin ir más lejos, la posibilidad física de las masas para
participar en la gestión democrática de la sociedad depende de una
reducción drástica de la jornada laboral. Mientras la aplastante mayoría
de hombres y mujeres se vean obligados a trabajar ocho, diez o doce horas
al día, trabajando horas extras, fines de semana, etc. para poder vivir,
la democracia será siempre una ilusión, una formalidad vacía. En
semejantes condiciones, como explica Engels, una minoría siempre gozará
del monopolio del arte, la ciencia y el gobierno, y siempre abusará de
este monopolio en su propio beneficio.
Sólo
cuando los hombres y mujeres estén libres de las preocupaciones
humillantes identificadas con la lucha cotidiana para la supervivencia,
sólo cuando las horas de trabajo se reduzcan a una mínima expresión, sólo
entonces las masas dispondrán de las condiciones necesarias para
desarrollarse como seres humanos libres. Sólo entonces será posible la
participación de todos en las tareas de administración y gestión de la
sociedad, la única manera en que se puede lograr la desaparición del
Estado. Por esta razón, contrariamente a los prejuicios anarquistas, el
Estado no se puede abolir por decreto, sino que se disuelve en la sociedad
en la medida en que la transformación de las condiciones de vida de las
masas lo permita.
La
revolución española de 1931-37 es el caso más gráfico del carácter
desastroso de la teoría y la práctica del anarquismo. En julio de 1936, la
clase obrera de Barcelona se levantó contra los fascistas. Armados sólo
con palos, cuchillos y algún fusil viejo, asaltaron los cuarteles y
aplastaron la reacción. Los obreros anarquistas de la CNT jugaron un papel
decisivo en esta acción heroica, que indudablemente evitó el triunfo del
fascismo. Después de su victoria, siguiendo un instinto revolucionario
acertado, se organizaron en comités, imponiendo el control obrero en las
fábricas abandonadas por los capitalistas catalanes. El poder estaba en
manos de los comités y las milicias obreras. El célebre dirigente
anarquista Buenaventura Durruti organizó un ejército que llevó a cabo una
guerra revolucionaria en Aragón. Pero las conquistas de los obreros
cenetistas fueron abortadas por sus dirigentes. En esta situación hubiera
sido muy fácil disolver el gobierno burgués de la Generalitat y proclamar
el poder obrero en Catalunya, como reconoció el propio Presidente Lluís
Companys. Este burgués astuto convocó a los dirigentes de la CNT a una
entrevista y los invitó a tomar el poder —¡un incidente con pocos
antecedentes en la historia de revoluciones!— Pero los dirigentes
anarquistas se negaron. ¿Cómo podían formar un gobierno obrero, cuando
estaban en contra de todo gobierno en general? Consecuentemente,
permitieron que el Estado burgués se reconstituyera en Catalunya y que, de
esta manera, reuniese suficientes fuerzas para aplastar las fuerzas
revolucionarias en mayo de 1937.
Los
dirigentes cenetistas, si hubieran sido revolucionarios consecuentes,
tenían que haber hecho un llamamiento a todos los comités, tanto los de
fábrica como los de las milicias, para que eligieran delegados a un comité
central para toda Catalunya. Este hubiera sido ni más ni menos que un
gobierno revolucionario, o lo que Marx llamaba la “dictadura del
proletariado”: algo que nada tiene que ver con el Estado burgués, sino que
expresaría el poder revolucionario de la clase trabajadora. La negativa de
la CNT de dar este paso decisivo fue la causa de la derrota de la
revolución, pese al heroísmo extraordinario de los obreros cenetistas. Es
más. Los mismos dirigentes anarquistas que se negaron a formar un gobierno
obrero, alegando que la mera idea de participar en un gobierno violaba sus
principios, acto seguido entraron en el gobierno del Frente Popular, donde
sirvieron como ministros al lado de los ministros burgueses republicanos.
Este hecho no debe de extrañar a nadie que conozca la historia del
anarquismo. En Francia, antes de la primera guerra mundial, los dirigentes
anarcosindicalistas, corriente mayoritaria en el movimiento sindical galo
en ese momento, juraron y perjuraron que, en caso de una guerra, ellos no
colaborarían en ella bajo ningún concepto, sino que llamarían a una huelga
general revolucionaria (una postura claramente falsa y demagógica, puesto
que en una situación de movilización general y el ambiente de chovinismo
que inevitablemente acompaña la declaración de una guerra, no habría
condiciones objetivas para una huelga general exitosa). Por contra, los
dirigentes anarcosindicalistas no convocaron nada, sino que inmediatamente
entraron en el llamado gobierno de la “Unidad Nacional” (L’Union Sacreé),
donde jugaron el papel de rompehuelgas desde el inicio de la guerra hasta
el final. Aquí es donde acaba una falsa teoría del Estado: un paraguas
lleno de agujeros. Hoy por hoy, la nueva generación debería de reflexionar
sobre la historia —el mejor antídoto contra la influencia perniciosa del
anarquismo—.
La
cuestión de la violencia
Uno
de los argumentos que siempre se suele utilizar como un arma arrojadiza
contra los marxistas es la acusación de que abogamos por la violencia.
Semejante argumento carece de toda base. Los marxistas deseamos una
transformación pacífica de la sociedad, pero también somos realistas, y
sabemos que ninguna clase dominante en toda la historia ha abandonado
jamás su poder y sus privilegios sin una lucha y, normalmente, una lucha
sin cuartel. Este hecho ha sido demostrado tantas veces que sería
superfluo argumentarlo. No tenemos que ir más allá de los acontecimientos
en España entre 1931 y 1939, cuando la clase dominante no vaciló en
desencadenar una guerra civil sangrienta contra la clase trabajadora. De
nada sirvió el hecho de que el gobierno del Frente Popular había sido
elegido democráticamente. De nada sirvieron los llamamientos a la
legalidad o a la constitución. Lo único que importaba a los capitalistas y
terratenientes era que sus intereses de clase estaban amenazados. Y la
única manera de derrotarles era aplastándoles y expropiándoles. Todo lo
demás era un sueño y un engaño. Y la historia demuestra que los sueños
reformistas se pagan caros.
Más
tarde tuvimos el caso del gobierno de la Unidad Popular en Chile. Otra vez
más, vimos la cruda realidad de la supuesta “independencia e
imparcialidad” del Estado. Siguiendo los pasos sangrientos de Franco,
Pinochet (conviene recordar que éste era considerado como un general
"democrático" nombrado por el presidente socialista Salvador Allende)
llevó a cabo un golpe de Estado contra el gobierno “constitucional”. La
clase obrera y el pueblo chileno pagaron un precio terrible por las
ilusiones constitucionales de sus dirigentes. Este no es el sitio para
analizar la catástrofe de Chile en detalle. Lo hemos hecho en otros
documentos. Baste con decir que el triunfo de Pinochet no fue inevitable.
La clase obrera chilena disponía de suficiente fuerza como para aplastar a
los militares reaccionarios meses antes del golpe de Estado, pero en el
momento de la verdad estaba paralizada por una falsa política que
imaginaba que todo se podía arreglar dentro del marco de la Constitución,
las leyes existentes y “las reglas del juego” o como si se tratara de un
juego de ajedrez, y no de una lucha sin cuartel de intereses de clase
opuestos e incompatibles. Semejantes ilusiones han conducido siempre al
desastre.
Solón
el Grande, autor de la Constitución de Atenas, era un gran experto en todo
lo relacionado con leyes y constituciones y dijo lo siguiente: “La ley es
como una telaraña: los pequeños quedan atrapados y los grandes la rompen
en pedazos”.
Este
hecho es fácilmente demostrable con la experiencia de gobiernos
socialdemócratas durante décadas en Gran Bretaña, Francia, etc. Siendo
elegidos por los votos de millones de obreros exigiendo un cambio en la
sociedad, se ven frustrados por la resistencia feroz de un puñado de
banqueros y capitalistas que se sienten amenazados incluso por las
reformas más tímidas e inocuas. Sería ingenuo imaginar que la clase
dominante de este país actuaría de otra forma en el caso de la elección de
un auténtico gobierno de izquierdas en el futuro. Ni qué decir que la
clase obrera tiene que luchar por los derechos democráticos. Ni qué decir
que tenemos que utilizar todas las avenidas democráticas disponibles para
defender nuestros derechos y preparar el camino para la transformación
socialista de la sociedad, incluyendo la participación en elecciones a
nivel local, regional y estatal. No somos anarquistas. Comprendemos que,
sin la lucha cotidiana para conseguir avances parciales bajo el
capitalismo, la revolución socialista sería impensable. Solamente de esta
manera será posible organizar a las masas, educarlas en la lucha y forjar
los instrumentos necesarios para llevar a cabo la transformación de la
sociedad.
Todo
esto es verdad, pero insuficiente. Sobre todo en el momento actual, cuando
la burguesía a nivel mundial está lanzando un ataque salvaje contra el
nivel de vida, los salarios, las pensiones, las condiciones laborales y el
empleo, es necesario comprender que, incluso cuando la clase obrera
arranca concesiones, estos triunfos serán sólo momentáneos. Lo que hoy dan
con la mano izquierda lo quitarán mañana con la mano derecha. Los aumentos
salariales son liquidados por el aumento de los precios y los impuestos.
El paro y la precariedad aumentan de una manera sin precedentes, pese a la
manipulación escandalosa de las cifras y la propaganda mentirosa de la
prensa vendida. Si todo esto está teniendo lugar en un período que
denominan de boom económico, ¿cómo serán las cosas cuando llegue la
próxima recesión, la cual no tardará mucho en aparecer?
Antes
que nada es necesario decir la verdad a la clase trabajadora, la cual ya
está harta de mentiras y engaños. Y la verdad es que la única manera de
solucionar la actual crisis es mediante una transformación radical de la
sociedad que ponga fin a la dominación de la gran Banca y los monopolios.
Cualquier otro intento de solución será un desastre. Si los dirigentes del
movimiento obrero gastasen una décima parte del tiempo y las energías que
dedican a la búsqueda de los mal llamados pactos y consensos con la
burguesía y su gobierno (lo que equivale a un intento de cuadrar el
círculo) a explicar la auténtica situación y movilizar a la clase obrera y
la juventud para cambiar la sociedad, el problema sería resuelto
rápidamente. Al mismo tiempo que luchamos contra todos los intentos de la
burguesía de cargar todo el peso de la crisis sobre las espaldas de los
trabajadores y sus familias, tenemos que luchar por un auténtico gobierno
de izquierdas que lleve a cabo la nacionalización de la banca, la tierra y
los grandes monopolios bajo el control democrático de la clase trabajadora
como la única manera de salir de la actual crisis que azota a millones de
trabajadores, jóvenes, amas de casa y pensionistas.
En
una sociedad moderna, la clase trabajadora representa la aplastante
mayoría de la sociedad. En sus manos descansan las palancas más
importantes de la economía. No hay ningún poder en el mundo capaz de
resistir a la clase obrera, una vez que ésta se movilice para transformar
la sociedad. El ejemplo de Albania demuestra como un Estado aparentemente
poderoso puede quedar reducido a cenizas en el momento de la verdad, una
vez que los soldados se den cuenta de que el poder que tienen delante es
cien veces superior a lo que tienen detrás. Y al fin y al cabo, Albania es
un país pequeño y atrasado en comparación al Estado español con una clase
obrera poderosa con grandes tradiciones revolucionarias.
Los
próximos años no serán años de tranquilidad y paz social, sino todo lo
contrario. El sistema capitalista está tambaleándose de una crisis a otra.
A través de sus experiencias, la clase obrera y la juventud aprenderá de
nuevo las lecciones del pasado. Nuevos luchadores entrarán en las filas
para sustituir a los que se han cansado de la lucha. Las organizaciones de
la clase obrera se transformarán de arriba a abajo. Y las nuevas capas
comprenderán la necesidad de un programa revolucionario. Ideas que hoy son
escuchadas por grupos reducidos, mañana serán la propiedad de millones. El
capitalismo no ofrece ningún futuro a la clase obrera y la juventud. Su
abolición radical es la única solución. Pero la condición previa para el
éxito es la preparación de un número suficiente de cuadros marxistas en
cada fábrica, escuela, oficina, mina, agrupación sindical… La formación de
estos cuadros es la tarea más urgente en el momento actual. Y no puede
haber un texto más importante en su preparación que El Estado y la Revolución.
Ted
Grant Londres,
4 de septiembre de 1997
|