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PuelMapu: Las voces de los desterrados
Por Avkin Pivke Mapu-Komunikación MapuChe - Tuesday, Dec. 13, 2011 at 2:37 PM
avkinpivkemapu@yahoo.com.ar

El autor recorre la realidad de las comunidades Mapuche y Tehuelche de una Patagonia sembrada de tranqueras y alambrados instalados por extranjeros multimillonarios. Una mujer, cuyo nombre estoy obligado a preservar, le dice a otro Mapuche que “dale, aprovechá ahora, llevalos”. Nosotros no entendemos bien lo que sucede, pero nos dejamos conducir por la situación: dejamos que aquello que está por suceder se vaya desgranando hasta terminar de revelarnos algo...

Por Gonzalo Sanchez / Revista Ñ

Acabamos de subir a un viejo jeep y dejamos atrás el predio para montarnos otra vez en la ruta 40. El auto se clava en cien por hora y nosotros vibramos como si nos agitara el viento, un viento malo y enfadado. Doblamos en un recodo del camino, nos salimos de la ruta y otra vez estamos desplazándonos por una huella de ripio, barranca abajo, hacia el cauce de un río, que serpentea, verde, entre cercos de álamos y pequeñas pampas que invitan, como colchones, a echarse una siesta. Como ahora estamos en una quebrada, el frío vuelve a sentirse y un manto de sombra lo cubre todo. Parece ser la tarde, pero ha transcurrido una hora, o quizás dos, desde el mediodía. El destino es esa construcción de madera terciada, un rectángulo sostenido por troncos en diagonal que funcionan como soporte y parecen haber sido colocados con pericia.

El refugio tendrá no más de tres metros cuadrados, piso de material y un detalle: un caño que sale del techo despide el humo del sistema de calefacción que, por los contornos tan definidos de la nube, parece tener un tiraje de primer nivel. Es evidente que la construcción corrió por cuenta de gente capacitada e idónea. Caso contrario, debería salir humo por todas las hendijas de la casa, que no son pocas. Ahora caminamos por un sendero de piedrilla rumbo a la puerta y los cinco perros que antes le ladraban al jeep, se nos vienen encima. Pero después de tanto viaje, hemos aprendido que no se debe demostrar miedo a las fieras y que hay que seguir andando como si nada pasara, porque los perros bravos, finalmente, no muerden. Aturden, a veces, hasta lo insoportable. Pero nunca atacan.

Un hombre joven, de pelo largo recogido por detrás, emerge desde el interior de la casa y se apoya contra el marco de la puerta de entrada, las manos en los bolsillos de su pantalón de jogging. Les pega un grito a los perros y los perros obedecen, se callan. El anfitrión no tiene más de 27 años, la tez morena, los ojos negros. Nos mira con desconfianza. En realidad, no es que nos mira, sino que echa vistazos fugaces y breves hacia nosotros, evitando ofrecernos, al mismo tiempo, la totalidad de su rostro. Finalmente, nos invita a pasar. En la penumbra, de espaldas a nosotros, toma unos leños y los arroja en el interior de un tanque de aceite convertido en salamandra. Sobre la superficie, una pava se calienta y también humea. Gonzalo, su nombre real, cruzó varias veces la Cordillera, en viajes casi siempre urgentes: nos lo da a entender de movida, con oraciones secas y concretas: Ahora está, de alguna manera, escondido. La Policía lo anda buscando por rebelarse contra la autoridad. Días atrás, mientras intentaba junto a otros mapuches frenar el desalojo de una comunidad, enfrentó a puño limpio a varios efectivos policiales y los dejó malheridos. A uno, incluso, le tiró encima una motocicleta. En un ejercicio de convicción e ideología, Gonzalo hace honor a los rasgos autónomos y guerreros de su pueblo. Pero lo hace en silencio, sin alardes, con la discreción de los que manejan un secreto importante. Comenzamos a comprender que, de cierta manera, la vida en esta zona del bosque andino patagónico, en esta tierra de naturaleza oscura y subantártica, consiste en una empresa ambiciosa: forjar una nación, un territorio, por fuera de los límites que imponen los estados tradicionales, es decir Chile y la Argentina.

De eso habla nuestro anfitrión: de que ahora estamos en el corazón de la futura Nación Mapuche, una región que pretende su autonomía para reconvertirse, desde el océano Pacífico hasta la llanura, en territorio real y definido, en espacio vivo, habitado por las diferentes comunidades de un mismo pueblo con su multiplicidad de rasgos culturales. Gonzalo pasa los días en este predio también recuperado del sur de la provincia de Río Negro. Respeta los ciclos de la luz. Cuando oscurece, se refugia en el silencio de la tapera donde duerme al calor de los leños que arden. Despierta, también, apenas despunta el día. Su trabajo consiste en proteger la tierra recuperada. Pero también es un guardián preparado para entrar en combate, cuando se trata de avanzar sobre un territorio en disputa. Gonzalo dice que está dispuesto a pelear para conseguir que el pueblo mapuche obtenga autonomía y para que sea reconocido por los estados huinca como los habitantes reales de esta región del mundo: habla, desde una posición radical y concentrada, de un país mapuche que deberá ser forjado a cualquier precio.

Va, de a poco, terminando de oscurecer y los colmillos del cerro Serrucho se tornan más pálidos, ahora encendidos por el destello de una luna helada. No hay casi ruido: tan sólo la fuga de gas de la garrafa del sol de noche. Se queman pilas de madera seca y alrededor del fuego nos vamos acomodando a pasar el rato, a contar historias. Pero el reclamo es por este lugar, y no por aquel de más allá donde esta mañana, cuando salimos a caminar, encontramos una oveja muerta. No es una cuestión de ocupar tierra sólo en sentido político: daría lo mismo, en ese caso, detrás de aquel río o más cerca de la comarca. Mirta Ñancunao ya prende otro cigarrillo y perdí la cuenta. Ahora más que nunca se ha convertido en la referente de este grupo mapuche, donde cada uno ocupa su rol y lleva adelante una tarea. Mirta es de esas personas: enciende un cigarrillo detrás de otro, mientras deja que la charla transcurra alrededor del fuego. Yo no soporto el humo que se me viene encima y que me hace llorar y llorar, percibir la debilidad de mi cuerpo frente a esta noche extrema. Pero la charla vibra.

Los Huaytekas están nuevamente en el territorio ancestral de la comunidad y la situación de retorno implica que no habrá paz por largo tiempo, a pesar de este momento de tranquilidad que invita a descansar. Es, ahora, el momento de organizarse, repartir tareas, levantar la ruca, captar adhesiones. Los Huaytekas están consolidados como grupo humano, todos tiran para el mismo lado, empujan el mismo carro pesado que los llevará en ese viaje de regreso hacia una vida mejor. Pero evidencian cierto estrés producto de la guerra silenciosa contra un enemigo que todavía no pueden ver. Desde que decidieron traspasar la tranquera, nadie del gobierno local se comunicó con ellos.

La noche va pasando entre anécdotas e historias, sueños que narran encuentros o diálogos con la mapu, ciertos mandatos del cosmos que ellos entienden que deben ser cumplidos. Mónica contempla las risas de los suyos y se cruza, en miradas de aprobación, con Rubén Curricoi, mapuche bravo, que si por él fuera todo sería más concreto: más, en una palabra, radical. Rubén había tenido, en el taller de aquella tarde en El Foyel, una posición terminante: dos mundos, no uno; uno mapuche, otro huinca, y una idea de convivir en paz. Ahora lo veo en el campo, operando sobre sus ideas, llevando adelante su causa difícil. Es el más duro de todos, el que no está dispuesto a dar pasos en falso. Al día siguiente estamos montando un puente radial para que la gente de El Bolsón sepa que los Huaytekas recuperaron el territorio. Mientras conduzco la camioneta por la inmensidad de El Foyel, escucho la voz de Rubén: –La casa es chica pero el corazón es grande. La tranquera está cerrada, pero se salta. Si ser loco es cuidar la naturaleza y vivir en comunidad, y ser cuerdo significa perder el respeto por la naturaleza y también matar, entonces puede ser que estemos locos.

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