Ya se armó. Porque la tocaron. Y no sólo a Cristina: a la Argentina.
La conjetura es un ejercicio al que nos dedicamos pocos —los artistas, los científicos—, pero que en horas como estas deberíamos intentar en masa, a escala nacional. Para entender cabalmente lo que acaba de pasar, lo que sigue pasando. Para ponernos en condiciones de alumbrar lo que vendrá. Es preciso tener el coraje de imaginar lo que habría ocurrido si el primer gatillazo, o el segundo, no hubiesen percutado en falso.
El balazo a quemarropa. En plena cara, tal vez entrando a través de uno de los ojos. El desastre que hubiese producido en el cráneo, rebotando entre sus paredes internas. La imagen movida que las pantallas congelan y se queda a vivir con nosotros para siempre, persiguiéndonos hasta en sueños. El segundo de consternación en los presentes —un instante eterno—, antes de la explosión de dolor y de furia. El improbable destino del agresor, en manos de una multitud herida en el alma. La noticia rebotando fronteras adentro del país, produciendo desastres a su paso.
Actos de violencia impotente en la noche, el resplandor de mil fuegos. Apocalipsis de todas las vidrieras. Su resaca prolongándose como los días, el humo negro espesa incertidumbre en cada esquina. Nadie está a salvo. Y nadie se siente menos a salvo que aquellos que hasta entonces, paradójicamente, estaban más protegidos: quienes practicaban a diario la violencia verbal y gestual, sabiendo que la agresión no regresaría a morderles los talones. Ahora que contribuyeron a romper el contrato que sostenía la convivencia, ahora que decretaron el vale todo, ahora que rompieron el espejo a pesar de tanta advertencia (¿cuántas veces se les dijo: “Con la pelota en el living, no”?), ven sombras dentro de cada sombra y no concilian otro sueño que no sea químico.
Zozobra nacional, Estado de Sitio, calles patrulladas por vehículos y uniformes que el pueblo identifica con la represión. Trifulcas, heridos, más muertos — muchos más muertos, la cuenta diaria deja de importar. El duelo esquivo, porque no se procesa el dolor cuando estás encallado en la furia. Nadie puede concretar ni uno solo de los negocios cuya ambición estaba en la raíz de todo. Y la nave del Estado cruje, porque no queda nadie en el Ejecutivo ni en la oposición —nadie— en condiciones de conducir hacia una orilla salva, de ahorrarnos el naufragio. Todos los intentos de llamar a la concordia fracasan, porque el pueblo completó su plan de vacunas y se encuentra inmunizado contra la farsa política. Las formulaciones como unidad, diálogo y acuerdo nacional ya no prenden en nuestra carne. Y ni siquiera existe plan de escape como en otros tiempos, porque fronteras afuera el mundo arde también.
Hubiese sido algo así, ¿o no? ¿Cómo lo imaginan ustedes?
Ni el tiro del final
Los profetas del resentimiento se aferrarán a la idea del loquito suelto como a un salvavidas. Puede que sea un caso paradigmático: el freak que actúa por las suyas, sediento de notoriedad, sin comando superior comprobable. Un Lee Harvey Oswald modelo ’22 sería conveniente de modo sospechoso, ya que no salpicaría políticamente a nadie de forma directa. Pero una vez que abrís el cuadro, las salpicaduras se ven por todas partes. Que el tipo ya hubiese aparecido orbitando móviles televisivos en los que expresaba su desprecio por la ayuda social revela que, cuanto menos, formaba parte de la grey de cocos chamuscados por los medios del poder y sus comunicadores. La pistola la habrá cargado en persona, pero quienes moldearon a ese sorete para convertirlo en un arma con forma humana fueron otros. Sistemáticamente. Mediante vertido cotidiano de veneno, gota a gota, durante las 24 horas de los siete días de cada semana. Ningún ser humano es impermeable a un discurso de odio así de invasivo y de intenso.
Venían tirando de la piola desde hacía demasiado tiempo. Testeando los límites, la resistencia del material. Preguntándose: y si hago esto, ¿sigue siendo una democracia? Si mato a un negrito por la espalda y no pasa nada, ¿sigue siendo una democracia? Si se me queda un zurdito en el apriete, tiro el cadáver al río y no pasa nada, ¿sigue siendo una democracia? Si endeudo al país hasta la verija y convierto al FMI en co-gobernante de facto pero no pasa nada, ¿sigue siendo una democracia? Si uso a los servicios como mafia privada y espío a tirios y troyanos para extorsionarlos y no pasa nada, ¿sigue siendo una democracia? Si despojo al pueblo argentino de derechos que costó décadas ganar y no pasa nada, ¿sigue siendo una democracia? Si los poderosos crean su propia ley y la Corte Suprema funge de guardia pretoriana y no pasa nada, ¿sigue siendo una democracia? Si al denigrarlos permanentemente le bajo el precio a la vida de los peronistas hasta que cueste lo mismo que cuesta la vida del negrito —o sea monedas— y no pasa nada, ¿sigue siendo una democracia?
El material es resistente. Pero —como la materia toda, por definición— cuando alcanza su punto de quiebre termina por ceder, o se deforma de modo de tornarse irreconocible. El producto final es, pues, cualquier cosa a excepción de su identidad original. Por eso mismo, lo que estamos viviendo desde el año ’16 no es exactamente una democracia. Porque la voluntad que viene primando día tras día no es la de las mayorías sino la de los mega-ricos y los intereses geopolíticos de otras potencias.
En términos de la aspiración democrática que devino contrato social en el ’83, el intento de asesinato de Cristina es tan grave como las asonadas militares que tuvieron lugar entre el ’87 y el ’90. Califica como uno de los hechos más tenebrosos de una historia nacional que ya es munificente en el rubro. Tanto jodieron con la palabra magnicidio, tanto se enamoraron de ella, que la arrastraron al reino de lo real. Está claro que se trata de gente que ignora que, como decía Ursula K. Le Guin, “las palabras tienen poder, son eventos, ellas hacen cosas, cambian cosas, transforman tanto a quien las dice como a quien las oye, alimentan la energía y la amplifican”. Se trata de gente cuyo entendimiento está nublado por el odio, porque de otro modo tendrían claro que a nadie le conviene más que a ellos que Cristina permanezca intacta. Si el cuerpo de Evita consumida por el cáncer adquirió el poder totémico que tuvo, y corroyó la construcción política de sus adversarios, y licuó por dentro a los profanadores de su tumba, ¿se imaginan el poder que adquiriría el cuerpo de una Cristina asesinada?
El magnicidio frustrado (frustrado esta vez, hay que decirlo), marca un punto de no retorno. Porque, de haberse impuesto, el estado de derecho se habría desintegrado. Implosionado como un castillo de naipes. Desnutrida como está, la democracia actual no hubiese metabolizado ese nivel de violencia. Ahora resta ver cómo metabolizamos lo que sí ocurrió. En algún punto, la resultante del intento —el tiro del final que no llegó a salir— es secundaria, porque la realidad que debemos asumir es que un sector de la sociedad, un corte transversal que va desde lo más alto y enrarecido hasta el nivel rastrero del killer amateur, ya decidió que Cristina debe morir.
Cuando ella decía que su condena estaba escrita, muchos pensaron que hablaba exclusivamente en términos judiciales. Pero no. La aguja del violentómetro ya no respetaba los balances, picaba hasta el rojo que preanuncia el desastre. Tanto jodieron, dada la impotencia que les genera el ascendiente que no perdió a pesar del bombardeo mediático y político, que el asunto saltó de pantalla. Aun cuando la tienen comprada, la condena judicial ya no garantiza la satisfacción que reclaman a gritos. Los comunicadores al servicio del poder crearon en su público una adicción a la idea de la destrucción de Cristina, y ahora le demandan a la realidad dosis incrementales, porque ningún fix les alcanza.
Algunos veníamos advirtiendo del riesgo en voz alta, yo lo hice acá mismo varias veces. La última ocurrió la semana pasada. “Episodios como el reciente de los dos productores de TN que ingresaron al Congreso con un arma de utilería parecerán menores, pero producen el tipo de ruido ensordecedor que caracteriza a las alarmas”, dije siete días atrás. “Si pensamos que la clase que Walsh definió como ‘temperamentalmente inclinada al asesinato’ va a tolerar un revés como si estuviese compuesta por ingleses devotos del fair play, mereceremos todo lo que nos pase”.
El 31 de julio —hace un mes y monedas, nomás— dije también en El Cohete: “Hay que estar atentos y no bajar la guardia, para impedir que el desenlace vuelva a ser trágico como en los años ’50. Ya trataron de entrarle a Cristina más veces que El Coyote al Correcaminos. Sería gracioso si no fuese patético, si no fuese angustiante. Y está claro que seguirán intentándolo. Se han comprado el stock de la fábrica Acme y tienden todas las trampas a la vez, empezando por las de la proscripción y la cárcel”.
Y a continuación agregué: “Quiero creer que algo aprendieron y por eso excluirán del menú opciones que sólo celebraría un caníbal”.
Me dejé llevar por mi optimismo. No aprendieron nada.
Que le hayan apuntado a la cabeza no es casualidad. Son de la clase de gente que necesita destruir lo que envidia.
Espejo negro
No hay forma de exagerar la magnitud de lo que ocurrió el jueves por la noche en Juncal y Uruguay. Esas imágenes vivirán con nosotros hasta el fin de nuestros días, y más allá. Son y serán lo más parecido que se haya creado aquí a la televisación de los aviones clavándose en las Twin Towers. Nunca olvidaré el grito que pegó una amiga, cuando vimos por primera vez la escena en que se distinguía el arma. Ya estábamos al tanto de la noticia, ya sabíamos que Cristina se había salvado. Pero aun así, la imagen impactó sobre cuerpo y alma como una violación. De repente estábamos metidos en un episodio argento de Black Mirror, contemplando una lengua obscena de metal que entraba en cuadro para perpetrar lo que Patricia Bullrich jura que fue “un acto de violencia individual”. Sin embargo, millones lo experimentamos como una violación en masa.
Por eso, entre la infinidad de sensaciones que cobijamos en estas horas, una inequívoca es la siguiente: nos sentimos sucios. Profanados. La conciencia de un pueblo es una membrana elástica, y el golpe del jueves puso a prueba sus límites. Esa membrana sigue dilatándose porque el efecto del golpe acaba de impactar. Si llegará a un tope y se reconstituirá, o si acabará desgarrándose, es algo que está por verse.
Todavía es demasiado temprano para comprender nada a fondo. Las emociones son excesivas y contradictorias, boyamos sin cesar entre la furia, la convicción y las lágrimas. Pero me quedo con tres nociones de una solidez que quizás sobreviva a la liquidez de la hora.
Lo primero que ya está claro es que la oposición, sus comunicadores y los fanáticos que los siguen donde vayan no se harán cargo de nada. Pretenderán que no fue para tanto. Que en el mejor de los casos se trató de una agresión tan fallida como inverosímil hacia una Vicepresidenta, o sea la persona que desempeña un rol institucional secundario. Pero Cristina es además la líder indiscutida del movimiento político más popular de la historia argentina. Lo cual significa que lo que ocurrió vendría a ser como un atentado contra Perón mientras Cámpora era Presidente. Porque hoy Cristina ES Perón y además, como si fuese poco, es Eva también — así vino parido el combo: dos por uno. Es como si hubiesen atentado contra Simón Bolívar, o Franklin D. Roosevelt, o Mao Tsé Tung, o Winston Churchill, o Fidel Castro — líderes que, nos gusten o no, se ganaron con creces el amor y el respeto de sus pueblos. Y en el mundo contemporáneo, con la excepción de Lula y de Evo, casi no existen ya carismáticos del ámbito de lo político que conciten semejante reverencia.
Lo segundo es que, habiendo entendido ya que los que se ponen de la vereda de enfrente no ayudarán en nada, necesitamos transformar nuestro peso en poder, en caudal político. Hacerles entender que el pueblo amoroso que salió a las calles del país entero podría ser un tipo muy distinto de pueblo, pero que aun así elegimos hoy —¡oferta por tiempo limitado!— ser un pueblo encolumnado detrás de una movida política innegociable: la creación de un nuevo pacto político, que asfalte el camino de las próximas décadas de la historia argentina.
El acuerdo que funcionó a partir del ’83 —a los tumbos, sí, pero funcionó— está pulverizado. Cuando comprendieron que la opción militar ya no regresaría, sectores del poder real se avinieron a jugar el juego de la democracia de modo que generó una tensión no resuelta: ahora hay partidos que participan de la vida institucional pero que se cagan en la voluntad popular y tienen un compromiso democrático tenue, por no decir inexistente. Si la Corte encontrase un subterfugio legal para poner a Montoto en la Rosada lo avalarían sin perder el sueño, porque para ellos la democracia no es una vocación sino una estrategia de marketing. Por eso hay que convocar a todas las fuerzas políticas que quieran participar de las elecciones a firmar una profesión de fe expresa en la democracia, ese sistema que, entre otros principios encomiables, abomina de las violencias — verbales, simbólicas, económicas, políticas y literales.
Este es el momento en el cual todos los partidos deben decir de qué lado están: si de la democracia o del poder desnudo. Si se comprometen a mantener los pies dentro del plato de la Constitución o si se reservan el derecho a suscribir otro tipo de aventuras. En cuyo caso, por supuesto, haremos uso del derecho de admisión. Y aquellos que no se avengan a las reglas consensuadas, quedarán relegados a los extramuros de la vida política.
Por último, intuyo es que esta agresión tan celebrada por la más oscura de las minorías logró exactamente lo contrario de lo que deseaba. Algo que para el Club de Fans de la Muerte suena muy parecido a una pesadilla: el atentado disolvió toda diferencia entre Cristina —el cuerpo de Cristina, la salud de Cristina— y el cuerpo y la salud de la nación argentina. Y asimiló su suerte a la nuestra, cristalizando una simbiosis que permite parafrasear el cantito de este modo:
Si la tocan a Argentina, qué quilombo se va armar.
Como es más que ostensible que la tocaron, tenemos que ayudarlos a entender que ya se armó. Y que nosotros estamos dispuestos y ávidos de ser lo que debemos ser en esta circunstancia — o sea, el quilombo.
No se equivocó el poeta. Este asunto está ahora y para siempre en nuestras manos.