A 30 años de los ùltimos fusilamientos de Franco.
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Monday, Sep. 26, 2005 at 1:42 PM
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El Militante nº 186
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A 30 años de los últimos fusilados del
franquismo |
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Autor : Lolo Novoa Fecha :
( 20-Septiembre-2005 ) Categoria : Historia
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ucho
antes de la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975, era
palpable la crisis del régimen. La ofensiva del movimiento obrero,
la oleada de huelgas, el desafió de amplios sectores de la juventud,
mostraba la imposibilidad de sostener el capitalismo español sobre
la base de un régimen represivo y desacreditado ante los ojos de
millones. Sectores importantes de la burguesía, que durante casi
cuatro décadas se había beneficiado y había apuntalado a la
dictadura, empezaban a marcar distancias con ella. De la misma
forma, en la base de la Iglesia católica, la misma que había apoyado
los crímenes del franquismo otorgándoles el carácter de “cruzada
contra el comunismo”, el efecto de la lucha obrera se dejaba sentir:
la contestación surgía en sus filas. Incluso en el ejercito, el
“glorioso ejército del 18 de julio” aparecían fisuras y tensiones y
se organizaba una oposición democrática entre sectores de la
oficialidad. El régimen franquista se encontraba en un callejón
sin salida en las postrimerías de la muerte de Franco. La burguesía
estaba dividida y desorientada, sin un plan acabado sobre cómo salir
del atolladero. Obviamente estaban de acuerdo en jugar la baza de la
restauración monárquica tal como Franco había previsto el 22 de
julio de 1969, cuando nombró sucesor a Juan Carlos que prestó
juramento de lealtad a Franco, a los principios del Movimiento y a
las leyes fundamentales del Estado. Pero incluso esta posibilidad
estaba cuestionada por el empuje de la contestación social. ¿De
dónde provenía la inseguridad qué tenía en esos momentos la clase
dominante? si Franco dejó dicho en su testamento: “lo dejo todo
atado y bien atado”. ¿A qué se debía tanto nerviosismo? La
respuesta es clara: la lucha heroica del movimiento obrero había
puesto en peligro, no sólo a la dictadura, sino al propio régimen
capitalista.
El movimiento obrero levanta cabeza
Tras la guerra civil, que costó la vida a cientos
de miles de obreros y campesinos, llegó la oscuridad de la dictadura
franquista que se mantuvo durante 40 años por la represión, el
encarcelamiento y el exilio (se calcula que, de enero a febrero de
1939, 440.000 personas cruzaron la frontera con Francia), a que
estuvo sometida la población. Aun con un movimiento obrero aplastado
y desarticulado, hubo diferentes luchas desde los primeros años de
la dictadura; en 1947 se dan huelgas en Euskadi, la huelga de
tranvías en Barcelona en1951, de 1957 al 58 los mineros en Asturias.
Pero será entre los años 1959 y 1962 cuando los trabajadores vuelvan
a levantar cabeza, con movimientos huelguísticos de gran
importancia. El descontento y la conflictividad social a
comienzo de los 60 se expresaron en Comisiones Obreras (CCOO),
impulsadas por el PCE desde la clandestinidad. Ya en 1957 el PCE
había puesto en práctica la táctica de trabajar dentro del sindicato
vertical para conseguir enlaces sindicales y recomponer la
organización independiente de los trabajadores. Con las huelgas
mineras de 1962-63 nacen en la mina La Camocha en Asturias las
primeras Comisiones Obreras. Paralelamente, las huelgas y
movilizaciones estudiantiles adquieren un carácter muy amplio en las
universidades. El recurso frecuente al estado de excepción
permitió a la dictadura incrementar la represión y mantener a los
dirigentes obreros encarcelados indefinidamente y sin juicio. Pero,
a pesar de la represión, la conflictividad laboral seguiría en
aumento y las huelgas prohibidas por ley, no cesarían de producirse
por todo el Estado: Asturias, Catalunya, Euskadi, Andalucía, Madrid,
Galicia... Huelgas y manifestaciones cuyos objetivos ya no serían
sólo por los aumentos salariales, pensiones o mejoras sanitarias
sino por el derecho mismo de huelga, el reconocimiento de los
sindicatos y las libertades democráticas. A partir de 1966 se
produce un auge huelguístico, y los candidatos de las Comisiones
Obreras copan los cargos sindicales en las elecciones de ese año
para, finalmente, ser perseguidas con saña por el régimen. En cuanto
a la conflictividad obrera, la provincia con más huelgas fue
Guipúzcoa con 60, seguida de Asturias con 32, Vizcaya con 16... El
total de huelgas en el año 1966 es de 150, en 1967 se elevan a 402
de las que 298 son de solidaridad con los detenidos, sancionados o
despedidos. En ese periodo destaca la lucha de Laminados de Bandas
en Bilbao: 564 trabajadores en huelga durante 163 días, desde
Barcelona y Madrid los trabajadores hacen colectas para ayudarles
económicamente. En los años 1974, 1975 y 1976, en plena recesión
económica internacional, los salarios sufren un recorte en todos los
países desarrollados y se da una disminución generalizada en los
niveles de vida. Pero en el Estado español ocurre lo contrario:
demostrando el temor que tenía la clase dominante a una explosión
revolucionaria, la patronal se ve obligada a hacer concesiones
salariales muy importantes, empujados por la presión del movimiento
obrero que recorre todos los puntos de la geografía. Los
trabajadores se sentían fuertes para llevar adelante luchas
económicas y por la mejora de los convenios de fábrica. Pero estas
luchas no se detienen en las reivindicaciones de carácter laboral
sino que con rapidez se transforman en movilizaciones políticas, en
las que se cuestiona ampliamente la dictadura y se exigen con fuerza
los derechos democráticos. Contemplando la curva de conflictos
laborales se puede comprender mejor el proceso de toma de conciencia
que se estaba gestando: en el trienio 1964/66 hubo 171.000 jornadas
de trabajo perdidas en conflictos laborales; en 1967/69: 345.000; en
1970/1972 846.000 y en 1973/75: 1.548.000. Esto datos hacían prever
lo que iba a suceder más tarde, tras la muerte de Franco: desde 1976
hasta 1978 se pierden 13.240.000 jornadas laborales.
La responsabilidad de la dirección
política
En los años setenta la correlación de
fuerzas era ampliamente favorable a la clase trabajadora y sus
organizaciones. Pero no sólo se trataba del Estado español. En
Portugal, el movimiento de los capitanes en abril de 1974,
aglutinados en el MFA, acaba con la odiada dictadura de
Salazar-Caetano y abre la puerta a un vendaval revolucionario. La
dictadura y los sectores del búnker anclados en el ejército y el
aparato del Estado se encontraban cada día más aislados e impotentes
para frenar el movimiento de las masas. Organizaciones clandestinas,
especialmente el PCE y CCOO, agrupan ya a mediados de los setenta a
decenas de miles de activistas en fabricas, barrios y centros de
estudio. El factor subjetivo era la clave en la ecuación, las
condiciones objetivas estaban maduras para la lucha por el
socialismo. Pero los dirigentes del PCE y el PSOE estaban empeñados
en pactar con cualquier “ex franquista” de última hora, dispuesto a
abandonar el barco que se hundía, que dijera estar contra el
régimen. Retomando los jirones de la vieja teoría de la “revolución
por etapas”, los líderes reformistas del PCE y del PSOE esgrimían la
necesidad de consolidar la “democracia”, es decir, aceptar la
desmovilización de la clase trabajadora, aceptar la renuncia de la
lucha por el socialismo, aceptar leyes de punto y final que dejaran
impunes los crímenes del franquismo, aceptar que la burguesía
siguiese manteniendo firmemente la propiedad de las fabricas, de la
banca, del conjunto de los medios de producción, a cambio de un
conjunto de libertades democráticas, de expresión, organización y
manifestación. Estas últimas se consiguieron como consecuencia de la
movilización de las masas oprimidas, pero se podía haber conseguido
mucho más. La estrategia de pactar la reforma les llevó incluso a
dejar de lado consignas democráticas como el derecho de
autodeterminación de las nacionalidades oprimidas, la disolución de
los cuerpos represivos, la depuración del ejército y más tarde la
oposición a la monarquía instaurada por Franco. La dirección del
PCE, la principal fuerza organizada de la izquierda antifranquista,
supeditó la lucha por el socialismo a conseguir recuperar la
democracia burguesa. Una política que era la consecuencia lógica de
todo el programa que el partido arrastró desde los años cuarenta. En
el primer Comité Central tras la Segunda Guerra Mundial, que se
reunió en Toulose (Francia) se fija como objetivo estratégico la
formación de un amplio gobierno de concentración nacional donde
participasen desde comunistas a monárquicos. En el V Congreso en
1954 se aboga por “la construcción de un frente nacional para acabar
con la dictadura y por la creación de un gobierno provisional para,
una vez derrocada, mantener una amplia coalición nacional para el
desarrollo de una democracia”. En el Comité Central reunido en
1956 se saca la conclusión de que es posible una alianza entre
fuerzas que veinte años antes habían combatido en barricadas
opuestas. Se apuesta por la existencia de una burguesía progresista
interesada en conseguir la reconciliación de los españoles: “el PCE
declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la
reconciliación nacional de los españoles y a terminar con la
división abierta en la guerra civil”. En otras palabras, el PCE
estaba dispuesto a atenuar en lo posible la lucha de clases. Sin
embargo, por esos años la burguesía hace oídos sordos, los negocios
le van muy bien y el movimiento obrero está apaciguado. Mientras, en
el interior, el partido se reorganiza y poco a poco se va
convirtiendo en el polo de referencia de la oposición al franquismo.
En el VI Congreso de 1960 se traza la línea para ser una
organización de masas, incluso en la clandestinidad. Se plantea la
necesidad de formar comités en las fábricas, escuelas, aldeas,
barrios etc. Pero políticamente es en este Congreso donde se sientan
las bases para lo que más tarde será el eurocomunismo, la aceptación
explícita del reformismo. Se elige a Santiago Carrillo como
secretario general y a Pasionaria como presidenta del partido.
En las tres décadas posteriores a la finalización de la guerra
civil el PCE, casi en solitario, lideró el movimiento antifranquista
y sufrió la represión directamente en sus carnes, con centenares de
fusilados y miles de militantes encarcelados. Pero la dirección
del PCE nunca buscó una salida socialista a la crisis de la
dictadura. Las ataduras de la “coexistencia pacífica” decidida en
Moscú, obligaban a los dirigentes del PCE a una política de
colaboración de clases. Mientras los trabajadores eran despedidos
por la patronal, detenidos y encarcelados por participar en huelgas
y movilizaciones, enfrentándose a la represión de los grises, la
dirección del PCE proclama en 1972 el “Pacto por la libertad” para
derrocar a la dictadura. Las líneas maestras del pacto eran claras:
“hoy tenemos que luchar por la libertad, y para eso hay que pactar
con todos los que quieren la libertad, renunciamos a nuestras
consignas de clase, pero sólo temporalmente, y cuando tengamos
libertad romperemos los pactos y lucharemos (...) contemplando la
formación de un gobierno provisional de amplia coalición, para
restaurar las libertades democráticas, promulgar una amnistía
general y la convocatoria, en un tiempo razonable, tras legalizarse
los partidos y sindicatos, de elecciones generales a las cortes
constituyentes para que el pueblo español pueda pronunciarse sobre
la forma de estado monarquía o república”. La política de
alianzas del PCE, tras la experiencia de las llamadas Mesas
Democráticas, lleva a la formación en 1974 (en París) de la Junta
Democrática en la que participaban el PCE, Partido Socialista
Popular de Tierno Galván, el Partido del Trabajo de España, el
Partido Carlista (al poco abandona), CCOO, colectivos ciudadanos
independientes, y “personalidades antifranquistas” del tipo de Vidal
Beneito o García Trevijano. Este giro causó muchas dudas entre
militantes del PCE y de CCOO, sobre todo los más jóvenes. Se
empiezan a dar las primeras expulsiones en los años setenta dentro
del PCE, en las Juventudes Comunistas y CCOO. Paralelamente, en las
zonas más industrializadas del Estado se endurece y extiende el
movimiento huelguístico contra la dictadura; muchas de estas huelgas
desbordan las directrices dictadas por la dirección del PCE que
llamaba a la “movilización tranquila”.
La
represión es inútil
El 20 de diciembre, quince
minutos antes de empezar el juicio contra los 10 dirigentes de CCOO
en el “proceso 1.001”, Carrero Blanco, jefe del gobierno, muere en
un atentado en Madrid organizado por un comando de ETA. Es
sustituido en enero 1974 por Arias Navarro, conocido como el
carnicero de Málaga por sus responsabilidad en la represión fascista
de la ciudad durante la guerra civil. Arias Navarro es un buen
exponente del búnker, considerado un duro que había estado al frente
de la Dirección General de Seguridad. La muerte de Franco se
aproxima, el régimen está cada vez más debilitado y la situación
económica y social se hace cada vez más complicada para el régimen.
La economía española se ve afectada por la recesión económica de
1973, los precios de la electricidad suben un 15%, el petróleo un
70%, el gas butano un 60%, el transporte un 33%. La consecuencia de
esto era que el nivel de vida de las masas caía vertiginosamente,
con el consiguiente aumento de las luchas y de la militancia en las
organizaciones. La respuesta de Arias Navarro es incrementar la
represión: el 2 de marzo son ejecutados a garrote vil el anarquista
catalán Salvador Puig Antich, y el polaco Heinz Chez a pesar de las
peticiones de clemencia internacional. Pero la represión no
permite aumentar la estabilidad de un gobierno que se resquebraja.
Arias Navarro, en un intento desesperado por calmar la situación y
desviar la atención de la población, plantea la legalización de
“asociaciones” para antes de enero de 1975. Eso sí, la legalización
era sólo para los que tuviesen más de 25.000 miembros repartidos en
un mínimo de 15 provincias, estando obligados a aceptar la
legitimidad del régimen existente. Franco cae enfermo el 19 de
julio de 1974, delegando poderes en Juan Carlos. Finalmente el
dictador recupera precariamente el pulso y retoma la jefatura del
Estado el 2 de septiembre. La presión de las masas es tal que Luis
María Ansón (director hoy del periódico La Razón) tiene que
reconocer el 20 de mayo de 1975 en Abc: “Las ratas están abandonando
el barco del régimen (...) La cobardía de la clase gobernante
española es realmente vergonzosa (...) ya se ha llegado al sálvese
quien pueda, a la rendición incondicional”.
Los
últimos fusilados de la dictadura
La
dictadura, sus sostenedores en el aparato del Estado y en el poder
económico, se resistían a desalojar sus posiciones. La división en
la clase dominante se hacía cada día más evidente, en la medida en
que la intensificación de la represión no para la ofensiva de los
trabajadores. El 25 de abril de 1975 se reestablece el estado de
excepción en Vizcaya y Guipúzcoa, una práctica habitual para
contener las luchas, con detenciones al azar, encarcelamientos y
torturas por parte de un ejército de ocupación formado por guardia
civiles y policías armados. Los ataques de los guerrilleros de
Cristo Rey y de las bandas ultraderechistas se recrudecen en todos
los puntos del país. El régimen intentó dar una vuelta de tuerca
a la represión. Pero la fuerza de la clase obrera era imparable y
cuanta más represión más movilización: se convocaron huelgas
generales políticas en Madrid del 4 al 6 de junio, en Euskadi el 11
de junio. Se refuerza la censura. Dentro del ejército, afectado
por la crisis revolucionaria, se había constituido clandestinamente
la Unión Militar Democrática (UMD). El 29 de julio fueron detenidos
un comandante y seis oficiales, acusados de pertenecer a la UMD y
conspirar contra el régimen. Finalmente la dictadura decide dar
un escarmiento ejemplar al movimiento antifranquista. Entre el 28 de
agosto y el 19 de septiembre se celebran cuatro juicios sumarísimos
para condenar a muerte a los supuestos autores de otros tantos
atentados. Se juzga la muerte de un guardia civil en Azpeitia, la de
un policía durante un atraco a un banco en Barcelona, un atentado en
la casa de un policía en Madrid y la muerte de un guardia civil en
Madrid. A ETA se le atribuyen los dos primeros y los otros al FRAP
(Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico), organización
vinculada al Partido Comunista de España marxista-leninista (PCE
m-l). El equipo policial encargado del caso son el comisario
Roberto Conesa, sus lugartenientes Carlos Domínguez Sánchez y Juan
Antonio González Pacheco, Billy el niño, reconocidos torturadores
que nunca fueron juzgados por la democracia. Tenían que encontrar
rápido a alguien que pagase por cada uno de los muertos, y para ello
recurren a la detención del máximo número de rehenes para sacarles
confesiones bajo tortura. Con los métodos habituales de la época,
las únicas pruebas que existen para condenarlos son las
declaraciones que hacen los propios detenidos ante la guardia civil
y la policía. Ni los familiares son capaces de reconocerles en las
fotos de los periódicos debido a las torturas. A los detenidos
se les aplicó la ley antiterrorista aprobada en el Consejo de
Ministros presidido por Franco el 22 de agosto. Con esta nueva ley
se ampliaba la pena de muerte, se autorizaba la entrada y el
registro domiciliario sin orden judicial y la detención preventiva
de 5 a 10 días, y se establece la posibilidad de celebrar juicios
sumarísimos en 24 horas contra civiles. El proceso judicial
contra los detenidos es un pantomima: son rechazadas pruebas como
huellas dactilares, autopsias de cadáveres.... Testigos que no
reconocen a los encausados como es el caso de Txiki, detenido en
Barcelona acusado de participar en el atraco a un banco en el que
muere un policía, y aunque nadie fue capaz de reconocerle como uno
de los atracadores, fue hallado culpable. En ese momento era
gobernador civil de Barcelona Martín Villa, que junto con Fraga es
el prohombre franquista con más trayectoria institucional.
Falangista forjado a la sombra de Suárez, Martín Villa siempre
destacó como un encarnizado represor de los activistas
universitarios y sindicales en Barcelona. Este demócrata de toda la
vida nunca fue juzgado y sí recompensado: ha sido presidente de
Endesa, ha encabezado la comisión de investigación del Prestige, y
ahora es presidente de Sogecable. Otaegui, otro de los
encausados, fue acusado de “colaboración necesaria” por alojar
militantes de ETA. La base para inculparle fue la “firma” del
militante de ETA Garmendia, que durante su detención recibió un
balazo en la cabeza y, tras operarle debido a las graves lesiones
que sufrió, quedó disminuido física y mentalmente. En el
interrogatorio fue obligado a firmar con la huella dactilar una
declaración escrita por la policía. Once de los detenidos fueron
condenados a la pena capital: a todos se les aplica la recién
aprobada ley antiterrorista, cuando los hechos son todos anteriores.
La respuesta contra este último crimen de la dictadura no se
hace esperar: las movilizaciones de repulsa se suceden por toda
Europa y en todo el Estado español. Finalmente, el 26 de septiembre,
el Consejo de Ministros conmuta la pena de muerte a seis de los
condenados por treinta años de prisión. La sentencia se cumple
el 27 de septiembre: los cinco militantes antifranquistas son
ejecutados. Para añadir crueldad al trato vejatorio que los
responsables policiales y políticos habían dispensado a los
detenidos y sus allegados, las familias no pueden ni abrazarles en
la última visita. A Juan Paredes Manot Txiki (21 años), de ETA, le
ejecutan en las cercanías del cementerio de Collserolla en
Barcelona, delante de su hermano y dos abogados; un piquete de
ejecución formado por seis guardias civiles con dos balas cada uno,
se la descargan una a una. Ángel Otaegui (33 años), de ETA, es
fusilado solo y sin testigos junto a la tapia de la puerta de la
cárcel de Burgos. A Ramón García Sanz (27 años), José Luis Sánchez
Bravo (22 años) y José Humberto Baena (24 años), del FRAP, les
ejecutan en un campo de tiro en Hoyo de Manzanares, donde por ley no
puede asistir ningún familiar. Son enterrados a escondidas sin
avisar a los familiares, que tardarán años en recuperar sus cuerpos
y enterrarlos en sus lugares de origen. Todavía hoy, la familia de
Humberto Baena ha seguido luchando por tener acceso al expediente,
pero la respuesta del Tribunal Constitucional en mayo de 2004 fue
“la Constitución no tiene efectos retroactivos por lo que no cabe
intentar enjuiciar mediante su aplicación los actos del poder
producidos antes de su entrada en vigor”. Han pasado 30 años de
los últimos fusilamientos de la dictadura, pero la clase obrera
siguió luchando tras la muerte de Franco, una lucha muy dura. Bajo
los gobierno de Arias Navarro y Suárez siguieron la represión, las
torturas y los asesinatos: más de cien militantes de izquierda
fueron asesinados en manifestaciones por la guardia civil, la
policía o en atentados de la ultraderecha. En estas condiciones se
fraguó la llamada “Transición
democrática”.
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