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Ante la trata de bolivianos: ''Vale más comer un plato de lagua''
Por Artemisa Noticias - Thursday, Apr. 27, 2006 at 4:05 AM

Por N. L. C. | 25.4.2006

Alcira Cárdenas es toda una referencia para la comunidad boliviana que vive en Buenos Aires ya que trabajó mucho para la adjudicación de tierras en el barrio Charrúa. Y moviliza a las mujeres de su comunidad para distintos objetivos, entre otros, frenar la trata de personas bolivianas.

Cruzó por la Villazón con la familia, cuando era una nena de 8 años, y trabajó en los mercados de Salta, en las cosechas de uva en Mendoza, con una máquina de coser a pedal en una casilla en Buenos Aires. Vivió 40 años en el barrio Charrúa, frente a la Villa 11.14 en Vélez Sarfield, y peleó para que el asentamiento se urbanice, las casas se construyan con material, haya una sala de primeros auxilios y las calles estén asfaltadas.

"Cuando era niña, soñaba con ser maestra, pero terminé el bachiller recién a los 60 años. Ahora les enseño a las mujeres del barrio a tejer, a bordar a hacer artesanía. Y estoy contenta porque creo que esa también en es una forma de enseñar ¿no?".

Alcira afirma lo que dice, pero cierra la frase con un signo de pregunta para interpelar a quien la está escuchando. Ya no vive en Charrúa, donde pasó 40 de los 57 años que hace que está en el país, pero va todas las tardes a darle clase a los paisanos y hornear pan para el comedor y a mover inquieta las manos, como las manos de su mamá.

"Mi mamá era una mujer muy habilidosa -dice. Hacía tejidos, flores de papel y comerciaba… Yo debo haber heredado algo de esa habilidad porque también sé tejer y coser y en algún momento, hasta trabajé de eso".

Los Cárdenas cruzaron a la Argentina por Villazón, pasaron por La Quiaca, San Pedro de Jujuy y de ahí, emigraron a Mendoza. Alcira se vino con la madre, el padrastro y cuatro hermanos, una familia de mineros de Calcharí. "Mi padrastro trabajaba en un ingenio jujeño-cuenta- y mamá comerciaba. Vendíamos verdura, pescado y los bollos que hacíamos en el horno de barro".

Alcira habla en plural porque los chicos ayudaban con la venta. Cargaban las bolsas con la mercadería y viajaban con la mamá a los pueblos cercanos, para trocarla por otras cosas y vender de puerta en puerta. En Mendoza empezó a trabajar en el campo. Cosechó uva, papa, cebolla, aceitunas, arvejas. Era una excursión familiar: salían a la mañana temprano y volvían a última hora de la tarde con los canastos llenos y el cuerpo cansado.

No había tiempo para estudiar y como la escuela quedaba lejos, dejó en tercer grado.
"Cuando cumplí 14 años, mi mamá murió. Los médicos dicen que tenía encefalitis, pero yo mucho no entiendo. Lo único que sé es que le dolía la cabeza siempre. Con mi padrastro no teníamos mucha comunicación, era un hombre severo, así que él se fue por su lado y yo me quedé al cuidado de una señora amiga de mi mamá.".

Sin la mujer de las manos hábiles, la familia se disgregó. La hermana mayor de Alcira se fue a Buenos Aires con la promesa de conseguir trabajo y "mandar a llamarla" y los dos hermanos más chicos se mudaron con el padre.

Alcira se acuerda de cada detalle, como si las cosas hubieran pasado hace unas semanas. Cuenta que necesitaba trabajar y un vecino del barrio convenció a los dueños de una exportadora de manzanas para que la tomaran, aunque era menor de edad.

Ahí conoció a su esposo, un hombre que trabajaba en la construcción. "Me propuso matrimonio pero yo no quería porque estaba esperando a que me llamara mi hermana y como era menor, no me podía casar", dice Alcira. Pero el llamado de Buenos Aires no llegó y a los pocos meses, la pareja se fue a la casilla y quedó embarazada.

Un amigo de la familia viajó de Mendoza a Buenos Aires, se contactó con la hermana mayor y la nueva familia se mudó. La idea era firmar los papeles de casamiento y volver al campo, pero se quedaron en Charrúa que en ese momento se llamaba Villa Piolín, porque la gente remarcaba con cuerdas el lote de tierra que conquistaba.

Alcira tuvo cinco hijos más y peleó a la par de sus vecinos la adjudicación de tierras y la urbanización de Villa Piolín, "que hoy en un señor barrio con casas de material, las calles asfaltadas y una sala de primeros auxilios". Hace más de 20 años se separó del marido y salió adelante sola, con una máquina de coser a pedal en la casa y un horno de barro en el que cocinaba para los obreros de la zona.

En algún momento, también trabajó en un taller clandestino, como el que hace unos días se incendió en el barrio de Caballito, pero la paga era mala y los hijos se quedaban mucho tiempo solos. "Hace rato que estas cosas se saben, dice. El año pasado, un grupo de mujeres migrantes fuimos a la frontera y pedimos que se controle a la gente que trae a otra gente engañada para trabajar. Los gendarmes nos recibieron, pero no nos dieron ninguna respuesta y las cosas siguieron igual".

Alcira afirma que los "sinvergüenzas" son los talleristas y lamenta cuando los que explotan en las máquinas, son paisanos suyos. "Es muy desunida mi colectividad. Tenemos que juntarnos y exigir un precio justo por el trabajo -dice. Mis paisanos son muy trabajadores, pero son introvertidos y pocos se atreven a pedir ayuda. Y los talleristas se aprovechan de eso. Pagan centavos, no los alimentan bien… Vale más quedarse en Bolivia comiendo un plato de lagua que venir acá y vivir así".

Lagua es una sopa de arroz, así lo aclara Alcira y se queda en silencio, después de más de dos horas de conversación.

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