El juicio
El 28 de noviembre comenzó el juicio por jurados contra la oficial de la Policía de la Ciudad Melina Luján San Roque por el asesinato de Santiago Dylan Santucho. Dos años y ocho meses después de que la oficial, de franco y de civil, disparara contra Santiago, logramos sentarla en el banquillo de acusados y sentenciarla. Esto es, en muchos aspectos, un logro frente a la cantidad de casos en los que ni siquiera podemos llegar hasta esta instancia.
Durante los cuatro días que duró el juicio, CORREPI, parte querellante en representación de la familia de Santiago, presentó pruebas irrefutables que determinaron que, en primer lugar, se trató de un homicidio agravado por el uso del arma reglamentaria (San Roque efectivamente disparó, al menos cuatro veces, y a conciencia, contra Santiago), y que, en segundo lugar, no hubo exceso en la legítima defensa, porque el pibe estaba desarmado y no ponía en riesgo ni a la policía ni a otras personas.
¿Quién disparó?
En la sala de audiencias “A”, un amplio rectángulo ubicado en el entrepiso de los Tribunales de San Martín, se escuchó, durante los tres primeros días de juicio, a los testigos ofrecidos por la fiscalía, la familia y la defensa.
El oficial Pablo González, perito balístico de la Policía Bonaerense, confirmó que la bala extraída del cuerpo de Santiago y la vaina encontrada en el rastrillaje correspondían al arma reglamentaria de la policía de la Ciudad. También explicó, como los peritos de rastros, que no hubo ninguna evidencia de otras armas, ni de fuego ni de otro tipo. Esto significa que las únicas balas disparadas en esa intersección de José C. Paz, fueron las del arma de Melina Luján San Roque.
El Dr. Bustelo, médico que realizó la autopsia, señaló que una de las balas que impactaron en el cuerpo de Santiago pegó al costado del pubis y que el otro proyectil entró por el costado del glúteo. Este dato no es menor, ya que ratifica que, cuando la oficial San Roque disparó, lo hizo a una zona vital del cuerpo y, no menos importante, que las balas impactaron de costado. Todo esto, dejémoslo claro, echa por tierra la versión de que Santiago estaba de frente, armado, con clara intención de ataque y que por eso, la oficial se defendió. Lo que sucedió en mayo de 2020 no fue la legítima defensa de una mujer desvalida, sino el asesinato por la espalda de un pibe de 17 años, a manos de una oficial armada, entrenada y sumamente consciente de lo que hacía.
El subcomisario Ferreyra
El subcomisario de la Policía de la Ciudad Ferreyra, segundo jefe de la comisaría 12A en la que prestaba servicios San Roque, fue el “testigo estrella” de la defensa. Lo trajeron para “explicar” que, aunque todo policía tiene la obligación de respetar leyes nacionales, de la Ciudad y protocolos de actuación, en especial sobre el uso del arma reglamentaria, “·eso es la teoría que nos enseñanza, después en la calle, sale lo que sale” (SIC).
A pesar de su empeño por demostrar que San Roque era una excelente policía, no pudo responder cuando lxs abogadxs de CORREPI le plantearon que la oficial hizo todo contra la ley. Disparó a matar, cuando no era necesario hacerlo. Se escapó del lugar, no alertó al 911 ni llamó una ambulancia, mintió a los gendarmes que vio en su huída, a los que ocultó que era policía y que había herido a una persona, y, recién dos horas después, una vez que armó su versión con sus superiores, se presentó con ellos en la comisaría.
Lo que quedó claro del testimonio de este oficial jefe de la Policía de la Ciudad, además de la cerrada defensa institucional, es la lógica de intervención bélica de esta fuerza, que en apenas cinco años de existencia mató 138 personas con su facilísimo gatillo.
El hecho
Santiago Dylan Santucho tenía 17 años el día que le dispararon. El 3 de mayo de 2020, volviendo de un cumpleaños, se cruzó con la oficial San Roque de la Policía de la Ciudad, y cuatro días después falleció. Y esto último es una consecuencia, no una casualidad: ella disparó al menos cuatro veces contra su cuerpo, acertó dos, y provocó las heridas fatales.
En un mismo acto, San Roque decidió que Santiago era sospechoso, que debía tener una pena, eligió el tipo de pena y la ejecutó. Ella fue, como en todos los casos de gatillo fácil, juez y verdugo sólo con apretar el gatillo. Y lo sabía, como lo saben todos los que portan un arma reglamentaria en la cintura.
El veredicto y la pena
El 1 de diciembre se escucharon los alegatos finales de la fiscal Liliana Tricarico, de los particulares damnificados -mamá y papá de Santiago-, representados por CORREPI, y de la defensa. Luego, el juez Adrián Fernando Berdichevsky dio las instrucciones al jurado popular, que apenas dos horas y media después produjo su veredicto: Culpable por homicidio agravado por el uso de arma de fuego, cometido con exceso de la legítima defensa, un delito que tiene entre un año y medio y seis años y ocho meses de prisión como pena.
CORREPI y la fiscalía pidieron entonces el máximo posible, de cumplimiento efectivo y detención inmediata. En nuestro caso, fundamentamos el pedido de detención en las experiencias que ya tuvimos de policías que, tras haber llegado -como casi siempre- al juicio en libertad, se profugan cuando llega la condena, como los oficiales Martín Alexis Naredo y Néstor González, asesinos de Jon Camafreita y Checho Casal. El juez no aceptó el pedido, pero ordenó la detención domiciliaria con monitoreo electrónico hasta el día de la imposición de la pena.
El martes 6 de diciembre, el juez comunicó su resolución: Melina Luján San Roque fue condenada a 3 años y 8 meses de prisión, manteniendo la domiciliaria con monitoreo hasta que quede firme la sentencia.
Aunque la pena es irrisoria para el asesinato por la espalda a un menor desarmado a manos de una oficial de la PC, sabemos que haber llegado hasta esta instancia es en sí mismo un logro. Sentar en el banquillo de los acusados al asesino para obligarlo a defenderse, y haber obtenido una condena, es una victoria que, dentro del entramado judicial, cooptado por poderes empresariales y del estado, es casi imposible de conseguir. Por eso, entendemos que no sólo se trata de ganar un juicio, sino de arrancarle a la justicia una condena por homicidio, aún a costa de todos los intentos de la acusada por alegar inocencia. Y no sólo eso. Haberlo hecho en el marco de un juicio por jurados, donde el sentido común siempre juzga al pibe con visera antes que al aparato represivo estatal, nos hace tomar dimensión de lo que podemos lograr gracias a la lucha colectiva.
La lucha sigue
Como dijeron Carlos y Mariana, padre y madre de Santiago, al terminar el juicio, la lucha sigue. No sólo para defender esta sentencia, que aunque insatisfactoria, es una condena al fin, sino porque este caso nuevamente exhibe con total crudeza por qué exigimos la prohibición de la portación y uso del arma reglamentaria fuera de servicio, y por qué es necesario organizarnos más y mejor para denunciar el gatillo fácil y todas las prácticas represivas estatales.