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Saltó la térmica rosarina. Militarización de la ciudad
Por (reenvio) Juan Pablo Hudson - Wednesday, Sep. 10, 2014 at 4:58 PM

Rosario es el laboratorio en el que se prueba un modo específico de reconstrucción de la gobernabilidad: el poder sanador de las fuerzas policiales. Con el argumento del narcotráfico como flagelo que azota a la nación se despliega un control territorial que dos meses después de su espectacular arribo ya revela los efectos colaterales de la militarización.

Jorge Massin caminó las ocho cuadras que separaban su casa del maxiquiosco ubicado en Mendoza esquina Juan Manuel de Rosas, en el céntrico barrio Martin. Una vez en la puerta, sacó una de las rejas y prendió un cigarrillo mientras contemplaba los primeros movimientos de la mañana. Cuando entró al comercio un reloj de pared marcaba que eran las 7.15. Minutos más tarde, escuchó que se abría la puerta. Al girar para ubicarse detrás del mostrador, se encontró con una persona que lo estaba encañonando. “Callate y caminá para el fondo”, le ordenó apoyándole el revólver en la nuca. Dieron unos pasos rápidos pero en el trayecto Massin hizo un movimiento brusco que el asaltante interpretó como un intento de resistencia. No lo dudó: le pegó un balazo debajo de la oreja derecha. Fue el asesinato número 29 de los primeros 24 días de 2014.

Esa misma mañana los vecinos manifestaron su furia a los integrantes de la comisaría 1°, ubicada a 150 metros del maxikiosco, quienes habían acudido a la escena del crimen. “Le decimos al gobernador Bonfatti que si no está capacitado para afrontar la inseguridad que vivimos dé un paso al costado”, gritó un vecino y sumó una advertencia: “Le pedimos que no nos obliguen a armarnos para defendernos”. La marcha se repitió el lunes 27. Algunos propusieron trasladarse al domicilio particular del ministro de Seguridad Raúl Lamberto y también al de Rubén Galazzi, el poderoso ministro de Gobierno. A las más de quinientas personas se le sumaron familiares de asesinados en esas semanas y durante 2013, todos ellos habitantes de las periferias, para llevar sus desoídos reclamos a una geografía habitualmente denegada. Con el asesinato de Jorge Massin, entró en escena un sector que hasta entonces había vivido con indiferencia y muchas veces con beneplácito el masivo asesinato de jóvenes pobres: la clase media céntrica, base de sustentación del partido que gobierna Rosario desde fines de los ochenta.

Hace dos años tres pibes fueron asesinados en Villa Moreno. Un hecho habitual en Rosario pero esa vez, casualmente, se trató de integrantes del Frente Popular Darío Santillán. La lucha de sus compañeros y el apoyo de los movimientos sociales logró nacionalizar las denuncias y dejó al descubierto un sangriento conflicto social hasta ese momento oculto detrás de la fiesta del consumo.

En la madrugada del 2 de febrero de 2014, asesinaron en pleno centro a Jairo Trasante, de 17 años, hermano de Jeremías, uno de los tres muertos en la masacre de Villa Moreno. Dos grupos de jóvenes tuvieron una pelea en el interior de un bar, los enfrentamientos siguieron en la calle. Cuando aparentemente había finalizado la gresca, Jairo subió a una moto conducida por un amigo del barrio. A las pocas cuadras, los interceptó un Renault Sandero con integrantes del grupo antagonista. Le dispararon un balazo mortal a Jairo, hijo de Eduardo Trasante, el pastor evangélico que desde hace dos años lucha junto al Movimiento 26 de Junio para que se esclarezca el triple crimen que se llevó a otro de sus hijos. En pocas horas, la noticia estalló en los medios nacionales.

Nuevamente, el verano marcaba el derrumbe –ahora definitivo– tanto de la errática política de seguridad del gobierno provincial como de esa imagen eficaz de pujanza y armonía urbana construida con laboriosidad durante más de veinte años por el marketing socialista y sus aliados empresariales y mediáticos.

La rebelión policial del último diciembre había puesto fin a la ya afónica capacidad de negociación del gobierno provincial con la fuerza. De ahí en más la desregulación de la seguridad ya no se confinó a las periferias. La crisis del pacto político entre gobierno y uniformados se remite también al 2012 cuando fue detenido por la Policía de Seguridad Aeroportuaria el entonces jefe de la Policía Hugo Tognolli. Los esfuerzos de Hermes Binner para defender a quien durante su mandato fue el jefe de la división Drogas Peligrosas no pudieron detener el procesamiento de Tognolli por connivencia con los barones del narcotráfico.

Perder el centro

Dos años después, la ruptura de la cadena de mandos como consecuencia de la autonomía de los cuadros medios terminó de hacer estallar ese doble pacto a través del cual el gobierno delegaba en la policía el control de la inseguridad y los uniformados regulaban a las organizaciones delictivas para que no superaran cierto umbral de tolerancia. “Hace falta restablecer el orden y la cadena de mandos y por supuesto hacer que la fuerza policial, que es una fuerza vertical, vuelva a cumplir su función”, declaró durante al alzamiento de diciembre un pálido ministro Lamberto. “Los jefes nos dejaron solos, porque ellos total se la llevan por izquierda”, le replicó todavía desde los piquetes un grupo de policías de bajo rango. Hacia finales de marzo, se sumaron los demoledores dichos del Procurador General de la Corte Suprema de Justicia, Jorge Barraguirre: “La inteligencia criminal de la policía no funciona y está quebrada. Existe un problema político de conducción de la Fuerza”.

Pero 2014 comenzó con otro proceso que también exasperó el ánimo de los habitantes del área central: la expansión de los robos menores y también de los de gran factura. Ese fenómeno reductor de la vida pública que históricamente la derecha capitaliza y la izquierda contextualiza pero, en definitiva, subestima y desatiende se multiplicó a través de arrebatos –algunos muy violentos– perpetrados por jóvenes en motos sin experiencia delictiva, ingresos a domicilios, salideras y atracos a bancos y comercios. “Vamos a aunar criterios para tratar de disminuir la ola de delitos por la que atraviesa la ciudad”, declaró el 10 de enero José Luis Amaya, durante su asunción como nuevo jefe de la policía de Rosario.

Desde finales de diciembre, el municipio y la provincia perdieron el control del último territorio sobre el cual ejercían algún tipo de regulación política ligada al orden: la zona centro, cuidada y reciclada debido al afán de promocionar el arribo de capitales privados para el crecimiento del mercado inmobiliario, el turismo y los servicios. Movilizaciones como la protagonizada por los vecinos del kiosquero, a las que se sumaron las organizadas en barrios acomodados como Fisherton, Alberdi y Funes, enfrentaron al socialismo con su peor fantasma: un posible alzamiento de la clase media y alta rosarina con el apoyo de familiares de víctimas de los sectores populares, tal como le ocurrió a Néstor Kirchner con el surgimiento en 2004 de Juan Carlos Blumberg como abanderado de la lucha contra la inseguridad.

En marzo, el linchamiento de David Moreira dejó en claro que la autonomía policial no derivaría en una pacífica regulación comunitaria del delito. A inicios de abril, cuando la cantidad de homicidios ascendía ya a 86 casos, llegó el demorado acuerdo con el gobierno nacional y el estruendoso despliegue de 2 mil agentes federales para recuperar el control de una ciudad literalmente a la deriva, con Sergio Berni al frente, exultante, como el Coronel Kilgore de Apocalypse Now.

Abogados del mal menor

El desembarco fue más espectacular que efectivo. Los allanamientos en territorios de operación narco fracasaron. El propio secretario de Seguridad de la Nación tuvo que sincerar esa misma tarde el verdadero objetivo del arribo por tierra y aire: “No venimos a buscar narcos, venimos a ocupar el territorio”. En las jornadas siguientes los allanamientos siguieron y se sumó el derrumbe de las viviendas precarias donde suelen funcionar los kioscos de drogas. Una política similar a la estrategia por la que tanto se criticó al gobierno local en los últimos años. Fue necesario esperar una semana para conocer el alcance real de la medida. La saturación protagonizada por gendarmería y prefectura no incluyó a todos los barrios populares sino a las zonas más calientes del sur, oeste y noroeste. Ciudades como Villa Gobernador Gálvez y barrios como Las Flores, Tablada, Villa Banana y Ludueña comenzaron a convivir con la ruidosa presencia de los federales.

Los vecinos que rápidamente dieron muestras de satisfacción porque sus vidas ya no dependen de la brutal policía de Santa Fe comprobaron que los controles no se limitan a los puntos de venta de estupefacientes. “A los trabajadores los paran, a los autos también, te revisan la guantera. A los pibes los detienen todo el tiempo para pedirles los documentos. Están muy densos con ellos. Ahora todos andan con el documento en el bolsillo. Pero la gente dice que está bien, que por lo menos está más tranquilo, no te roban y se puede transitar de otra manera. Pensemos que es un barrio que después de las cinco de la tarde ya se empezaban a escuchar los tiros y la gente se llevaba los chicos a las habitaciones del medio de sus viviendas para que no escucharan. Entonces es fuerte el control pero también es fuerte vivir a los tiros y no poder salir a la calle”, cuenta una trabajadora social que camina Las Flores, el feudo de la banda de Los Monos. “Los pibes ya no estaban en la calle después de cierta hora porque está todo el tema de que pasaban las motos y tiraban a mansalva. La mayoría se guardaba por precaución en sus casas”, complementa un militante de la zona.

En barrios del oeste como Villa Banana, las Tropas de Operaciones Especiales de la provincia controlan durante el día y la gendarmería llega cuando se encienden las luces artificiales. “Nunca vi tantos milicos con armas largas en el barrio. A la noche no dejan salir a nadie de las casas, ni siquiera a las doñas cuando quieren baldear la puerta a la mañana muy temprano, una costumbre de acá. Hasta que no se va gendarmería, todo el mundo tiene que permanecer adentro. La gente más grande protesta porque se le restringió mucho la vida cotidiana”, describe un joven que integra una organización territorial. Los jóvenes del barrio Ludueña mascullan con bronca que la prefectura vigila a toda hora los sinuosos pasillos del asentamiento lindero a las vías del ex ferrocarril Mitre. “Estamos en la casilla y se escuchan los pasos de los milicos que van caminando entre los ranchos, cosa que nunca pasó con la policía de acá. Andan con unos fierros enormes. Los pibes les tiran piedras porque no se los bancan. Está todo mal con ellos. No los dejan ranchear en las esquinas. Ayer a unos guachitos los cagaron a palos y les tiraron los vinos que estaban tomando en la puerta de una casa. Cada vez que entrás o salís del barrio te piden los papeles de la moto”, cuenta un vecino de la zona.

En los barrios, algunos militantes populares saludaron con ciertos reparos la llegada de gendarmes. Otros, la fustigaron aunque aceptando sus propios retrocesos en la capacidad de fogonear las dinámicas comunitarias, destruidas desde que los territorios son controlados por los grupos narcos y en el marco de una población que cada vez más resuelve los conflictos cotidianos a través de las armas. Sectores del kirchnerismo local, académicos de izquierda y ex funcionarios especialistas en seguridad abrazaron el acuerdo con Nación, bajo el argumento de que la ya fracasada destrucción de búnkeres atendidos por niños y la saturación policial ahora estaba siendo realizada por fuerzas federales bajo control judicial y político y sin ligazón con la recaudación ilegal. Un mes después, cuando se conocieron los controles represivos a los pibes que fuman porro en la esquina y el nivel asfixiante de requisas en las calles, algunos de ellos intentaron desmarcarse de ese eufórico apoyo inicial.

Después de haber visto el arribo de las fuerzas nacionales en pantallas LED, el socialismo busca levantar la alicaída imagen de su gestión con el lanzamiento mediático de planes sociales ya existentes o improvisando módicos proyectos para los jóvenes que son presentados como la política social que complementa el avance de las estrategias represivas impulsadas a través de los federales.

“¡Saluden al helicóptero de Cristina!”, le gritó una mujer a sus dos hijos al escuchar el ya habitual sonido de las aspas surcando el cielo durante el día y la noche. El Gobierno nacional sabe que desde el 9 de abril asumió un riesgo mayor: los fracasos en materia de seguridad ya no serán propiedad exclusiva del Gobierno local. Las visitas de Berni y la ministra de Seguridad Cecilia Rodríguez ponen de manifiesto el particular interés por pacificar con éxito un territorio que viene marcando el pulso de un nuevo orden de poder que rige el destino de las principales ciudades de la Argentina. Hasta el momento, según datos brindados por el Ministerio de Seguridad de Santa Fe, los delitos habrían disminuido un 50 por ciento y la aprobación popular del desembarco llega al 85 por ciento. Estos números seguramente se engrosen después de la reciente decisión de extender los patrullajes de gendarmería, por pedido de los comerciantes y vecinos, a la zona céntrica.

El consenso de la población, sobre todo de los sectores más empobrecidos, se comprende en un contexto de padecimientos diarios durante al menos el último lustro; pero también en el marco de amplios sectores que, sin mediación institucional, ya habían decidido enfrentar de modo directo los delitos. Hay un devenir gendarme de la población que anticipó el arribo de Berni y sus tropas. Cada vez son más extendidas y violentas las golpizas a rastreros (pibes adictos que roban a sus vecinos) en los barrios populares, además de los derrumbes e incendios intencionales de búnkeres atendidos por jóvenes. En marzo de 2013, Mauro S. estaba encerrado en un kiosco de drogas, como todos los días. Sus vecinos incendiaron la casilla, Mauro quedó preso del fuego y sufrió la quemadura del 80 por ciento de su cuerpo. También se producen ataques colectivos a ladrones de poca monta (realmente agresivos) en el centro, la contratación de jóvenes desempleados para que acompañen –armados– a los vecinos a las paradas de colectivos o mientras guardan sus autos y la flamante colocación de las llamadas alarmas comunitarias para actuar en forma conjunta frente a episodios delictivos.

Esas potentes sirenas, ubicadas en las dos esquinas de cada cuadra, se activan a través de controles remotos en poder de los propietarios que adquieren el servicio. Hasta hace poco tiempo, los controles contaban con dos botones: uno para alertar la presencia de posibles sospechosos y otro para cuando se veía o se padecía un arrebato, un robo o el ingreso de alguien a una vivienda. Sin embargo, recientemente, se eliminó uno de los botones, y se dejó de lado la diferencia entre amenaza y robo concreto. Casi cien cuadras de Rosario ya cuentan con el servicio, especialmente barrios como Alberdi y La Florida, en la zona norte y en sectores del macrocentro sur. Las chirriantes sirenas, que no tienen conexión con las comisarías, se activan con mayor intensidad una vez que anochece. “No damos abasto, este año venimos instalando alarmas todos los días a toda hora”, cuenta Ariel, empleado de una de las principales empresas de seguridad de la ciudad.

El variopinto arco (de vecinos céntricos y periféricos, funcionarios locales y nacionales, movimientos e intelectuales de izquierda independiente) que apoyó la militarización de Rosario muestra que una vez superado cierto umbral del conflicto se vuelve hegemónica la hipótesis represiva como camino para calmar los territorios. La promesa de un “primer paso” policíaco para una reconstrucción comunitaria a futuro es el mito de apertura de una etapa altamente coercitiva en la ciudad.

La guerra contra quién

La tasa de homicidios no dejó de crecer durante el primer mes de intervención de los federales. En 23 días, entre abril y mayo, se contabilizaron 22 asesinatos. Tampoco disminuyó con la detención de Los Monos y otros grupos narcos de la región. Esta tendencia recién comenzó a revertirse cuando se intensificaron los controles represivos en los territorios. Desde el socialismo, en su afán por desmarcar a Rosario del mote de “narcociudad”, repiten que el porcentaje de asesinatos vinculados estrictamente a la narcocriminalidad sería de un 15 por ciento del total. Si esta imprecisa cifra fuera real, estaría poniendo al descubierto la consolidación de un sustrato violento que moldea los cuerpos, aun de los que no forman parte de ningún grupo delictivo. La proliferación de expresiones agresivas y letales más allá de los mercados mafiosos vuelve estériles entonces los diagnósticos y estrategias actuales de intervención, centrados únicamente en el combate contra las drogas. Los posibles asesinos y asesinados son más difusos y aleatorios de lo que se está dispuesto a aceptar. Hay una codificación mortífera de los lazos sociales que corroe la vida colectiva. La respuesta del estado fue la ocupación de la segunda ciudad de la Argentina con un exorbitante cantidad de gendarmes y prefectos. La provincia y el municipio ya suplican al kirchnerismo por la permanencia estable de estas fuerzas de naturaleza militar.

Rosario combina hoy los controles incesantes de las fuerzas federales y las acciones de una población dispuesta a poner límites en un combate cuerpo a cuerpo a todo lo que considera sinónimo de inseguridad, aun cuando cumplir con esa tarea pueda costar la vida propia o ajena. Procesos fragmentarios y aparentemente desvinculados entre sí parecen advertir, al cierre de una década de crecimiento, la emergencia de una nueva época signada por la violencia, la represión y los enfrentamientos sociales.

fuente: revista Crisis nº19 http://www.revistacrisis.com.ar/salto-la-termica-rosarina.html
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