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Ser mocoví en Berisso
Por Víctor Delgado / Semanario Hoy - Tuesday, Oct. 24, 2006 at 3:10 AM

Avatares de una comunidad Guaycurü en la provincia de Buenos Aires (1ª Nota).

Raro, ser mocoví en Berisso. Cerca del chaperío amoratado de la Nueva York, donde los recuerdos asoman marchitos igual que los yuyos que se cuelan en las cornisas. Casi no quedan rastros de cuando sirios, búlgaros, griegos, croatas, polacos, españoles, italianos, lituanos, ucranianos, rusos, rumanos, serbios, árabes, judíos, turcos, armenios, eslovenos, franceses, y los llegados del hambre de las provincias, hicieron de esta calle un universo barullento de zinc y vidas proletarias. Cuesta imaginar el Berisso del Swift y Armour. Con el muelle y el rugir del barco. Ya no hay cuchillos desafiando el acero de las chairas, ni quejidos de norias con girar desesperado. Ni manos regordetas restregando delantales. Ni el balido sin remedio del ganado.
Otra historia, otro vivir, amucharon a Juana y a Patricia por aquí, en el ‘89. Cuando Berisso era éste. Sin sonidos industriales. Sin crisol laburante. Sin bodegones jolgoriosos. Sumido en un silencio dominguero, se parece a otras ciudades de la provincia. Con un amague “céntrico” que se apaga rápido en el festón de las orillas, donde el barro se codea con el pavimento electoralero, y las luminarias temblequean en las esquinas volcando un mundo de sombras encima del caserío.
A ese paisaje llegaron, sin pensar que fundaban un barrio. El barrio de los mocovíes. Aportando a destiempo otra lengua y otra etnia al Berisso cosmopolita.

Campo talado

“Tirá la olla que pesa”, pidió Juana en la mitad del camino. “No –respondió con energía su cuñado Alejandro Nabanquirí–. Quién nos va a dar otra a nosotros”. La olla era grande, de aluminio, los acompañaba desde que partieron de Calchaquí, provincia de Santa Fe.
“Veníamos en tren porque es más económico y porque andábamos con muchas cajas, la pava, la olla... y, bueno, hasta Berisso llegó esa olla. Después, cuando mejoramos un poco, nunca más la he visto”, observa con picardía Juana. Ella y su hermana Paula se apellidan González Matolí, hijas de un hachero volteador de montes. “Cuando él murió nos juimos a Calchaquí, que era pueblo pero alrededor había obrajes. Todavía se podía trabajar y vivir del hacheo o de la caza. Después se convirtió en campo talado, hubo que marcharse”.

Gente sin lugar

Patricia González es hija de Paula y sobrina de Juana. Tiene 26 años y va por su tercer hijo. Aunque entonces era una niña, da cuenta de aquel viaje largo y con escalas, “de gente que se ha quedado sin su lugar y busca otro”, sintetiza.
“Los tíos (Juana y Celso) con su hija venían bajando por un lado. Por otro, nosotros. Así, por los pueblos de la provincia de Buenos Aires, sin rumbo fijo, parando donde había trabajo. Mi mamá siempre quería llegar a un lugar estable y no era posible. Estuvimos en Pergamino, en Junín dos años, pasamos a Salto unos meses..., hasta que nos encontramos con los tíos y nos unimos.
“Vámonos para el sur. Yo conozco y va a ser todo mejor, porque hay trabajo, hay quintas para cosechar tomates”, dijo un día el compañero de Juana, Celso Troncoso empujado por los recuerdos. El, de chico, había trabajado en las afueras de La Plata.

Ser mocoví

La Plata no era como la recordaba Celso. Cuatro meses vivieron a la intemperie, en la terminal de micros. Cuando los 2 hombres salían a buscar changas, ellas y los chicos ni se movían por miedo a perderse en la ciudad. “Pero vino alguien –evoca Patricia– y dijo que no podíamos estar más ahí. Nos cargaron en una camioneta y nos llevaron a Villa Elisa. De ahí nos trasladaron a un instituto de menores y por 4 meses nos prestaron una casa. Cumplido el plazo nos cargaron en otra camioneta, nos bajaron aquí y se fueron. Era un descampado”.
Patricia no olvida aquel momento de zozobra: “Mi papá y el tío fueron hasta Palo Blanco, a la playa, y trajeron ramas. Lo primero que hicieron fue una casa para vivir todos juntos, cerrada con nylon. Después consiguieron más madera”.
Juana cuenta que rápido “llegaron más parientes. Primero los hombres, que no conocían más oficio que talar árboles y acá hallaron trabajo como ayudantes de albañil. Después, las mujeres... Y se armó un barrio de parientes”.
Hoy es un conglomerado de 30 o más familias. El número nunca es preciso, porque algunas se marchan y llegan nuevas.
“Es una costumbre de nosotros mudarse –justifica Juana–. También yo he vuelto a Calchaquí. Estuve un año pero lloraba de extrañar. No es como antes. No hay monte, no hay nada... No me hallaba, y quería volver aquí. Y nunca más quisiera ir”.
Sin embargo su hermana Paula está entre los que emprendieron la vuelta a Santa Fe. “Ahora está en el barrio mocoví, en la tierra que le dieron allá”, relata su hija Patricia.
La ausencia de Paula aún se siente en el barrio. Ella presidió el primer Consejo de la Comunidad, un organismo creado sobre todo para contentar al INAI; porque desde los tiempos de Paula es la asamblea la instancia de discusión preferida. “Soberana y resolutiva”, enfatizan. Eso que llaman “la junta” cuando se reúnen todos en una casa, parlamentan y acuerdan democráticamente. Y es a Paula también a quien le adeudan el haberse reconocido ya no sólo como ocupantes precarios o desocupados, también originarios.
“Una tarde, hace 5 años, en una reunión con compañeros del PCR mi mamá dijo ‘bueno, nosotros somos mocoví’. Antes nunca habíamos hablado de eso”, explica Patricia y afirma que, desde entonces, sumaron a sus reivindicaciones otras que tienen que ver con su origen y la identidad. “Nunca nos habíamos querido ver como originarios. Para mí fue un descubrimiento total. Mi mamá nos dijo que lo había ocultado para resguardarnos porque ella, de niña, sintió mucha discriminación”. Patricia aporta su recuerdo: “Cuando iba a la escuela, en Pergamino, yo no sabía hablar castellano. Y dos por tres tenía que estar en un rincón contra la pared o de rodillas por no pronunciar correctamente. Todos los días llevaba una nota en el cuaderno: la nena no sabe hablar, la nena se sienta sola, no se comunica con nadie, no quiere hacer los deberes... Pero recién ahora, tras muchos años, al asumirme mocoví, me puse a pensar por qué me pasaba”.
Juana admite: “Ocultamos un montón para que no los señalen o le digan indio, así, malamente. Pero los mayores nunca dejamos nuestra lengua. Mi lengua nunca olvidé, yo. Mi padre, ya en el monte, quería que olvidáramos. Cuando hablábamos en lengua, nos reprendía. Decía de sus propias hijas ‘qué sé yo qué dice, si es una india’. Sentía miedo que pensaran que él lo era. Temía que fuéramos como nuestra madre que jamás aprendió a hablar en castilla”.
Patricia lamenta que algunos mayores todavía no puedan liberarse de ese miedo o complejo. “Es como que sienten vergüenza de sus cosas”, recrimina, y sueña con organizar desde la CCC cursos para “aprender la lengua y otras cosas propias de la cultura mocoví que si ellos no nos transmiten se perderán”.
Hoy, y desde hace años, otra lucha ocupa al puñado de familias mocoví: obtener derechos definitivos sobre una tierra conquistada.

Tierra ganada

A 20 cuadras del asentamiento viejo, cerca del cementerio, hay un descampado grande. Después de mucho reclamar tienen un lote en comodato. El primer paso fue hacer posesión del lugar para “defenderlo”. “Ahora viene la pelea para que el Estado compre y nos ceda la titularidad”, explica Juana antes de mostrar su casa provisoria, una de las primeras levantada a pura chapa vieja y parantes de palo.
El barrio entero se va mudando de a poco. Hay varias parcelas señaladas y un apronte de chapas, tirantes, puertas improvisadas. “Desarmamos la casa de allá y armamos acá, en el rato que pueden los hombres”. Muchos trabajan como oficial de albañil en La Plata, otros son cartoneros y la mayoría tiene planes “gracias –dice Juana– a que luchamos piquete tras piquete”.
Patricia vuelve al tema de la tierra: “Hace 4 años que venimos reclamándola. En el asentamiento viejo teníamos miles de necesidades y nada era nuestro. Hicimos marchas, fuimos a la Casa de Tierras de la Provincia. Nos movilizamos la comunidad completa, caminando por la calle 50. Para muchos fue una sorpresa. Pocos sabían de la existencia de una comunidad mocoví. Hicimos una bandera que dice ‘Mocoví en pie de lucha-CCC’ y planteamos ante los funcionarios la necesidad de vivir en comunidad, de no perder las costumbres, la lengua...”
Patricia siente que reconocerse parte del pueblo originario y emprender esta lucha por tierra y vivienda le ha dado un sentido nuevo y valioso a su vida y a la de muchos jóvenes. “La Corriente y el Partido nos ayudaron. Fue el instrumento para que sigamos avanzando”.

Después, la vivienda

Pensando en la construcción de viviendas de material, convocaron a docentes y estudiantes de Arquitectura y hasta asistieron a un Seminario de Vivienda popular realizado en la facultad. A partir de sus intervenciones en los talleres, referidas a su vida cotidiana, sus necesidades y costumbres, surgieron 3 proyectos habitacionales.
“Después –señala Patricia– los estudiantes vinieron con las maquetas al barrio. Las mostraban y ninguno quería opinar. Hasta que mi tío Celso, dijo: ‘no, las viviendas tienen que ir espalda con espalda’. ‘¿No sería mejor enfrentadas?’, preguntaron los estudiantes. Y Celso respondió: ‘No. Porque nuestros hermanos cuando peleaban se cuidaban espalda con espalda. Esto sería cuidarnos mutuamente, yo cuido de mi hermano y él cuida de mí’”.
A Patricia se le ilumina el rostro. Intuye que su pueblo guarda saberes que merecen ser atendidos. Y se queda imaginando el futuro barrio mocoví con escuela bilingüe, comedor y taller de artesanías, lejos del monte pero hendiendo la historia de Berisso.

Publicado el 18/10/2006

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