En cada Mundial, el fútbol deja al descubierto de qué está hecha la argentinidad. Esperanza, incertidumbre y un final siempre abierto. Esta vez la moneda cayó para el lado de la felicidad.
Por Nicolás G. Recoaro @ngrecoaro y Vanina Escales @vaninaescales
No es un 17 de octubre, pero es un 18 de diciembre y todos los caminos conducen al Obelisco. La patria transpirada vive su domingo de gloria, pero para llegar al cielo, al abrazo con desconocides, primero sufrimos. Porque la argentinidad se hace con ingredientes precisos de agonía, orgullo, heroísmo, alegría y llanto. Ningún sentimiento moderado se encuentra en las columnas que engrosan desde las 4 de la tarde la Diagonal Norte, avenida Corrientes, Córdoba, Belgrano, Independencia, San Juan hacia la 9 de Julio. Ni bien aprendemos a caminar, sabemos que para vivir este fervor, este amor, vamos a tener que aprender otra cosa: a alentar. Así entendemos la vida colectiva.
Un río, una ola, un océano, un tsunami celeste y blanco. Más de dos millones de personas que, sin prisa pero sin pausa, fluyen desde los barrios porteños, desde el Conurbano, desde las provincias, desde el cielo con diamantes del Diego. Inundan el centro porteño. Peregrinando desde el suburbio del suburbio de Avellaneda llegó Alexis. El hercúleo albañil llora: “36 años, hermano, desde la cuna que la vengo soñando a la copa. Pellizcame, no me quiero despertar”. Sueño de una primavera futbolera que no quiere terminar. “Hoy somos inmortales”, dice un grafiti tatuado a las apuradas a dos cuadras del Obelisco.
El triunfo es de cada persona que lo gritó y se volvió a ilusionar. De las que pusieron estampitas, velas prendidas, las que tuvieron cábalas, las que prometieron, las que juntaron figuritas con solemnidad, las que alimentaron familias enteras comprando remeras en la calle, las que usaron los talismanes, las que se tranquilizaron con estadísticas y confiaron en que viven en un país coronado de gloria. A la altura de la Avenida de Mayo se baila, se perrea, se twerkea, se canta el himno de la alegría que sale del baúl de un Golcito destartalado. En llamas, a lo bonzo, les pibis de Florencio Varela sacuden el esqueleto a todo ritmo. Confiesa el DJ a cargo de set: “Hasta que no nos den más las piernas, papu. Mañana no sé ni de qué trabajo”.
El mundial de fútbol recién termina, pero esto recién empieza. Falta que lleguen los pibes que pusieron la magia, que llegue Lio, el cuerpo técnico, les hinchas que pusieron el bombo. Falta que llegue la copa dorada, la concentración material de nuestras ilusiones. Falta volver a salir o falta no salir nunca de la calle. La tarde es sofocante y en el asfalto recalentado se ve la sombra de las banderas albiceleste que flamean en círculos, como satélites de nuestras alegrías. La tercera estrella no es más distante. Brilla, alta en el cielo, sobre la Argentina.