Julio López
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GRINGOS PENDEJOS
Por SUPER MACHO - Monday, Jul. 14, 2003 at 12:32 PM

ASQUEROSOS ANGLOSAJONES. Bien decía Aristoteles los del norte son imbeciles

14 de julio del 2003

El alivio del hombre blanco

Norman Mailer
New York Review of Books

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Mutis: rayos y truenos, conmoción y espanto. El polvo, las cenizas, la niebla, el fuego, humo, arena, sangre y un buen poco de desechos pasan ahora a los bastidores laterales. La escena, sin embargo, sigue ocupada. La pregunta formulada al levantar el telón no ha sido respondida. ¿Por qué fuimos a la guerra? Si no encuentran armas de destrucción masiva, la pregunta va a convertirse en un grito.

O, si descubren algunas armas en Irak, es probable que haya aún más, trasferidas a nuevos escondites más allá de la frontera iraquí. Si ocurrieran horrendos acontecimientos, podemos contar con una reacción predecible: "Buenos, honestos, inocentes estadounidenses murieron hoy debido a los malvados terroristas de al- Qaeda". Sí, escucharemos la voz del presidente incluso antes de que pronuncie esas palabras. (Para aquellos de entre nosotros a los que no nos gusta George W. Bush, podríamos también reconocer que vivir con él en la Oficina Oval es como estar casado con alguien que dice siempre exactamente lo que uno sabe que él o ella va a decir, lo que ayuda a comprender por qué más de la mitad de EE.UU. parece adorarlo actualmente.)

La pregunta clave sigue siendo ¿por qué fuimos a la guerra? No ha sido respondida. La multitud de respuestas ya ha producido un estofado cognoscitivo. Pero el ingrediente aislado más doloroso en este momento es, desde luego, el descubrimiento de las tumbas. Hemos librado al mundo de un monstruo que asesinó a cantidades incalculables, mega-cantidades, de víctimas. Nadie subraya que muchos de los cadáveres eran de chiíes del sur de Irak que han sido diezmados repetidamente durante los últimos doce años por haberse atrevido a rebelarse contra Sadam en el período subsiguiente a la Guerra del Golfo. Por cierto, fuimos nosotros los que los incitaron a alzarse, para comenzar, y luego no les ayudamos. ¿Por qué? Puede haber habido una continua discusión en la primera administración Bush que en la que terminaron por ganar los que consideraban que una victoria chií sobre Sadam podía generar una multitud de imanes iraquíes que podrían hacer causa común con los ayatolas iranios. ¡Chiíes uniéndose con chiíes! Hoy en día, desde el punto de vista de los restantes chiíes iraquíes, nos sería difícil probarles que no fueron víctimas de una traición. Así que pueden contemplar las tumbas que estamos tan felices de haber liberado como si fueran voces sepulcrales que exigen que compartamos la culpa. Lo que, desde luego, es algo que no haremos.

Sí, nuestra culpa por gran parte de esos cadáveres sigue siendo un inmenso texto anexo y Sadam estuvo creando fosas comunes durante todos los años 70 y 80. Mató comunistas en masa en los años 70, lo que no nos molestó para nada. Luego masacró a decenas de miles de iraquíes durante la guerra con Irán -cuando lo apoyábamos. Innumerables fosas comunes que están siendo descubiertas proceden de ese período. Desde luego, los verdaderos asesinos nunca miran atrás.

La administración, sin embargo, se preocupó sólo de cómo mejor acelerar la guerra. Se apresuraron por encontrar numerosas razones justificables. Los iraquíes constituían una amenaza nuclear, estaban cargados de armas de destrucción masiva, trabajaban estrechamente ligados con al-Qaeda, incluso habían sido los genios malvados tras el 11-S. Las razones ofrecidas al público estadounidense resultaron ser superficiales, no- verificables y carentes de la realpolitik de nuestra necesidad de agarrotar el Medio Oriente por muchas razones, además de Israel-Palestina. Tuvimos que hacer tragar la guerra con fraudes.

La enormidad de la falsificación podría ser mejor interpretada como un reflejo del inmenso daño que el 11-S causó a la moral de EE.UU. particularmente a su núcleo -la corporación. Toda la gente de la organización: superiores e inferiores, gerentes, jefes de división, secretarias, vendedores, contadores, especialistas de marketing, toda la colección de estadounidenses oficinistas corporativos, además de todos los que tenían parientes, amigos o compañeros de escuela que trabajaban en las Torres Gemelas -la conmoción afectó los fundamentos de la psique estadounidense. Y la clase trabajadora estadounidense se identificó con los combatientes que fallecieron combatiendo el incendio: los bomberos y los policías, todos instantáneamente ennoblecidos.

Fue un filón de oro político para Bush siempre que lograra dar a los millones -¿o mejor dicho a las decenas de millones?-, que se identificaban directamente con los incinerados en las Torres Gemelas, un sentido adecuado de venganza. Cuando Osama bin Laden no pudo ser capturado por las partidas que enviamos a Afganistán, Bush fue devuelto a los problemas interiores existentes que no parecían poder ser solucionados fácilmente. La economía se hundía, el mercado estaba por los suelos y algunos bastiones clásicos de la fe estadounidense (integridad corporativa, el FBI y la Iglesia Católica, para mencionar sólo tres) habían todos sufrido una atroz pérdida de prestigio. El aumento del desempleo socavaba la moral nacional. Ya que es concebible que nuestra administración no haya estado dispuesta a solucionar ninguno de los serios problemas que la enfrentaban si la solución no producía un enriquecimiento de los de arriba, fue natural que la administración se sintiera motivada a lanzarse a empresas más importantes, ¡acometer a una guerra empírea! Podríamos decir que nos lanzamos a la guerra porque necesitábamos desesperadamente una guerra exitosa como una especie de rejuvenecimiento psíquico. Se podía utilizar cualquier excusa de peso -la amenaza nuclear, los nidos de terroristas, las armas de destrucción masiva- después de todo podíamos terminar utilizando la disculpa de que estábamos liberando a los iraquíes. ¿Quién podía disputarlo? Imposible. Sólo quedaba por preguntar: ¿Cuál será el costo para nuestra democracia?

Dejemos por sentado que la administración sabía algo que muchos de nosotros no sabíamos -sabía que teníamos un grupo de fuerzas armadas muy bueno, tal vez incluso extraordinariamente bueno, aunque esencialmente no haya sido puesto a prueba, militares expertos, disciplinados, bien motivados, concentrados en su carrera y dirigidos por un equipo de oficiales que era inteligente, elocuente y considerablemente menos corrupto que cualquiera otra cohorte del poder en EE.UU.

En una semejante situación extrema, ¿cómo no iba a utilizarlos la Casa Blanca? Levantarían la moral de un elemento esencial de la vida de EE.UU.: esas decenas de millones de estadounidenses que habían sido heridos espiritualmente por el 11-S. También podían servir a un grupo aún mayor, que había sido cerca de un 50 por ciento de la población y que continuaba siendo fundamental para la base política del presidente. Ese grupo había sido realmente afectado. En cuanto a su ego colectivo, el buen estadounidense promedio, varón y blanco, había vivido muy poco que reflotara su moral después del deterioro del mercado laboral, nada, en realidad, a menos que fuera miembro de las fuerzas armadas. Allí, la situación era evidentemente diferente. Las fuerzas armadas se habían convertido en el equivalente paradigmático de un grandioso joven atleta que deseaba poner a la prueba su auténtica dimensión. ¿ Podría ser que haya habido por ahí en los quintos infiernos un sujeto hecho a la medida y que su nombre era Irak? Irak tenía la reputación de un duro, pero no le quedaba mucha sustancia. Un adversario ideal. Una guerra del desierto está como hecha para una fuerza aérea cuya condición es comparable en su perfección a una modelo de moda de primera línea sobre una pasarela. Sí, liberaríamos a los iraquíes.

Así que nos lanzamos contra todos los obstáculos -el primero era la ONU. Sin ningún miramiento, desvergonzadamente, orgullosamente, eufóricos, por lo menos la mitad de nuestro EE.UU. prodigiosamente dividido podía esperar a duras penas que comenzara la nueva guerra. Comprendimos que nuestro entretenimiento en la televisión iba a ser tremebundo. Y lo fue. Estéril pero tremebundo -lo que, después de todo, es exactamente lo que se supone que sea una buena televisión en cadena y por cable.

Y hubo otros factores para utilizar nuestra pericia militar, menores pero importantes: esos motivos nos vuelven a conducir al continuo malestar del varón blanco estadounidense. Había estado sufriendo una paliza diaria durante los últimos treinta años. Para mejor o para peor, el movimiento femenino ha logrado éxitos trascendentales y el viejo, fácil ego del varón blanco se ha marchitado bajo su brillo. Incluso el consuelo de animar su equipo ante la televisión había sido desilusionado. Para muchos, daba ahora mucho menos placer que antes mirar los deportes, una pérdida clara y declarable. Las grandes estrellas blancas de antaño habían desaparecido en su mayor parte, desaparecido del fútbol americano, del baloncesto, del boxeo y medio desaparecido del béisbol. El genio negro prevalecía ahora en todos esos deportes (y los latinos se imponían rápido, incluso los asiáticos estaban comenzando a impresionar). A nosotros los hombres blancos nos dejaban ahora con la mitad del tenis (por lo menos su mitad masculina) y también podría mencionar el hockey sobre hielo, el esquí, el fútbol, el golf (con la notable excepción del Tiger), así como el lacrosse, el atletismo, la natación y la Federación Mundial de Lucha -residuos de lo que era una grande y gloriosa aglutinación atlética blanca.

Desde luego, hubo entusiastas del deporte que adoraban a las estrellas de sus equipos favoritos sin consideración de su raza. Algunas veces, incluso les gustaban más los atletas negros. Esos varones blancos tendían a ser liberales. No le servían a Bush. Tenía que preocuparse de su electorado más inmediato. Si poseía una fuerza oculta, era su conocimiento de las cosas íntimas que preocupaban más a los varones blancos estadounidenses -precisamente los asuntos que no siempre estaban dispuestos a admitirse ellos mismos. Lo primero fue que las personas en la onda del deporte pueden llegar a ser adictos de la victoria. El deporte, la ética corporativa (la publicidad) y la bandera de EE.UU. se han convertido en un triunvirato de lucha-por- la-victoria que ha desarrollado muchas conexiones psíquicas con los militares.

Después de todo, la guerra fue, con todo lo demás, la extrapolación más dramática y seria del deporte. El concepto de la victoria puede ser visto por algunos como la especie más noble de ganancias en unión con el patriotismo. Así que Bush sabía que una gran victoria era un camino fácil que daría resultados en el caso del varón blanco estadounidense. Si los negros y los latinos en las filas reclutadas eran representativos de su proporción en la población, aún no constituían una mayoría y las caras del cuerpo de oficiales (como las vemos en la televisión) sugieren que el porcentaje de blancos aumenta a medida que alguien asciende en rango. Además teníamos mandos en demolición de tanques, súper-Marines y la mejor baza -la mejor fuerza aérea que haya jamás existido. Si no podíamos encontrar nuestro machismo en ninguna otra parte, ciertamente podíamos contar con la interrelación entre combate y tecnología. Permítanme que lance la ofensiva sugerencia de que puede haber sido una de las razones encubiertas pero reales por las que deseábamos la guerra. Sabíamos que probablemente sería algo nos haría quedar bien.

Mientras tanto, sin embargo, entre todos los rápidos acontecimiento de los últimos meses, nuestros militares sufrieron una metamorfosis. Por cierto, fue una transformación del diablo. Pasamos, sea como sea, de ser un atleta potencialmente grande a servir como médico interno en intensiva al que se le exigía que operara a alta velocidad a un paciente terriblemente enfermo lleno de frustración, indignación y violencia. Ahora, durante el mes pasado, incluso mientras están cosiendo un poco al paciente, se presenta una nueva e inquietante pregunta: ¿Se ha desarrollado alguna medicina nueva para tratar lo que parece ser una serie de infecciones? ¿Sabemos realmente cómo tratar supuraciones amoratadas? ¿O sería mejor seguir confiando en nuestra inmensa suerte estadounidense, nuestra fe en nuestra suerte de poder hacerlo todo, divinamente protegida? Somos, por costumbre, belicosos. Si esas supuraciones resultan ser incontrolables, o demasiado costosas en cuanto a tiempo, ¿ no podríamos dejarlas atrás? Podríamos pasar al próximo destino. Siria, podríamos declarar con nuestra mejor voz de John Wayne: Ustedes pueden correr, pero no se pueden ocultar. Arabia Saudí: Ustedes, depósito sobreestimado de grasa, ¿nos necesitan más que nunca? E Irán: Cuidado, los estamos mirando. Ustedes harían una verdadera merienda. Porque cuando combatimos, nos sentimos bien, estamos listos para lanzarnos y ya verán. Ya le hemos tomado gusto. Claro, hay un canasto lleno de miles de millones esperando en el Medio Oriente, mientras podamos escaparnos de los billones en deudas que nos esperan en casa.

Digámoslo bien claro: los motivos que conducen a los principales actos históricos de una nación probablemente no ascienden a más que el entendimiento espiritual de su liderazgo. Aunque puede que George W. no sepa tanto como cree que sabe sobre las disposiciones de la bendición divina, sigue igual conduciéndonos a alta velocidad -un hombre al volante cuyo alarde más legítimo probablemente sea que sabe cómo convertir la propiedad parcial de un equipo de béisbol de la liga nacional en una victoria en la elección para gobernador de Texas. ¿Y podremos llegar a olvidarlo algún día? -fue catapultado, mediante astucias legales y engaños, a un cántico -ahora algo maculado, pero aún todopoderoso: ¡Viva el Jefe!

No, no ascenderemos más alto que el entendimiento espiritual de nuestros dirigentes. Y ahora que el ardor de la victoria ha comenzado a enfriar, algunos verán que tenía fallas. Porque somos víctimas una vez más de todas esas ciencias de la publicidad que dependen de la mendacidad y de la manipulación. Hemos sido embaucados sobre los verdaderos motivos para esta guerra, halados y empujados por algunos de los mejores engañabobos para que creamos que hemos vencido en una contienda noble y necesaria cuando, en realidad, el contrincante era un imbécil ahuecado cuyas monstruosidades degeneraban hacia la vejez.

Tal vez no era tan viejo. Tal vez Sadam tomó la decisión de pasar a la clandestinidad con toda la riqueza que había substraído y de financiar a al-Qaeda o a algún apéndice en algún tipo de cooperación con Osama bin Laden -un nuevo equipo clandestino, los Mellizos Terroristas Incompatibles. Es una hipótesis tan insana como el mundo en el que comenzamos a vivir.

La democracia, más que cualquier otro sistema político, depende de un atisbo de honradez. En última instancia, está en gran parte a la merced de un líder que nunca se ha puesto por sí mismo en una situación embarazosa. ¿Qué se va a decir de alguien que pasó dos años en la Fuerza Aérea de la Guardia Nacional (para no tener que ir a Vietnam) y que actuó como muchos otros hijitos de su papá mimados y acaudalados - sin darse la molestia de presentarse para cumplir con su deber en su segundo año de servicio? La mayoría de nosotros tenemos episodios de nuestra juventud que nos pueden dar vergüenza cuando pensamos en ellos. Es una señal de madurez el que no tratamos de aprovechar nuestras tempranas fallas y vicios, sino que hacemos lo posible por aprender de ellos. Bush, sin embargo, procedió a convertir su declaración del fin de la campaña iraquí en un impresionante desfile de modas. Escogió -ese clon por una noche de Abe el honesto [Abraham Lincoln] sobre la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln en un Viking jet S-3B que llegó con un dramático aterrizaje con el tail hook bajado. El portaaviones estaba bien dentro del alcance de un helicóptero desde San Diego, pero G.W. no hubiese podido exhibirse en ropajes de vuelo y por lo tanto no hubiera podido demostrar lo bien que le iba el uniforme que no había honrado. Jack Kennedy, un héroe de la guerra, siempre anduvo de civil mientras era comandante en jefe. Lo mismo hizo el general Eisenhower. George W. Bush, que hubiese podido, si hubiera estado solo en el mundo, ser un modelo masculino de clase mundial (ya que nunca sale mal en una foto), procedió a ponerse el casco de aviador y a lucir el traje de vuelo. Ahí estuvo para su sesión fotográfica viéndose como otro tío sensacional más junto a los tíos sensacionales. Esperemos que nuestra democracia sobreviva ese bombardeo de suciedad en su propio nido.

7 de julio de 2003
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