Si no es pura demagogia, de aquí hasta fin de año Estados Unidos logrará desembarazarse de las dos guerras y los sendos desastres más largos de su historia, al retirar de Afganistán los 2.500 soldados que aún mantiene (de los 100 mil que llegó a tener) allí este agosto, y poner fin a fin de año la misión de combate en Irak, según el acuerdo del 7 de abril de los presidentes Joe Biden y Mustafá Kadhimi.
Los perros de la guerra, las empresas mercenarias que sirven a los gobiernos de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), los fabricantes de armas, los halcones guerreristas estadounidenses, no están contentos, ya que no les han garantizado nuevos conflictos y nuevos contratos en otras regiones, como el Caribe (Cuba y Venezuela, quizá). Y por eso hay que tener cuidado con operaciones de falsa bandera, tanto en Irak como en Afganistán, tratando de que la guerra no termine jamás.
A casi dos décadas, las invasiones emprendidas en 2001 y 2003 a estas naciones asiáticas de mayoría musulmana, dejan dos países desarticulados, con una destrucción material incuantificable y unas pérdidas humanas tan escalofriantes como invisibilizadas por los medios hegemónicos: más de 150 mil muertos –de los cuales casi 100 mil eran civiles– en Afganistán y tantos en Irak que se volvieron incontables.
En 2006, a sólo tres años del inicio de la ocupación, la revista científica The Lancet estimó en 654 mil el número de iraquíes fallecidos –asesinados- a causa del conflicto. En 2007 la encuestadora ORB International elevó el cálculo a un millón 220 mil víctimas mortales, a los que deben sumarse centenares de miles de heridos y millones de desplazados en uno y otro país.
Finalmente Estados Unidos encontró la forma de terminar con una política conocida como la de las “guerras sin fin”. Obviamente, Estados Unidos seguirá utilizando apalancamiento diplomático y monetario. Lo que no está del todo claro es si esas herramientas obtendrán resultados donde dos décadas de fuerzas militares estadounidenses no pudieron obtenerlos.
Queda claro que, en términos políticos y geoestratégicos, no obtuvo beneficio alguno con estas incursiones y que los únicos ganadores fueron las empresas petroleras, la industria armamentista y los proveedores de servicios de seguridad y logística, vinculados con el entorno de Bush hijo, de su vicepresidente Dick Cheney y del ex secretario de Defensa y apologista de la tortura, Donald Rumsfeld.
En ambas guerras, Estados Unidos perdió a miles de soldados y mercenarios eufemísticamente llamados contratistas; gastó cifras astronómicas de dinero; exacerbó el rencor de extensos sectores del mundo árabe e islámico; llenó de tensiones sus otrora inamovibles alianzas con Arabia Saudita y Turquía y se sumió en un abismo moral por los extremos de degradación que alcanzó en escenarios como Guantánamo y Abu Ghraib, así como por los crímenes de guerra documentados por Wikileaks en los expedientes divulgados en 2010.
La conclusión ineludible es que las aventuras imperialistas, además de ser ilegales y causar un indecible dolor humano, resultan en la actualidad totalmente disfuncionales para las potencias invasoras.
Ahora, tras 20 años de combates que han costado dos billones (millones de millones) de dólares a los contribuyentes estadounidenses, los talibanes controlan hasta 70 por ciento del territorio afgano y todo hace pensar que están en condición de derribar al gobierno respaldado por Occidente.
Irak, por su parte, se encontraba bajo un régimen que conservaba la estabilidad institucional y que mantenía un decidido laicismo en una región caracterizada por teocracias y extremismos.
El derrocamiento de Saddam Hussein no sólo no mejoró en nada la situación de los iraquíes, sino que sumió al país en una anarquía de la cual se han beneficiado enemigos mucho más peligroso: además de revitalizar a Al Qaeda, el caos en Mesopotamia fue el caldo de cultivo del Estado Islámico y de facciones chiítas abiertamente hostiles a la superpotencia.
¿El otro frente?
En medio de este deterioro de la escena mundial, ocurrió una histórica bocanada de aire fresco en el llamado del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador para colocar en la agenda de América Latina y el Caribe el reemplazo de la OEA por un organismo en verdad autónomo, no lacayo de nadie.
Planteado ante la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) es un paso vital que se debe analizar y formalizar ante la mencionada postura de EU. La propuesta de AMLO se da en momentos en que Biden retoma los pasos y el legado de su antecesor al desplegar una ofensiva imperial contra Cuba y Venezuela, que afecta a la región y al mundo, y plantea una nueva guerra fría unilateral contra China -incluyendo a Rusia-, la otra gran potencia que comparte con Estados Unidos el manejo de poco más de 92 por ciento del arsenal nuclear hoy en alerta.
Biden se pone el manto imperial y plantea un sistema basado en (sus) reglas y normas, desconoce el multilateralismo internacional de Naciones Unidas (que apoyan Rusia y China) para negociar sobre guerra y paz.
La política de Estados Unidos, que incluye el despojo de los recursos naturales de la periferia, es parte la gobernanza del capitalismo extractivista vía un sistema de reglas y normas de la cúpula económico-militar del Grupo de los 7 y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Para China, es un arreglo de camarillas bajo dominio de EEUU de espaldas al sistema ONU, el derecho internacional y la soberanía de las naciones.
Analistas estadounidenses son quienes resaltan la magnitud del desplome de EEUU en Latinoamérica y el Caribe. Mark Weisbrot y Jeffrey Sachs consignan que la mayor parte del impacto de las sanciones estadounidenses contra Venezuela no se ha producido en el gobierno, sino en la población civil, con daños muy graves a la vida y la salud humanas, incluidas más de 40 mil muertes entre 2017 y 2018.
Añaden que estas sanciones encajarían en la definición de castigo colectivo a la población civil, tal como se describe en las convenciones internacionales de Ginebra y La Haya, de las cuales EEUU es signatario. Estas sanciones también son ilegales, según el derecho internacional y los tratados que ha firmado EEUU, y violan la legislación estadounidense.
Michael Klare, importante analista de asuntos de seguridad nacional de EEUU, señala que el gobierno de Biden y su implantación de algo basado en el diseño de reglas y normas propias, de soberanías restringidas, confronta al mundo y el orden de Naciones Unidas. Dividir al mundo en dos campos en pugna es la ruta al Armagedón el término bíblico del omnicidio nuclear o climático, señala en The Nation.
John Bellamy Foster, en The New Cold War on China, Monthly Review, señala que para la diplomacia china, el orden de reglas es sólo de EEUU, no puede denominarse de reglas internacionales sino de reglas hegemónicas, y si se trata de reglas de EEUU junto a unos cuantos países, entonces serían “reglas de camarilla”.
Un largo adiós
Obviamente, las tropas estadounidenses no se van del todo. El acuerdo señala que Irak se comprometió a proteger las bases con personal estadounidense que, según Washington, están presentes “solamente como un apoyo a los esfuerzos de Irak en la lucha contra el Estado Islámico”.
Mientras, la fecha límite para la retirada de Afganistán es significativa: el 11 de septiembre de 2021 se cumplen 20 años después de los ataques terroristas en Nueva York, Washington y Pensilvania que llevaron a Estados Unidos a apuntar a Afganistán en primer lugar. Esas dos décadas han visto más de 2.300 vidas militares estadounidenses perdidas, decenas de miles de heridos estadounidenses, innumerables bajas afganas y más de dos mil millones de dólares de los contribuyentes.
Los últimos soldados estadounidenses en partir, muchos de ellos nacidos después de los ataques del 11 de septiembre, dejarán partes de Afganistán bajo el control de los mismos líderes talibanes que estaban allí en 2001. Ante, los soviéticos ocuparon Afganistán durante la década de 1980 y finalmente se retiraron tras la resistencia de los combatientes muyahidines, mientras EEUU canalizaba armas y ayudaba a estas fuerzas antisoviéticas.
En el vacío de poder postsoviético, los talibanes se alinearon tras el mulá Mohammed Omar, que quería crear una sociedad islámica, expulsar del país las influencias extranjeras como la televisión y la música. En 2001, controlaban casi todo el país. Pero fue al Qaeda, calificada como red terrorista islámica, no los talibanes de Afganistán, una fuerza política y militar islámica regional, la que atacó a Estados Unidos el 11 de septiembre. Los talibanes sólo se negaron a entregar a Bin Laden tras el ataque.
El apoyo de la invasión fue casi unánime por demócratas y republicanos con la excusa de los ataques del 11 de setiembre. Solo una legisladora, Barbara Lee de California, se opuso. Esa resolución se utilizó por primera vez para autorizar acciones en Afganistán, pero desde entonces los presidentes se han apoyado en ella para actuar en al menos 37 países diferentes, según el Servicio de Investigación del Congreso estadounidense.
La invasión, liderada por las fuerzas de EEUU con la ayuda de los aliados de la OTAN, se enmascaró como un paso en una guerra contra el terrorismo, y fue acompañada por una ofensiva mediática para imponer en el imaginario colectivo la necesidad de escarnio a los islamistas. Una generación de estadounidenses nació y alcanzó la mayoría de edad mientras la guerra continuaba, a menudo en un segundo plano con poca atención de la mayoría del público que ya ni siquiera sabe quién era Bin Laden.
El número de los soldados en Afganistán ha fluctuado. En ocasiones, durante la administración de Barack Obama, se desplegaron alrededor de 100.000 soldados. Obama intentó poner fin a las operaciones de combate en 2014, pero dejó más soldados en el país de los que había planeado. Su sucesor, Donald Trump, envió nuevos efectivos allí antes de reducirlos en gran medida y entablar conversaciones de paz con los talibanes.
El objetivo declarado de la participación de Estados Unidos no es liberar a las mujeres reprimidas por los talibanes ni acabar con ese régimen. Según algunos analistas, el objetivo en Afganistán es evitar que vuelva a convertirse en un semillero de grupos terroristas como Al Qaeda, pero la estrategia cambió con cada presidente.
“Año tras año, los líderes militares le dijeron al Congreso y al pueblo estadounidense que finalmente estábamos dándole la vuelta a la esquina en Afganistán, pero al final solo estábamos entrando en un círculo vicioso”, dijo la senadora de Massachusetts Elizabeth Warren en un comunicado.
A fines de 2001, dos décadas atrás, Obama bin Laden se había movido a través de partes de Afganistán y había cruzado a Pakistán, donde permanecería escondido durante casi una década hasta que las fuerzas especiales de la Armada, los Navy Seal, aseguraron que lo mataron allí en mayo de 2011.
La historia trágica se repite y no se sabe si es por el resurgimiento nacionalista o una operación de falsa bandera estadounidense. A principios de agosto, el gobierno afgano –proestadounidense- anunció el reforzamiento militar en distintos puntos del país, en medio de bombardeos y “feroces batallas callejeras ante el resurgimiento de los talibanes”.
Denunció que dispararon al menos tres cohetes contra el aeropuerto de la sureña Kandahar. Cientos de comandos fueron desplegados en la ciudad occidental de Herat, mientras las autoridades de Lashkar Gah pidieron más tropas para frenar el avance de los insurgentes ante el aumento de peleas callejeras, cadáveres a la intemperie y ataques aéreos del gobierno afgano y fuerzas estadunidenses. Los ataques aéreos del gobierno dejaron decenas de muertos en las calles, según la cadena catarí Al Jazeera.
Desde mayo, aprovechando el ya casi concluido retiro de las fuerzas internacionales del país, principalmente las estadounidenses, los talibanes lanzaron una ofensiva con la que se han apoderado de amplios territorios rurales. Las fuerzas gubernamentales casi no opusieron resistencia y controlan apenas los grandes ejes de comunicación y las capitales provinciales, algunas de ellas rodeadas por los insurgentes.
Mirko C. Trudeau es politólogo integrante del Observatorio de Estudios Macroeconómicos (Nueva York), Analista de temas de Norteamérica y Europa, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, estrategia.la)