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Biblioteca Militante - London, Jack: 'Cómo me hice socialista'
Por Razón y Revolución / CEICS -
Monday, Sep. 13, 2010 at 12:45 PM
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A partir de marzo del año que
viene, Ediciones ryr comenzará la
publicación sistemática de la Biblioteca Militante, un total de 200
libros divididos en cinco colecciones: Arte y Filosofía, Historia Argentina,
Problemas Mundiales, Básicos del Socialismo y Literatura Roja. La función de la
Biblioteca es proveer de una lectura amplia y sencilla a todo aquel que tenga
preguntas que responderse sobre la naturaleza del socialismo, sobre su historia,
la lucha presente y pasada y su realidad y necesidad en el mundo actual y en la
Argentina en particular, así como sobre sus bases filosóficas y su
representación artística. La Biblioteca quiere militar por el socialismo en el
sentido más general: demostrando que existe como una potencia siempre latente en
el alma humana. Es por eso que los textos que integran cada colección (que serán
dados a conocer al público en sucesivas ediciones de El Aromo) han sido
escogidos con un criterio abierto, sin apostar a la “pureza doctrinaria”, sino
más bien a esa latencia que se expresa en el conjunto de la producción
universal. Autores de los más diversos traerán mes a mes un aspecto, un elemento
y una perspectiva de la realidad que buscarán enriquecer la mirada del lector y
ayudarlo a construir una cultura socialista. A colaborar en, como dice Jack
London en el texto que sigue, el descubrimiento de Eso que todos llevamos dentro
como promesa.
Jack
London
Es bastante justo
decir que yo llegué a ser socialista de manera muy semejante a aquella por la
cual los teutones se convirtieron en cristianos: a los golpes. No solamente no
estaba buscando el socialismo en la época de mi conversión, sino que lo estaba
combatiendo. Era muy joven e inexperto, no sabía mucho de nada, y aunque nunca
había oído hablar de una escuela llamada individualismo, cantaba el himno de los
fuertes con todo mi corazón.
Eso sucedía porque yo mismo era fuerte. Por
fuerte quiero decir que tenía buena salud y fuertes músculos, posesiones ambas
fácilmente comprobables. En mi niñez había vivido en las haciendas de
California, en mi adolescencia repartiendo diarios en las calles de una
saludable ciudad del oeste, y en mi juventud, en las aguas cargadas de ozono de
la bahía de San Francisco y del Océano Pacífico. Me gustaba la vida al aire
libre y trabajaba a cielo abierto en los trabajos más duros. Sin aprender
ninguna profesión, pero deslizándome de ocupación en ocupación, observé el mundo
y lo consideré bueno, hasta en lo más insignificante. Permítanme repetir: ese
optimismo se debía a que yo me sentía sano y fuerte, sin preocupaciones de
dolores ni debilidades, nunca rechazado por el patrón porque pareciera incapaz,
siempre apto para encontrar un trabajo como paleador de carbón, como marinero, o
un trabajo manual.
A causa de todo esto, exultante con mis pocos años,
capaz de mantenerme firme en el trabajo o en la lucha, era un individualista
desenfrenado. Era muy natural. Era un triunfador. Por eso yo llamé a ese juego,
mientras observaba cómo se desarrollaba, o pensaba que lo hacía, un juego de
HOMBRES. Ser un HOMBRE era escribirlo con grandes mayúsculas en mi corazón.
Arriesgarse como un hombre, pelear como un hombre y hacer el trabajo de un
hombre (aun por el salario de un niño), eran cosas que me llegaban profundamente
y que se apoderaban de mí como ninguna otra. Y miraba hacia delante la
perspectiva de un brumoso e interminable futuro en el que, jugando lo que creía
que era un juego de HOMBRES, continuaría viajando con una salud inagotable, sin
accidentes y con músculos siempre vigorosos. Como digo, ese futuro era
interminable. Podía verme a mí mismo, bramando por una vida sin final como una
de las rubias bestias de Nietzche, vagando lujuriosamente y conquistando por mi
plena superioridad y fuerza.
En cuanto a los desafortunados, los
enfermos, los achacosos, los viejos y mutilados, debo confesar que había pensado
muy poco en ellos, excepto que vagamente sentía que, fuera de los accidentes,
podían ser tan buenos como yo si lo deseaban con verdadero ahínco y trabajaban
igualmente bien. ¿Accidentes? Bueno, representaban al DESTINO, también
deletreado con mayúsculas, y yo no me preocupaba entonces por el DESTINO.
Napoleón había tenido un accidente en Waterloo pero eso no enfrió mi deseo de
ser otro moderno Napoleón. Más adelante, el optimismo emanado de un estómago que
podía digerir hierro viejo y de un cuerpo que se reía de la fatiga, me impedía
pensar en los accidentes relacionándolos, ni aun remotamente, con mi gloriosa
persona.
Espero haber dejado en claro que estaba orgulloso de ser uno de
aquellos a quienes la Naturaleza había dotado de las mejores armas. La dignidad
del trabajo era lo que me impresionaba más notablemente en el mundo. Sin haber
leído a Carlyle ni a Kipling, yo creaba un evangelio del trabajo que oscurecía
el de ellos. El trabajo era todo. Era santificación y salvación. El orgullo que
me invadía después de un día de duro trabajo sería inconcebible para ustedes. Es
casi inconcebible para mí, ahora que lo recuerdo. Yo era el más verdadero
esclavo del trabajo que un capitalista haya explotado nunca. Desatender el
trabajo o fingirme enfermo ante el hombre que me pagaba el sueldo era un pecado,
primero, contra mí mismo, segundo, contra él. Lo consideraba un crimen,
solamente inferior a la traición y tan malo como ella.
En suma, mi
alegre individualismo estaba dominado por la ética burguesa ortodoxa. Leía los
diarios burgueses, escuchaba a los predicadores burgueses y oía las
trivialidades de los políticos burgueses. Y no dudo de que, si otros
acontecimientos no hubieran cambiado el curso de mi vida, habría llegado a ser
un rompehuelgas profesional (uno de los héroes norteamericanos del presidente
Eliot) y tendría mi cabeza y mi capacidad de procurarme el sustento aplastada
por un garrote empuñado por algún militante sindical.
Alrededor de esa
época, cuando volvía de un viaje de siete meses por el mar, ya doblados los
dieciocho, se me puso en la cabeza irme a vagabundear. Sobre pescantes y oscuros
furgones, construí mi camino en el oeste abierto, donde los hombres se hacen
grandes y el trabajo anda a la caza del hombre, al revés que en los
congestionados centros laborales del este, donde los hombres eran tomates
arrugados y toda su fortuna consistía en cazar un empleo. Y en esta nueva
aventura de bestia rubia me encontré a mí mismo considerando la vida desde un
ángulo totalmente diferente. Había caído desde el proletariado a lo que los
sociólogos gustan llamar el décimo sumergido y comenzaba a descubrir la forma en
que era reclutado ese décimo.
Encontré allí a toda clase de hombres,
muchos de los cuales habían sido alguna vez tan buenos como yo e igualmente
bestias rubias; marineros, soldados, trabajadores, todos torcidos, deformados y
doblegados por el trabajo, las fatigas y los accidentes y arrojados a la ventura
por sus amos como tantos caballos viejos. Yo fatigaba las dragas y golpeaba las
puertas traseras con ellos o tiritaba en las cajas de los camiones y en los
parques de la ciudad, escuchando mientras tanto historias de la vida real que
habían comenzado con tan buenos auspicios como la mía, con digestiones y cuerpos
iguales o mejores que los míos, y que terminaron ante mis ojos en los mataderos,
en lo más profundo del abismo social.
Y mientras escuchaba, mi mente
comenzó a trabajar. La mujer de la calle y el hombre del arroyo respiraban junto
a mí. Vi tan vívidamente el cuadro del abismo social como si fuera algo
concreto, y en lo más profundo los vi a ellos, y a mí, un poco más arriba,
colgando de la pared resbaladiza merced a toda mi fuerza y sudor. Confieso que
el terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedería cuando fallasen mis fuerzas, cuando
fuera incapaz de trabajar hombro con hombro con los hombres fuertes que hasta
ayer todavía no habían nacido? Allí y entonces hice un gran juramento. Era así,
más o menos: Todos los días he trabajado duramente con mi cuerpo, de acuerdo con
el número de días he trabajado, y justamente por eso estoy más cerca del fondo
del pozo. Saldré fuera de él, pero no podré hacerlo mediando mis músculos. No
haré más trabajos pesados y que Dios me castigue con la muerte si hago otra vez
con mi cuerpo más de lo que necesariamente deba hacer. Y he estado ocupado desde
ese momento en escapar del trabajo pesado.
Incidentalmente, mientras
recorría vagabundeando unas diez mil millas por Estados Unidos y Canadá, me
extravié en las cataratas del Niágara, fui prendido por un alguacil de un feudo
de caza, se me negó el derecho a defenderme y fui sentenciado inmediatamente a
treinta días de prisión por no tener residencia fija y medios visibles de
ganarme la vida. Esposado y encadenado a un puñado de hombres en las mismas
condiciones, fui llevado en un carro por el campo de Búffalo, registrado en la
Penitenciaría del condado de Erie; tuve mi cabeza pelada y afeitado mi crecido
bigote, fui vestido con las ropas rayadas de los convictos, compulsivamente
vacunado por un estudiante de medicina que practicaba con nosotros, encerrado en
un calabozo y luego puesto a trabajar bajo la mirada de guardias armados con
Winchester; todo por aventurarme a la manera de las bestias rubias. El deponente
no desea agregar más detalles, aunque podría agregar que algo de su pletórico
patriotismo nacional perdió su fuerza y se fue por el fondo de su alma hacia
algún lado. Por lo menos desde esa experiencia encuentra que se preocupa más por
los hombres, las mujeres y los niños que por imaginarias líneas geográficas.
Volvamos a mi conversión. Pienso que es manifiesto que mi exuberante
individualismo me fue quitado a martillazos y que otra cosa me fue colocada de
la misma forma. Pero, de la misma manera que había sido un individualista sin
saberlo, ahora era un socialista sin saberlo, o sea, un socialista no
científico. Había nacido nuevamente, pero no me había rebautizado, y andaba de
un lado a otro para encontrar qué era. Corrí a California y abrí los libros. No
recuerdo cuáles abrí primero. Es un detalle sin importancia de cualquier manera.
Yo ya era Eso, cualquiera que fuese, y con la ayuda de los libros descubrí que
Eso era el Socialismo. Desde ese día he abierto muchos libros, pero ningún
argumento económico, ninguna demostración lúcida de lógica e inevitabilidad del
socialismo me afecta tan profunda y convincentemente como fui afectado el día en
que por primera vez vi las paredes del abismo social crecer a mi alrededor y me
sentí deslizándome hacia abajo, hacia abajo, hacia el matadero, en el fondo.
NOTAS
1En London, Jack: La lucha
de clases, Editorial Crisis, 1973, Buenos Aires. Hemos hecho correcciones
importantes a la traducción, bastante deficitaria por cierto (N. del E.).
El Aromo
Periódico Cultural
Piquetero
Año VII - Número 56 -
Septiembre/Octubre del 2010
"Promesas sobre el bidet "
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