En esta nota intentaremos establecer la relación entre la pandemia actual, comenzada en una ciudad de China, los desmontes e incendios en el Delta y el sistema agroalimentario argentino, incluyendo a Vicentin.
Por Natalia S.
Hace casi 10 años visité algunos feedlots en la ciudad de Saladillo y lo recuerdo como si hubiera sido ayer. No sólo ver las vacas encerradas y caminando sobre su propia caca, sino escuchar los relatos de vecinos que tuvieron que mudarse por la invasión de moscas y ratas que llegaban a sus casas. El modelo extractivista me estaba mostrando una de sus caras más crueles y asquerosas (Se puede ver algo sobre esto en este documental: “En carne propia”).
Los feedlots, es decir, el engorde animal en corrales para su alimentación más rápida, fueron promovidos y subsidiados por el Estado durante muchos años. Es un sistema en el que el ganado es encerrado desde muy pequeño y alimentado para su rápido engorde y comercialización. El 2020 comenzó como un buen año para el feedlot, según datos de la Cámara Argentina de Feedlot (1).
A su vez, Greenpeace dice que “la presión para lograr nuevas tierras para uso ganadero es una de las facetas de un modelo agropecuario que arrasa con bosques y humedales. Cabe destacar que los sectores Agricultura, Ganadería, Silvicultura y Otros Usos de la Tierra representan el 39% de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero del país” (2). ¿Cómo es posible? ¿Se encierra a los animales, pero también se les buscan más tierras para pastar?
Esta expansión del modelo ganadero viene de la mano con la expansión del modelo agroindustrial extractivista en su conjunto. También es la soja, por poner el ejemplo más trillado. Se trata de commodities exportables a precios lo suficientemente altos como para que sea rentable destruir bosques, pastizales, humedales y poblados.
Hace un par de semanas, el Delta del Paraná, incluidos los campos frente a la ciudad de Rosario, estuvieron rodeados de humo y fuego durante varios días. En la misma nota de Greenpeace indican que el Delta del Paraná alberga unas 700 especies de vegetales y 543 especies de vertebrados, mientras que su gran riqueza en aves, con 260 especies, representa el 31% de la avifauna de Argentina. Pero también la expansión descontrolada de la industria ganadera está generando un verdadero crimen sobre el Gran Chaco, el segundo ecosistema forestal de Sudamérica, después del Amazonas. Allí conviven 3.400 especies de plantas, 500 especies de aves, 150 mamíferos, 120 reptiles, 100 anfibios.
Estas zonas arden, son deforestadas, sus pobladores son desalojados a la fuerza y se convierten en terrenos ganados para la ganadería intensiva y la agricultura extensiva. Es irónico (o no) que durante la pandemia, los campesinos y pequeños productores no puedan moverse y deban estar aislados, mientras que el agronegocio es considerado esencial y puede seguir operando como si nada ocurriera. O peor. Según el informe de Greenpeace, “durante el aislamiento social preventivo y obligatorio se desmontaron 14.906 hectáreas (7.759 en Santiago del Estero, 3.073 en Formosa, 2.435 en Salta y 1.639 en Chaco)”.
Estos desmontes tienen consecuencias a corto, mediano y largo plazo. De hecho, la pandemia actual es consecuencia del mismo modelo extractivista e industrializante, que no tiene tapujos en avanzar sobre el ambiente ni sobre las personas que lo habitan. Pero no sólo el desarrollo de este virus, sino también otras enfermedades derivadas de esta modificación de los ambientes azotan a las poblaciones, particularmente a las más pobres. Fidel Baschetto, veterinario cordobés y docente universitario, cuenta: “Si hacemos historia de las modificaciones ambientales en la Argentina, han ocurrido hechos que pasaron desapercibidos pero se han estructurado en un formato de normalidad. Por ejemplo, la conquista de la llanura pampeana y esta modificación y domesticación a mansalva que se hizo de ella, provocó una enfermedad que fue y es la fiebre hemorrágica argentina” (3). Otro ejemplo es el de la fiebre amarilla, que se cobró la vida de hasta un 15% de la ciudad de Buenos Aires en 1871, y tuvo de base la interacción del hombre con zonas prístinas de la selva misionera.
En ese mismo relato se inserta el rol de la empresa Vicentin en Argentina. Para Gabriela Merlinsky y Virginia Toledo López, se trata de una empresa pionera, emblema del modelo del agronegocio en Argentina que, además, desde el año 2007 es un actor económico clave del mercado de la agro energía, cuando inagururó (en asociación con la trasnacional Glencore) una planta dedicada a la exportación de biodiesel, “mercado en el que rápidamente nuestro país se posicionó como el principal exportador a nivel mundial y entre los principales productores de agrocombustibles” (4).
Además, Toledo López y Merlinsky cuentan que a través de empresas propias y en participación en diferentes paquetes se dedica a la molienda de soja para la elaboración de aceite (principalmente destinada a la elaboración de combustibles). También participa en otros negocios agroalimentarios como frigoríficos, lácteos, vinos, producción de algodón y posee empresas empaquetadoras, centros de logística y un puerto en San Lorenzo, provincia de Santa Fe (5). En 2015 ocupó el sexto puesto entre las empresas de mayor facturación en el país y exportó casi el 10% de los cereales, oleaginosas y subproductos de la agricultura industrial (sector que representa el 40% de todas las exportaciones nacionales).
Es decir que Vicentin forma parte de este entramado agroindustrial devastador del ambiente y las poblaciones rurales (y urbanas). A su vez, los grandes medios argentinos se dedican a promocionar la soja como la gran solución frente al hambre, promocionando lo que ya comprobamos (de la peor manera) que es dañino también como alimento. En esa línea, Soledad Barruti recuerda que “en 2002 se distribuyó tanta soja en los comedores que los efectos fueron evidentes: “Un experimento involuntario: los cuerpos de quienes adoptaron esas dieta se empezaron a deteriorar. La acidez de la bebida carcomió los dientes de miles de personas y las hormonas vegetales que tiene la soja en forma natural provocó menstruaciones precoces en niñas y crecimiento mamario en niños. El asunto fue tan escandaloso que ese mismo año el ministerio de Desarrollo Social tuvo que regular las donaciones: quedaron prohibidas para menores de dos año y restringidas a pocos momentos en menores de cinco. Una política sanitaria que se mantiene vigente pero que nadie podría asegurar se esté cumpliendo al día de hoy” (6).
Antes de Vicentin, o más bien coincidiendo su inicio con el fin de la otra, la compañía inglesa La Forestal cerró sus fábricas en los ‘60, “después de haber talado casi el 90 % de los bosques de quebracho de Santa Fe y Chaco, con un proceso de desertificación y un daño ecológico calculado en 3.000 millones de dólares. La empresa había llegado al país en el siglo XIX y se convirtió en la primera productora de tanino a nivel mundial. Fundó 40 pueblos, puertos, 400 kilómetros de vías y 30 fábricas. Al retirarse del país cerró las ciudades que había fundado. Miles de trabajadores se quedaron sin empleo”, según relatan Arlen Buchara y Ricardo Robins (7).
¡Ah! ¿qué tiene que ver todo esto con el queso crema? Todo. El queso crema, como representante de los alimentos ultraprocesados que naturalizamos en nuestra vida cotidiana, es parte de este proceso de industrialización de la agricultura y despojo de los pueblos y los productores rurales, es parte de la propuesta de “agricultura sin agricultores”, en la que nos ponen en nuestras mesas comida que no es alimento.
Notas:
(1) Se recuperó el nivel de ocupación de los feedlots argentinos
(3) Las nuevas pandemias del planeta devastado
(4) Vicentin y el largo camino hacia la soberania alimentaria
(5) Contamos su historia la semana pasada en esta nota: La historia de Vicentin es la historia del gran capital
(6) Que arda
Imágenes: Greenpeace
Fuente: http://www.redeco.com.ar/nacional/ambiente/29762-pandemia,-incendios-y-el-queso-crema-de-tu-desayuno