Julio López
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Después del corte
Por Las 12 - Friday, May. 27, 2005 at 6:00 PM

Casi tres años después de que dos jóvenes militantes del movimiento de desocupados fueran asesinados en el Puente Pueyrredón y cambiara la vida política argentina, comenzó el juicio oral para delimitar las responsabilidades materiales de las muertes. Aquí son las mujeres de estas dos familias huérfanas de madre quienes hablan de sus expectativas en relación con el juicio, del significado de la memoria y de su propia vida, después de aquel Puente.

Sociedad
Después del corte

Casi tres años después de que dos jóvenes militantes del movimiento de desocupados
fueran asesinados en el Puente Pueyrredón y cambiara la vida política argentina,
comenzó el juicio oral para delimitar las responsabilidades materiales de las
muertes. Aquí son las mujeres de estas dos familias huérfanas de madre quienes
hablan de sus expectativas en relación con el juicio, del significado de la memoria
y de su propia vida, después de aquel Puente.






Por Marta Dillon

Cuánto tiempo había pasado desde que en los límites de la Capital, por donde venía
entrando una marcha descomunal de desocupados y desocupadas que había comenzado en
el margen del conurbano bonaerense y se dirigía al centro político de Buenos Aires,
se escuchara esa consigna mítica “piquete y cacerola, la lucha es una sola”? Apenas
dos, dos meses y medio como mucho, hasta que la muerte campeó en la estación
Avellaneda, y por la tele y en directo se vieron otras escenas no menos
escalofriantes: policías pertrechados como soldados tiraban abajo la puerta de un
local de Izquierda Unida y, en otro sector, un ómnibus se daba vuelta, en llamas,
como una postal de otros tiempos que buscaba sembrar el miedo, nombrar a un otro,
peligroso que venía vestido de pañuelo en la cara. Los comerciantes de la zona, sin
embargo, dijeron enseguida que no fueron piqueteros los que habían tirado piedras
sobre sus locales y que tampoco habían tenido que ver en lo del colectivo. La
primera versión sobre la
muerte de Kosteki y Santillán fue desarmada rápidamente por otros trabajadores: los
reporteros gráficos y los camarógrafos. Sin embargo, algo se cortó en el Puente
Pueyrredón, un vínculo que era frágil, es cierto, pero que todavía permitía que los
ahorristas estafados, representantes de la clase media que viajaba al exterior y
soñaba con vivir de lo ahorrado, pudieran mirarse en quienes no tenían trabajo y
reconocerse; la amenaza soplaba en la nuca y la necesidad es una gran maestra. Pero
si la versión oficial de que las muertes de los chicos –los dos estaban en la
veintena– eran producto de enfrentamientos entre grupos piqueteros no pudo
instalarse, la brecha empezaba a profundizarse. Ser piquetero o piquetera podía
terminar en muerte, y eso de que algo habrán hecho sigue prendido entre el catálogo
de frases hechas que componen el ser nacional.

Ahora a nadie se le ocurre pensar que el piquete y la cacerola tienen algún punto de
contacto y hasta el Presidente se queja de que las calles están ocupadas. Igual, el
Puente Pueyrredón se ocupa cada 26, aun con un carril abierto, todo un signo de
inteligencia ya que permite a los que pasan por ese estrecho pasillo ver,
enfrentarse con las razones del corte. Igual, cada 26 las Asambleas de Mujeres de
los MTD se sientan en círculo y hacen oír sus voces profundizando también su propio
camino. Igual, las calles se ocupan: los chicos de Cromañón siguen viviendo a la
intemperie, los movimientos gremiales marchan por reivindicaciones laborales como
hace tiempo no se veía, desocupados y desocupadas vuelven una y otra vez a rodear la
Plaza de Mayo y las y los estudiantes, golpeados por el efecto Cromañón, también se
instalan en las narices de todos para exigir respeto por su rol y cuidado por sus
cuerpos.

Tres años pasaron desde los asesinatos en el Puente Pueyrredón, el juicio está
abierto. Y no sólo los jueces tienen la última palabra.







Noelia Santillan: El lugar de la hermana




Número de manzana, edificio, piso y departamento; así da su dirección Noelia, dando
por sentado que esos datos pertenecen al barrio Don Orione, en Claypole, ahí donde
la geografía urbana empieza a deshilacharse, a mezclarse con manchones de monte que
no terminan de ser verdes porque el gris del Camino de Cintura ensucia también los
arbustos, las trepadoras, los árboles que sobreviven cerca de la banquina. Es que
Noelia Santillán, la hermana de Darío, el joven fusilado en Puente Pueyrredón el 26
de junio de 2002, apenas sale de su departamento perfectamente limpio y perfumado
con sahumerios. En ese edificio, en esa manzana, nació y creció junto con sus padres
y tres hermanos varones que ahora son dos, aunque el tercero habite las paredes con
su sonrisa y sus brazos abiertos, en los retazos de banderas que alguien enmarcó a
modo de regalo para la familia del pibe que sabía poner alma y corazón ahí donde
todo lo demás faltaba.

Hasta hace poco, este mismo año, Noelia estudiaba enfermería. “Pero tuve que dejar,
por problemas económicos.” Ella quería seguir los pasos de su mamá y de su papá,
trabajar en salud, aunque sus aspiraciones se fueron modificando al ritmo en que las
aspiraciones de todos se moderaban o mutilaban porque las urgencias son tantas que
suelen amputar los sueños. “Yo quería ser la señora que saca los bebés. ‘La
obstetra’, me decía mi mamá, pero yo insistía: quería ser la que saca los bebés.”
Después se imaginaba “doctora”, delantal blanco y estetoscopio al cuello, dando una
mano aquí y allá. Ahora se la pasa encerrada, “no hago nada, estoy todo el día acá.
Me dolió en el alma dejar la escuela, pero las cosas se pusieron difíciles y papá ya
no me puede ayudar. Sí, como soy la única mujer, aunque no quiera, la limpieza y lo
que es de la cocina me toca. Creo que voy a conseguir trabajo en algún momento, pero
todos los que veo son en Capital y por el mínimo, me lo gastaría todo en viáticos”.

Noelia se disculpa a cada rato, por el modo de hablar, por el temblor de la voz. Es
que extraña a su hermano como si el tiempo no hubiera pasado, lo mira en las remeras
que se imprimen en los cortes del Puente Pueyrredón en su memoria y no lo reconoce.
No se resigna. “Cuando veo esas imágenes pienso lo que habrá sido mi hermano para
que la gente lo quiera llevar en una bandera... aunque yo veo a otra persona, me
niego a tomar conciencia de que no va a volver.”

Pero ella no necesita de la imaginación para saber quién era Darío Santillán.
Tampoco tiene por qué explicar que no es sólo la muerte violenta lo que llevó a esa
sonrisa que aparece detrás de una maraña de barba a habitar los trapos que flamean
cada 26 sobre el límite entre Avellaneda y Buenos Aires. Pero no puede hablar de
Darío sin poner en primer plano su carisma, su voluntad, su compromiso. “Lo que más
me gustaba era despertarme temprano y encontrármelo en esa mesa, ahí donde estás
sentada vos, con su libro abierto y el mate listo para los que íbamos llegando al
desayuno. ¡Tenía una pasión por la lectura! Cada vez que yo le preguntaba algo, él
tenía un libro listo para que me entere por mis propios medios.”

Fue un profesor de historia, en la escuela Piedrabuena, de Solano, el que despertó
un ansia en Darío que no conocía. Los relatos del pasado se levantaban de la página
de la mano de Pedro Bello, que siguió siendo su amigo después de terminada la
secundaria. Darío cambiaba y cambiaban los temas de conversación en la mesa
familiar, “si hasta mi mamá un día le dijo, asombrada, ‘claro, yo viví la dictadura
pero no la sentí’. Fue una época hermosa ésa, porque descubríamos cosas, formamos el
centro de estudiantes. Hasta ese momento yo estaba en mi mundo”. Un mundo hecho de
problemas existenciales tan profundos como el deseo por ese chico que esquiva la
mirada. “Pero el boliche no, no me dejaban ir a bailar.” ¿Y qué importaba?, si podía
juntarse en alguna casa y escuchar la música que también diseñaba un camino para
ella y en el que Darío parecía llevar la linterna: “Mis compañeras me decían que era
una vieja porque me gustaba Silvio Rodríguez o el rock nacional, la cumbia para
nada... mis
viejos no entendían nada de lo que hacíamos, al principio. Pero me acuerdo la
primera vez que fui a una marcha, un aniversario del golpe marchamos con las Madres
de Plaza de Mayo. Fue muy emocionante, estaba ahí y dije ésta es la gente con la
que quiero estar, la gente que quiero conocer”.

Del centro de estudiantes, los hermanos Santillán pasaron a fundar una agrupación
juvenil independiente, la 11 de Julio, llamada así en honor al día en que se fundó.
“No sabíamos qué nombre ponerle”, dice Noelia y grafica cierta orfandad política que
más tarde pariría una consigna que atravesó fronteras (que se vayan todos).

“Pero las primeras veces que fui al movimiento (Movimiento de Trabajadores
Desocupados-Aníbal Verón) fue increíble, porque me gustaba descubrir la conciencia
de la gente, era lo que yo quería saber, estar cerca de necesidades más bravas y ver
cómo luchan por lo que se merecen. Era distinto a lo que había hecho antes, porque
acá veías gente grande y pibes, todos hablando y cada palabra valía, todo lo que se
decía era importante. Era un lugar para mí, entre gente que no se resignaba. Y mi
hermano, bueno, él siempre me dio mucho orgullo.”

Ahora es Leo, el menor de los Santillán, el que tomó la posta que le quitaron a su
hermano a perdigonazos. No vive en Monte Chingolo como Darío, pero pasa mucho tiempo
ahí y su compromiso es tan fuerte como sus brazos. ¡Váyanse, carajo!, fueron las
últimas palabras que escuchó Leo de boca de Darío, el 26 de junio de 2002. Dos
palabras ridículas para ser las últimas, pero cargadas de la autoridad necesaria
para poner a salvo a Leo y a su novia. Darío se quedó con la mano de Maximiliano
Kosteki entre las suyas, había estudiado en la Cruz Roja, como hizo Noelia después
hasta que tuvo que dejar, y sabiendo que era poco lo que podía hacer, sencillamente
lo acompañaba. De lejos, internándose en el aquelarre de la estación entre parejas
separadas por los palos, madres que buscaban a sus hijos y compañeros y compañeras
que intentaban ponerse a salvo, Leo escuchó los tiros. Y no supo más.

“A mí no me preocupaba Darío –se acuerda Noelia, con dificultad–, cuando me puse a
llorar, al mediodía, a la hora en que lo matan, pensaba en Leo que es más impulsivo.
Darío siempre pensaba lo que ha-

cía. Ahora lo vi en los videos, en la reconstrucción que hizo la fiscalía y apenas
puedo vivir con esas imágenes, está en mi cabeza siempre agonizando. Por eso cuando
pienso en Fanchiotti y lo veo ahí sentado en el juicio, la bronca me gana y quisiera
que agonice... Me da miedo escuchar los testimonios como me da miedo ir a los
piquetes o al barrio donde vivía mi hermano. Me duele mucho, no lo aguanto. Pero al
juicio voy, voy a ir de todas maneras, porque más dolor que el que ya sentí es
difícil; además tengo que acompañar a mi papá. ¿Qué sería para mí que haya justicia?
Que a Fanchiotti le den 200 años y de ahí para arriba: Duhalde, Solá, el intendente,
el jefe de la Side, todos sabían lo que iba a pasar. ¡Si yo no fui a ese piquete
porque en el anterior, en Alpargatas, sentí cómo vibraba el ánimo de la represión!
Ellos avisaron que iban a reprimir porque no querían más protesta. Pero la gente no
estaba ahí por los 150 pesos de los planes, estaba ahí por lo que les corresponde,
que
es mucho más que plata.”

En la audiencia del último martes, en los tribunales de Lomas de Zamora, Noelia se
agachó en el segundo puesto de control para levantar las cosas que Vanina Kosteki
tiró en la cara de unas de las mujeres destinadas a cachear a quienes entran en la
sala porque era la segunda vez que la revisaban. Fue su manera de ayudar, hay
rebeliones que Noelia no quiere actuar y lo que más le importaba es que Vanina
pudiera entrar. Morocha, bien plantada, los ojos siempre brillantes en sus cuencas
de delineador negro, Noelia tiene una tristeza que arrastra desde que su mamá murió
por una falla hepática en 1998. Entonces Darío dejó la casa familiar y se fue al
asentamiento de Monte Chingolo donde militó hasta que lo asesinaron. Noelia lo vio
hace poco en un video, hablándole a la gente y quedó prendada de esa imagen, a lo
mejor la ayudan a borrar las de la agonía, pero su familia ya no será la misma y eso
no tiene remedio. “Darío era el que nos unía, venía todos los fines de semana y
hacía que
estuviéramos juntos, ahora ya no pasa.” Su papá vive con su nueva esposa, aunque se
da una vuelta por el barrio Don Orione todo lo seguido que puede. Y el barrio
entero acompaña, como lo hizo en el primer momento, las idas y venidas al tribunal
de Lomas. “Pero la verdad –dice ella, detrás de un mate con yuyos–, tengo miedo de
que la gente se olvide, ¿o se acuerdan de los muertos del 20 de diciembre? Yo
pienso en ese momento y creo que nos perdimos una oportunidad, fue una explosión y
listo. Y ahora pienso en mi futuro y no tengo nada, no puedo estudiar, no puedo
trabajar, todas las oportunidades que me estoy perdiendo siendo joven. Todo es
cola, para el hospital, para pedir trabajo, para cualquier cosa. No sé qué me va a
pasar el día de mañana”, dice, y abre una pregunta en la que todos podemos
mirarnos, tal vez un poco deformados, como en un espejo herrumbrado.





Otro techo de cristal




La represión en Avellaneda dejó treinta y tres heridos de bala y dos muertos. Estuvo
precedida de la advertencia del gobierno sobre que no se tolerarían más cortes de
ruta, y fue seguida por el intento de instalar, desde los mismos despachos
oficiales, la versión de que los asesinatos habían sido el producto de un
enfrentamiento entre manifestantes. Cuando ese intento falló, Eduardo Duhalde se vio
obligado a llamar a elecciones presidenciales anticipadas. A nadie se le ocurriría
pensar que se trató de un mero exceso policial, algo que haya ocurrido porque un
comisario perdió el control de sus nervios.

La situación es tan obvia que en el juicio oral por los asesinatos de Darío
Santillán y Maximiliano Kosteki se da una situación aparentemente paradójica: los
defensores de los policías coinciden con los abogados de las víctimas en que existió
una trama más vasta por encima del comisario Fanchiotti y su chofer, el cabo
Alejandro Acosta.

Esa aparente paradoja señala el límite que ha tenido la investigación judicial. No
se puede decir que los fiscales Juan José González y Adolfo Naldini hayan
investigado mal al cabo y al comisario. Todo lo contrario: utilizando las imágenes
tomadas por los fotógrafos y la televisión, la fiscalía reconstruyó los homicidios
en un minucioso trabajo de análisis cuadro por cuadro. No tuvo en esto una actitud
pasiva: las imágenes del balazo a Kosteki fueron descubiertas por el ministerio
público. Son esas pruebas las que constituyen el sostén del juicio oral. Pero en
cambio, los fiscales no investigaron a nadie por arriba de Fanchiotti y Acosta.

Había suficientes indicios para hacerlo. La protesta del 26 de junio del 2002 fue
convocada por un extenso conjunto de organizaciones opositoras a la gestión de
Duhalde. Pidió el aumento de los planes de empleo de 150 a 300 pesos, la
universalización de la asistencia y el desprocesamiento de los luchadores sociales.
Eran meses en los que los reclamos sumaban a desocupados y asambleas barriales, y en
los días previos a su realización el gobierno expresó claramente su intención de
ponerles un límite.

Lo hizo con conferencias de prensa en la Casa Rosada, en las que el jefe de Gabinete
Alfredo Atanasof anunció que no se toleraría más cortes de ruta. “Necesitamos tener
orden”, fue su definición.

El operativo dispuesto por el entonces secretario de Seguridad, Juan José Alvarez,
reunió por primera vez frente a una protesta social a todas las fuerzas policiales y
de seguridad. Sobre el puente se dispuso un despliegue coordinado de la Prefectura,
la Gendarmería, la Policía Federal y la Bonaerense. Alvarez, al igual que el
ministro de Seguridad bonaerense, Luis Genoud, no se mantuvieron ajenos al
operativo. Por el contrario, ese día permanecieron en sus despachos, siguiendo lo
que pasaba en Avellaneda.

Una vez desatada la represión, que se extendería durante más de una hora, Fanchiotti
estuvo en contacto telefónico con la Secretaría de Inteligencia del Estado. Los
llamados quedaron asentados en los registros de las compañías telefónicas.

La SIDE había hecho en los días previos tareas de control sobre los desocupados, con
las que elaboró un informe que mostraba a los piqueteros como una suerte de nuevos
guerrilleros urbanos. La operación podría ser considerada como una maniobra que los
servicios hicieron por su cuenta y gusto, pero no lo fue: inmediatamente después de
las muertes, el gobierno usó el informe para estigmatizar a los manifestantes,
acusándolos de complotar contra la democracia.

Ninguno de los hechos que se mencionan fue secreto. Sin embargo, los fiscales no
encontraron motivos para llamar a declarar a ningún funcionario.

Ahora, tres años después de la masacre, quienes ocuparon cargos de responsabilidad
deberán presentarse en el juicio. Serán interrogados en calidad de testigos y a
pedido de la querella, ya que el fiscal actual, Bernardo Schell, como antes sus
pares de primera instancia, no consideraron que fuera necesario convocarlos.

El juicio se inició acotado a los policías y seguirá estando restringido a ellos.
Pero tal vez –ésa es la apuesta de los querellantes– sirva para establecer
judicialmente la necesidad de que la investigación continúe. Frente a los tribunales
donde se realiza el juicio, los desocupados mantienen un acampe en reclamo de
justicia. Han cortado el Puente Pueyrredón todos los 26 con la misma exigencia, y
esa presencia ha garantizado que la presión por el esclarecimiento del caso no
decaiga.

No sólo espantan los niveles de impunidad. También lo hace comprobar cómo ninguno de
los reclamos que los movimientos sociales llevaron a aquella marcha tuvieron
respuesta. En las marchas de hoy, fragmentarias, abandonadas por los sectores
medios, los desocupados continúan pidiendo por cosas tan elementales como el aumento
de los planes, congelados todavía en 150 pesos, y por el desprocesamiento de quienes
tienen causas judiciales abiertas por haber salido a pedir trabajo.





MARA Y VANINA KOSTEKI: Las cosas que me suceden no son casualidades




Por Roxana Sanda

Mara no lo recuerda, pero un día antes de morir, su hermano, Maximiliano Kosteki,
dijo lo que anhelaba y que alguna vez trazó en uno de sus dibujos. “Miro mucho más
allá de lo visible” escribió el hijo de Mabel Ruiz sobre uno de “esos 233 nietos,
sus pinturas”, que ella solía desparramar con orgullo sobre la mesa del comedor.
Porque esos rojos, verdes y negros a los que León Ferrari definió como “las
búsquedas de un artista verdadero” siguen trepando banderas de nuevas marchas y aún
tiñen las manos de los pequeños que meriendan en el comedor del MTD de Guernica,
donde Maxi había decidido izar proyectos más allá de lo visible.

“Las balas que el 26 de junio de 2002 le perforaron el pecho y las piernas a mi
hermano no sólo son el símbolo de la política mafiosa y los policías asesinos: en
esas perdigonadas se encierran el hambre, la droga que mata a los pibes y la
impunidad del poder, a esta altura de cualquier clase de poder”, sostiene Mara, la
menor de los cinco hermanos Kosteki, la más cercana al afecto de ese chico de 27
años que aquella mañana encabezaba uno de los primeros cortes al Puente Pueyrredón,
y que de todos los escenarios posibles apenas suponía “gases y palazos”, nunca la
decisión de matar, montada sobre posibles directivas oficiales de reprimir.

“Ese día había ido a hacer compras a Lomas de Zamora y a la tarde, cuando volví en
el tren, me puse a pispearle el diario al pasajero que tenía al lado –recuerda
Mara–. Cuando lo cerró vi que la tapa mostraba a un chico tirado en el piso en el
medio de un charco de sangre y con las piernas levantadas. Pensé qué bueno que ése
no es mi hermano, pero la angustia me empezó a ganar.”

A Vanina, esa muerte le mordió las tripas con tanta fuerza que decidió meter pelea
desde su participación en el Polo Obrero, en las marchas que se realizan cada 26 de
junio, en la reconstrucción de su casa tras un incendio provocado y en las denuncias
por amenazas que no le dan tregua y se siguen reproduciendo en estos días, no
obstante el juicio. “Al día siguiente de la primera audiencia (miércoles) se me
acercaron unos tipos en la calle diciéndome que me quedara callada, que no hiciera
quilombo porque me iban a cagar a tiros. Esos infelices ignoran que voy a seguir
denunciando públicamente porque tengo cuatro hijos pequeños y por sobre todas las
cosas trato de proteger a mi familia.”

Por estos días le presta especial atención a la “bandita de policías comandada por
la comisaría de la zona” donde vive, y que suele apostarse precisamente en la puerta
de su casa. “El día que mataron a mi hermano hubo heridos de bala en la avenida
Mitre, en la plaza Alsina y en Pavón, y la muerte de Darío Santillán en la estación
Avellaneda. Tiraron Alfredo Fanchiotti, los policías de uniforme y los de civil.
Aquí no se trató de un loco sacado que entró a disparar ni cosa por el estilo, esto
estuvo claramente organizado, con lo cual sería muy estúpido de mi parte imaginar
que las cosas que me suceden son casualidades.”

Por lo pronto, su estrategia no es contenerse en el discurso, como en enero de 2004,
cuando se le plantó al gobernador Felipe Solá “porque él tiene la obligación de
conocer a la policía que se mueve en su territorio, porque no puede mirar hacia un
costado”, a propósito del ex policía Francisco Celestino Robledo, que participó de
la masacre, que siguió trabajando como vigilancia privada en un locutorio de
Avellaneda, que está fuera de servicio desde 1996 y carga denuncias por extorsión y
apremios ilegales.

A propósito de Fanchiotti –Francho, como se lo conoce dentro de la fuerza–, el
hombre que nunca dejó de sonreírle a su abogado durante las dos primeras audiencias
del juicio y siempre evitó mirar a las Kosteki a los ojos, que pasó por las brigadas
de Quilmes y Lanús de la mano del ex comisario Juan José Ribelli, detenido y
liberado por la causa AMIA; que combatió en La Tablada contra el MTP de Gorriarán
Merlo, que llegó a estar en el Centro de Operaciones Policiales y terminó en el
Comando de Patrullas, en Avellaneda, a propósito de él y su traje impecable Mara
siente las revisaciones a que la someten como una afrenta.

“Para acceder a la sala del tribunal nos revisaron dos veces nuestras prendas, las
carteras, los bolsos de mis hermanas Vanina y Julieta, que estaban con sus bebés en
brazos. Revisaron los pañales, tocaron mis monedas, mis toallas higiénicas y cada
vez me sentí más ultrajada. Pensaba cómo habíamos llegado a esto, a ser los
sobrevivientes de una tragedia, a ser las víctimas de la muerte nefasta de nuestro
hermano y a volver a ser víctimas de este manoseo denigrante. Y frente a nosotras
los victimarios como Fanchiotti y su chofer Alejandro Acosta, ingresando a la sala
con todas las consideraciones.”

Como tantos argentinos en estas últimas semanas, Mara pronuncia lo obvio: impunidad.
La asustan otras libertades transmitidas por televisión, las maríajulias y los
chabanes, y las muertes que sobrevinieron a esas libertades, como la de Mariana
Márquez, la madre de una adolescente que murió en Cromañón con los pulmones
calcinados por el humo. “Mi madre falleció al año siguiente que Maximiliano; son
imágenes muy fuertes. Entonces ves lo que pasa con las cárceles de Menem, de la
Alsogaray, ¿y sabés qué?, concluís que la política es mafia y a los políticos nunca
se los toca. Ellos manejan la represión, las masacres, la droga y la impunidad, y
por más que citen a declarar a Duhalde, Atanasof, Alvarez, Soria, Kirchner o quien
sea no va a haber justicia hacia arriba, porque la misma Justicia tiene miedo. Es
como un cáncer, y este cáncer está muy avanzado.”

Hasta que Mabel Ruiz murió, en 2003, la impotencia y el dolor la empujó a reunirse
con otras madres atrapadas por los crímenes impunes de sus hijos. Mabel conoció a
las de la masacre de Floresta, al grupo Avise, a las hermanas de las víctimas del
gatillo fácil y decidió que era “buena cosa eso de ayudar a otros en la búsqueda de
justicia”, dice Vanina, que ahora intenta remontar el mismo afán.

Las Kosteki aseguran que por las noches duermen tranquilas, que ya no las agita la
presencia no tan fantasmal de los servicios ni de infiltrados de toda laya. “Lo
único que nos desespera es que en este juicio no se llegue a develar la verdadera
cadena de responsabilidades. ¿Nos quieren hacer creer que la maldita policía sigue
manejando la provincia de Buenos Aires y los políticos están a su merced? Esperamos
que eso no suceda y que la masacre del Puente no se convierta en otro 20 de
diciembre impune.”




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