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Nación comanche
Por Qué Leer - Thursday, May. 05, 2011 at 8:05 PM

El imperio de las Grandes Llanuras No eran cuatro indios pintarrajeados danzando en taparrabos como nos los ha querido vender la industria cultural yanqui. Los comanches construyeron un complejo imperio comercial y cultural que tuvo en jaque a España, aterrorizó a los apaches y plantó cara a Estados Unidos y México. En “El imperio comanche” (Península) Pekka Hämäläinen rescata su historia.

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No eran cuatro indios pintarrajeados danzando en taparrabos como nos los ha querido vender la industria cultural yanqui. Los comanches construyeron un complejo imperio comercial y cultural que tuvo en jaque a España, aterrorizó a los apaches y plantó cara a Estados Unidos y México. En “El imperio comanche” (Península) Pekka Hämäläinen rescata su historia. texto FRANCISCO LUIS DEL PINO OLMEDO
Si hay algo peor que la muerte de una nación por aniquilamiento es deformar la historia hasta que desaparezca la huella de su impronta, y convertir los restos de su cultura en caricatura. Algo así sucedió con los comanches, un pueblo que creó un complejo imperio y doblegó a Nueva España, primero, y luego al México independiente, imponiendo sus condiciones y política durante largo tiempo.
La ascensión comanche sucedió en uno de los periodos más feroces de América del Norte, en el espacio comprendido entre principios del siglo XVIII y mediados del XIX, cuando España, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y México intentaban hacerse con el control del sur de las Grandes Llanuras y el Sudoeste. Lejos de la simplista y falaz representación histórica estadounidense en general, que banalizaba a los comanches reduciéndolos a una sociedad guerrera primitiva, irrumpe con fuerza demoledora El imperio comanche (Península), un ensayo formidable escrito por el joven historiador finlandés Pekka Hämäläinen que, con extremada meticulosidad en sus datos y con un declarado espíritu rescatador, muestra en toda su profundidad a un pueblo sesgado por la memoria histórica. En él expone cómo los comanches invirtieron la trayectoria colonial prevista y lograron imponer su influencia política, económica y cultural.
La liquidación del Séptimo de Caballería con el general Custer al mando en el valle del río Little Bighorn, en Montana, a manos de los lakota de Toro Sentado y sus aliados cheyenne y arapaho, en el verano de 1875, simbolizó en un imaginario popular a todos los indios de las Grandes Llanuras, “luego a los de todo el Oeste y, a continuación, a los de toda Norteamérica, mientras que las demás naciones indias fueron desplazadas a los márgenes de la memoria colectiva”. Por eso, una vez fueron despojados de sus tierras y su estilo de vida tradicionales, los comanches se verían privados de su lugar en la historia. Pekka Hämäläinen pone las cosas en su sitio

Un imperio diferente
La respuesta a cómo es posible que un grupo de cazadores-recolectores nómadas que a principios del siglo XVIII ascendía a unos cuantos miles de individuos lograra poner en cuestión y, finalmente, eclipsar las ambiciones de algunos de los imperios más extensos del mundo es el principio de un relato sorprendente que deslumbra por su erudición y sencillez.
Por el Tratado de Fontainebleau, España recibió en 1762 un enorme territorio situado entre el valle del Misisipí y río Grande, y el reino español de Nuevo México inició relaciones para establecer un acuerdo con los comanches de la poderosa rama occidental de la nación india. Explica el historiador finés, con especial atención al contexto histórico, que para los españoles ambos tratados se complementaban a la perfección, ya que el de Fontainebleau les concedía derecho nominal sobre la franja central meridional de América del Norte, mientras que el de los comanches convertía los pueblos que ocupaban esas tierras en aliados fieles a España. Expulsados los franceses, se acabó el contrabando y la planificación política gala en las llanuras meridionales, lo que concedía a los españoles mayor influencia sobre la región. Nueva España, se felicitaban, sería a partir de entonces la única fuente fiable de artículos europeos para los indígenas, y esperaban que la dependencia se tradujera en obediencia.
Para situar mejor el contexto geopolítico, se explica que, durante las guerras entre franceses e indios, los comanches habían conseguido, tras una arrolladora campaña de conquista, el dominio de la totalidad de las Grandes Llanuras del Oeste, al sur del río Arkansas. Por ello, cuando el rey Luis XV de Francia entregó Lousiana a Carlos III, la transferencia fue anecdótica, pues comparada con la Comanchería, que se extendía casi mil kilómetros al norte de Texas y más de seiscientos al este de Nuevo México, no pasaba ser un “mero ribete”.
Por otra parte, los comanches habían firmado el acuerdo de 1762 confiando en recibir presentes y protección, pero se negaban a que se restringiera su autonomía y siguieron buscando aliados y relaciones comerciales en todos los lugares posibles. Lejos de fusionarse con Nuevo México como subordinados, los comanches occidentales iniciaron a finales de la década de 1760 una expansión diplomática y comercial enérgica en las Grandes Llanuras. Así que, sustentados por una riqueza y poder crecientes, los comanches “se soltaron de la garra económica de Nuevo México y, luego, declararon la guerra”.
Una guerra, con sus interesadas treguas o acuerdos que se rompían al cabo de un tiempo, y que mantuvo en jaque a la corona española en los territorios de Nuevo México y Texas hasta el declive definitivo y la independencia de México. El hecho de que los comanches mantuvieran el estado de sitio en un amplio sector de la frontera más septentrional de España a finales de la década de 1770 refleja, a juicio del historiador, que los españoles no habían sido capaces de concebir de antemano semejante posibilidad. Mientras España fortificaba el contorno exterior de sus alargados dominios de Norteamérica, los comanches proseguían su expansión en el interior y trazaban su propio mapa. A finales de esa década de 1770, Nuevo México y Texas se habían convertido en la periferia de un nuevo orden imperial que giraba en torno a la Comanchería.

La Comanchería
En el momento culminante de su poder, a principios del siglo XIX, la nación comanche se componía más o menos de un centenar de rancherías dispersas por toda la Comanchería para optimizar el forraje existente para caballos y mulas, animales indispensables para el comanche. La ranchería era la unidad política básica, una red de grandes familias aliadas o con lazos de parentesco; era lo bastante ágil para perseguir a las manadas de bisontes en migración, lo bastante pequeña para no agotar los pastos locales con sus propias manadas, y lo bastante grande para organizar defensas locales. Las rancherías estaban unidas por lazos de afinidad y dirigidas conjuntamente por el paraibo y un consejos de adultos. El paraibo no era escogido en elecciones formales, sino que, por el contrario, reconocían poco a poco a la persona que exhibía los atributos ideales de un jefe.
Se supone que la población comanche total a principios de la década de 1780 ascendía o superaba las 40.000 personas; una cifra superior, observa Hämäläinen, a la suma de la población de las colonias españolas de Nuevo México y Texas. Su expansión era incontenible, fruto de una política exterior de equilibrio dinámico y en cambio continuo, “que sólo podía desarrollar una nación poderosa desde el punto de vista demográfico”.
Su numerosa población era uno de los pilares del poder comanche; el otro era la organización política. A pesar de que, para los españoles, los comanches no eran más que unos salvajes incapaces de planificar u organizarse, en la Comanchería había un sistema político estructurado y centralizado, como descubrieron con sorpresa a mediados de la década de 1980. Los 8.000 comanches orientales en que se estimaba su población se dividían en doce rancherías encabezadas por capitanes o capitanes chiquitos, según cuenta el autor. Los jefes locales competían entre sí para reclutar partidarios y constituir una ranchería activa. El botín de guerra era el criterio fundamental para adquirir la condición de gran jefe, y un historial de guerra impresionante atraía a seguidores. La organización política de los comanches orientales parece casi una réplica del sistema de los comanches occidentales. “Ambos eran al mismo tiempo difusos y centralizados, ambos celebraban consejos formales a gran escala, y ambos depositaban mucho valor en las habilidades militares personales de los líderes”.

La confederación india
Los comanches occidentales modelaron una economía de asaltos y comercio que abarcaba Nuevo México y las llanuras septentrionales, y se vieron atraídos hacia el Norte y el Oeste, tanto desde el punto de vista político como físico. Los comanches orientales se centraron en asaltar Texas y comerciar en la zona del valle del Misisipí, organizándose en torno al Sur y el Este. A finales de 1770, las dos ramas practicaban entre sí un comercio muy activo alimentado por la disparidad y complementariedad de los recursos que dominaban. “Una vez garantizado el acceso a las mercancías europeas a través de las aldeas de mandan y hidatsa, los comanches occidentales suministraban armas de fuego, pólvora, munición, ropa y utensilios de metal a sus parientes orientales, que no tenían acceso tan directo a los mercados europeos pero, gracias a su proximidad con los ranchos de Texas, contaban con inmensos excedentes de caballos y mulas. Los comanches orientales vendían parte de los excedentes a los occidentales, que luego canalizaban los animales hacia las llanuras a través del núcleo comercial de la cuenca alta del Arkansas, el punto de redistribución de ganado más destacado de todo el subcontinente”.
Apoyándose en su larga tradición de solidaridad y socorro mutuo, los comanches moldearon a finales del siglo XVIII una nueva instancia de unidad política, la confederación comanche, que les permitió repeler y, finalmente, derribar la última intentona expansionista de Nueva España, cuando el imperio español, con un ímpetu renovado, pasó a disputar la hegemonía de los comanches en el Sudoeste. Y, cuando la era colonial española finalizó en 1821, los comanches presidían un inmenso imperio comercial que abarcaba las Grandes Llanuras desde el valle del río Grande hasta los de Misisipí y el Misuri, y buscaban mercados, riqueza, aliados y poder en el Norte y el Este.

Jefes de las Grandes Llanuras
Los comanches fueron una potencia imperial con una diferencia, señala el autor, “su objetivo no era conquistar y colonizar, sino coexistir, controlar y explotar”. Su influencia cultural era amplia y la difusión de su lengua por todo el Sudoeste y las Grandes Llanuras era un signo de poder. En los primeros años del siglo XVIII, podían desarrollar sus negocios en las ferias fronterizas de Nuevo México en su propia lengua. La difusión de la lengua comanche se aceleró a principios del siglo XIX, cuando extendieron su alcance comercial por todo el subcontinente y conectaron con una población cada vez mayor. La ascendencia de la lengua comanche denota una realidad más global: al haber ejercido una influencia económica, política y cultural sin parangón, los comanches remodelaban el subcontinente a su imagen y semejanza”. Por consiguiente, la Comanchería estaba rodeada de una esfera de penetración cultural amplia que llevaba el sello inconfundible de la influencia comanche. La gente que poblaba esos territorios estaba vinculada a la nación comanche como aliados, subordinados y socios comerciales, y abrazaban más o menos los elementos de la cultura comanche.
La asimilación masiva de etnias extranjeras en la Comanchería comenzó con los kiowas y los naishan. Ambos, aliados fieles, emigraron a la Comanchería en las dos primeras décadas del siglo XIX. Más tarde se les uniría otras tribus hasta el punto que la inmigración voluntaria y la asimilación étnica transformaron el tejido mismo de la sociedad comanche. Los pueblos que se fundían en la Comanchería suministraban información sobre tierras y mercados remotos, sistemas defensivos de fronteras coloniales y oportunidades de asaltarlas. Introducían ideas novedosas sobre la cría de animales, explicaban la evolución de enfermedades exóticas y, tal vez, proporcionaban curas nuevas; y presentaban técnicas innovadoras para reparar armas de fuego o sanar las heridas que causaban. También aportaban individuos que suplían las bajas, ya que los diversos estallidos de viruela habían diezmado la Comanchería entre 1799 y 1851, tras el primer brote devastador que en 1780-1781 transmitieron comerciantes de otras zonas lejanas. Las epidemias se cobraban millares de vidas y “asestaban grandes dentelladas en la base de la pirámide demográfica”. Por otra parte, las nuevas naciones residentes actuaban como aliados en la guerra y como barreras cuando esas mismas guerras recaían sobre la Comanchería. A juicio de muchos euro-americanos, dice el autor, negociar con los comanches solía suponer ceder a sus demandas o correr el riesgo de tener que enfrentarse a una amplia coalición intertribal encabezada por ellos.
Para el autor de este brillante ensayo, el imperio comanche, que se derrumbaría al desatar Estados Unidos un poder económico y tecnológico abrumador sobre sus restos “con una campaña breve y concentrada de tierra quemada”, fue fruto “de dinámicas internas muy poderosas, la más importante de las cuales fue una nueva economía de pastoreo, muy próspera”. Al final, la desaparición y el silencio de una historia que comenzó cuando los comanches se reinventaron a sí mismos como cazadores a caballo y pastores nómadas en los primeros años del siglo XVIII recobra su aliento en esta brillante obra que hace justicia a un pueblo olvidado.

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