La llegada de Trump a una segunda presidencia de Estados Unidos confirma el drástico cambio en el escenario mundial. El avance de la derecha, la intensificación de las guerras de Ucrania y Medio Oriente y la proximidad de dramáticos conflictos comerciales entre las principales potencias acentúan las convulsiones de los últimos años.
Para evaluar esta traumática coyuntura en función de las grandes mutaciones subyacentes, algunos analistas del espectro progresista utilizan dos términos muy en boga: la transición hegemónica y la reconfiguración del Norte y el Sur Global. Ambas nociones han ganado centralidad para retratar la época actual (1).
La transición hegemónica tiene cierto parentesco con la tesis del auge y caída de los imperios, que concibe la historia contemporánea como una secuencia de liderazgos seculares y sustitutos desde el siglo XVI. Recuerda que las ciudades italianas fueron seguidas por Holanda, que posteriormente irrumpió Gran Bretaña y más tarde se impuso Estados Unidos. Contraponen ese listado de potencias victoriosas con el agrio destino sus decaídos rivales (Portugal, España, Alemania, Japón).
La actualización de esta mirada recurre al concepto de sucesiones hegemónicas, para indagar el cambio en curso. Postula que China obtendrá la conducción del sistema mundial haciendo valer su primacía económica, su incidencia territorial, su gravitación militar o su astucia geopolítica.
Pero la novedad de este reemplazo podría también radicar en cierta distribución del poder global. Una gestión multipolar concertada sustituiría al excluyente predominio unipolar del pasado. La transición hegemónica involucraría en ese caso, una reversión del mando que ejerce el Norte global sobre sus pares del Sur. El nuevo protagonismo de Oriente incluiría consensuadas modalidades de globalización inclusiva.
Ese histórico despegue del Sur en desmedro del Norte es interpretado en un sentido económico o político y no geográfico. Contrapone grados de desarrollo y no localizaciones en el mapa planetario y por esa razón Australia es situada en el Norte y Marruecos en el Sur.
Esta nueva dualidad entre ambos polos reemplaza el esquema precedente del Primer, Segundo y Tercer Mundo. En esa divisoria se inscribía a los países capitalistas desarrollados, a las naciones ubicadas en el denominado campo socialista y a los conglomerados de la periferia. La implosión de la URSS provocó un reordenamiento de ese trípode, en torno a dos articulaciones globalizadas del Norte y del Sur que reconfiguran el escenario internacional.
¿Pero alcanzan esos dos ensambles para comprender la mutación en curso? ¿Es suficiente el concepto de transición hegemónica para esclarecer esa transformación? ¿O se requieren otras nociones para dar cuenta del viraje actual? La evaluación de estos interrogantes exige varias precisiones en el terreno económico, geopolítico y prospectivo.
Contraste de rumbos
En el plano económico la transición hegemónica es un proceso muy visible en el declive de Estados Unidos y sus socios occidentales. Ese descenso está determinado por el retroceso económico de la primera potencia, que en las últimas décadas ha sido el epicentro de agudas crisis financieras.
Esas turbulencias complementan la regresión competitiva de la industria estadounidense, que está muy afectada por su decreciente productividad. Por esa razón se afianza en la Casa Blanca la tendencia a recrear el proteccionismo y a rehuir la suscripción de nuevos tratados de libre comercio. Washington sabe que en esos convenios perderá frente a Beijing.
El retroceso industrial norteamericano ha incrementado la tradicional tensión entre los sectores globalistas de las costas y los segmentos americanistas del interior del país. Esa división de las clases dominantes se acentúa junto a la pérdida de preeminencia económica de la primera potencia.
La misma fractura era gestionada en el pasado con periódicos reequilibrios que renovaban el predominio estadounidense. Pero el declive se arrastra desde hace décadas y no fue contenido con el globalismo de Clinton, el expansionismo de Bush, la sintonía neoliberal de Obama, el proteccionismo del primer Trump y el fallido neo keynesianismo de Biden.
Esa regresión no equivale a un ocaso en flecha de la economía estadounidense, que continúa protagonizando periódicas recomposiciones. La primera potencia usufructúa del señoreaje del dólar, la centralidad de Wall Street, la gravitación de las empresas digitales y la relevancia internacional del complejo industrial-militar. Pero su crisis de largo plazo erosiona la primacía que exhibió durante mucho tiempo.
La transición hegemónica en el plano económico se verifica también en el polo opuesto de China, que ha logrado impactantes avances en las últimas décadas. Esos resultados se explican por estrategias asentadas en cimientos socialistas, complementos mercantiles y parámetros capitalistas.
China quedó enlazada con grandes réditos a la globalización, porque retuvo el grueso del excedente generado en el país. Desenvolvió un modelo que prescinde de las adversidades del neoliberalismo y la financiarización. Ese desarrollo no habría sido factible si el capitalismo hubiera sido restaurado en su plenitud. En el gigante asiático se forjó una importante clase capitalista, que no logró hasta el momento el control del Estado y esa obstrucción facilitó el despegue de la nueva potencia.
Ese ascenso derivó también en una relación muy desigual con el grueso de las economías periféricas. China acumula beneficios a costa de ese segmento, absorbiendo plusvalía y renta de las regiones más relegadas del mundo.
La lógica de las asimetrías
El ascenso de China y el declive de Estados Unidos están condicionados por la dinámica del capitalismo neoliberal que enlaza a ambas potencias. Las dos operan en torno al modelo globalizado, precarizado, financiarizado y digital, que en las últimas décadas sustituyó al esquema keynesiano previo.
El modelo actual confirma la vigencia de una nueva etapa de funcionamiento diferenciado del capitalismo que genera enormes desequilibrios. El colapso financiero del 2008 ilustró esa dimensión y ha dejado una secuela de agudo temor, que reaparece ante cada desplome significativo de Wall Street. Esas tensiones agravan el resurgimiento de la inflación y el descontrol de la deuda pública, en un modelo que introdujo desigualdades sociales sin precedentes en la última centuria.
Como ese esquema exacerbó además la competencia por el lucro, la tragedia del cambio climático se intensifica con sus terribles secuelas de sequías, inundaciones e incendios. Ninguna de esas calamidades será resuelta con las fantasiosas expectativas que ha despertado la Inteligencia Artificial. Ese dispositivo se desenvuelve rodeado de un gran peligro de sobreinversión y consiguientes burbujas tecnológicas.
Los neoliberales ignoran esos desequilibrios y sus adversarios heterodoxos los perciben, atribuyendo su impacto a la ausencia de regulaciones. Pero se quedan sin palabras cuando esas intervenciones no aminoran las tensiones que pretendían erradicar. A diferencia del marxismo, no reconocen que esas crisis son inherentes al capitalismo actual. Este sistema erosionó la norma de consumo estable con la precarización y el desempleo y acentuó la sobreproducción con inmanejables presiones competitivas. Tampoco notan que el propio capitalismo induce el decrecimiento porcentual de la tasa de ganancia con aumentos de la inversión y potencia la hipertrofia financiera, con sus devastadoras secuelas de especulación.
Pero lo más relevante de esas contradicciones para la transición hegemónica es su impacto sobre el epicentro estadounidense del capitalismo neoliberal. Ese efecto supera la incidencia de las mismas tensiones sobre el modelo de gestión regulada que impera en China. Por esta diferencia, el gran cambio de política económica que sucedió a la crisis del 2008 se localizó en Washington y no en Beijing.
El neoliberalismo persiste en Occidente luego del rescate estatal de los bancos en quiebra, pero convive con una renovada presencia del Estado. Dentro de la misma etapa neoliberal se ha introducido un giro hacia el intervencionismo, el proteccionismo y la promoción de la inversión pública. Ninguna de estas tendencias modifica el declive productivo de Estados Unidos frente al avance chino.
Los cambios de la última década tampoco alteraron el patrón económico general de bajo crecimiento de Occidente, ascenso de Oriente y reducida expansión global. Ese trípode persiste en una etapa neoliberal más signada por la turbulencia que por el estancamiento.
En los últimos cuatro decenios no se ha registrado una Onda Larga ascendente, ni tampoco otra descendente. Predominó una mixtura de desenvolvimiento, que contrasta con el postulado de repetición regular y tónicas uniformes que sugieren los ciclos Kondrátiev. La hipótesis de una onda ascendente quedó desmentida por el magro comportamiento económico de Estados Unidos, Europa y Japón y el pronóstico inverso de una secuencia descendente ha chocado con el intenso crecimiento de China y sus vecinos.
Lo ocurrido hasta ahora en la economía mundial más bien corrobora la dinámica del desarrollo desigual y combinado, con sus componentes discontinuos a la vista y sus verificables amalgamas en varias regiones del mundo. La mixtura más impactante fue protagonizada por China, que consumó el típico salto de las nuevas potencias que adoptan las tecnologías desarrolladas por sus antecesores.
El gigante oriental copió esas innovaciones ahorrando el costo solventado por los gestores de esos instrumentos. Las potencias precursoras cargaron, por el contrario, con la adversidad de su reducida adaptación al nuevo escenario. El desarrollo desigual y combinado es la dinámica subyacente en la monumental transformación que registró la relación chino-americana.
Los conceptos faltantes
El declive económico estadounidense es el principal indicio, pero no el único de la transición hegemónica. El mismo retroceso se extiende a Europa y Japón y por consiguiente a toda la Tríada que motorizó la recomposición del capitalismo en la posguerra del siglo XX. Esa regresión de los puntales de Norte Global no es uniforme, puesto que Estados Unidos descarga gran parte de su crisis sobre sus socios, utilizando el dólar, las finanzas, el Pentágono y las empresas digitales.
La asimetría está muy presente también en el Sur Global, puesto que China no afronta socios equivalentes dentro de ese entramado. Al contrario, el gigante asiático se ha distanciado de ese vecindario para convertirse en una potencia del centro, que disputa supremacía con Estados Unidos.
Otros países gravitantes del Sur Global permanecen en el status inferior de semiperiferias. Conforman el grupo de economías intermedias articuladas en torno a los BRICS, que exhiben relevancia en la provisión de energía o en la supervisión de rutas comerciales. Con ese sustento apuntalan dinámicas de desdolarización y modalidades crediticias autonomizadas del FMI y el Banco Mundial.
Rusia mantiene el gran desarrollo de su complejo industrial-militar, pero opera como una economía asentada en la exportación de materias primas. India protagoniza un elevado crecimiento, pero preserva espeluznantes niveles de subdesarrollo. Brasil y Sudáfrica exhiben los clásicos desequilibrios de las economías dependientes.
Si los socios intermedios de China no comparten el despegue de la nueva potencia, el resto del Sur Global desconoce por completo ese horizonte. Están fuera del círculo gestor de los BRICS y persisten en África, Asia o América Latina, como el típico segmento de economías desposeídas. Son víctimas y no partícipes de la transición hegemónica. Mantienen el viejo perfil del Tercer Mundo, ocupando el escalón inferior de la división internacional del trabajo. El concepto que sintetiza su estatus no es Sur global, sino capitalismo dependiente. Son economías sujetas a un proceso de sistemática degradación.
Su condición subdesarrollada se perpetúa mediante intensas secuencias de transferencia de valor. Por esa razón afrontan una brecha creciente con las economías que receptan el excedente drenado de sus fronteras. Esa transferencia se consuma mediante dispositivos productivos asentados en la baratura de la fuerza de trabajo, mecanismos del intercambio desigual en el comercio y convenios de endeudamiento externo que multiplican la hemorragia financiera. La teoría marxista de la dependencia expone detalladamente esa sucesión de apropiaciones que padece la periferia.
Las corrientes de pensamiento que desconocen (u objetan) ese drenaje, no logran explicar el continuado relegamiento que sufre América Latina, África, Europa Oriental y el grueso de Asia. Desconocen que la acumulación mundial de capital está sujeta a una apropiación del excedente de un polo en desmedro del otro. Esa confiscación impide achicar la brecha que separa a ambas zonas. Con la excepción clave de China (y en otro sentido de Corea del Sur), el capitalismo neoliberal ha estabilizado esa asfixiante jerarquía.
Es obvio que le economía latinoamericana se ubica en el espectro desfavorecido del orden capitalista actual. En las últimas décadas consolidó esa localización con el agravamiento de la pobreza, el desempleo y la desigualdad. Las políticas neoliberales potenciaron la primarización extractiva, la remodelación regresiva de la industria y la vieja pesadilla de la deuda.
El escenario económico contemporáneo incluye, por tanto, numerosas aristas que no encajan en el simple mote de una transición hegemónica, signada por el retroceso del Norte y el despunte del Sur Global. Los importantes elementos de veracidad de esa afirmación, sólo cobran significación si son enmarcados en conceptos más determinantes de la época actual.
La acepción marxista de cinco nociones de ese tipo resulta indispensable para esa comprensión. Esas categorías son: capitalismo neoliberal, desarrollo desigual y combinado, centro-semiperiferia-periferia, capitalismo dependiente y transferencia de valor. Sin esos cimientos teóricos resulta muy difícil asignar a la transición hegemónica y al Norte o Sur Global, un contenido específico que esclarezca la mutación en curso.
Agresores y defensores
En el plano geopolítico, la presentación habitual de la transición hegemónica remarca el contraste entre la agresividad militarista del Norte y la disposición pacifista del Sur Global. Ese contrapunto tiene una sólida base en el registro de la reacción estadounidense frente a su declive. La primera potencia intenta contrarrestar ese retroceso con incursiones militares y exigencias de alineamiento. Con esa actitud el Pentágono ha sido el impulsor, responsable y causante de las grandes tragedias humanitarias de las últimas décadas.
Pero esa política belicista exacerba los gastos improductivos, perpetúa el protagonismo de los proveedores de armas y agrava las trampas de la hipertrofia militar. Aunque el remedio elegido es peor que la enfermedad, a Estados Unidos no le queda otra opción para preservar su primacía internacional.
La primera potencia perpetró una desgarradora intervención en el Gran Medio Oriente para manejar el petróleo, doblegar las rebeliones populares y someter a sus rivales. Comandó el desangre de la Primavera Árabe, facilitó el terrorismo yihadista y consumó la demolición de tres Estados (Irak, Libia, Afganistán).
En la actualidad es el principal sostén de las masacres que implementa su socio israelí. La Casa Blanca financia y apuntala la limpieza étnica de los palestinos, para reforzar su control del Medio Oriente, mediante el esquema sionista de anexiones y Apartheid.
Estados Unidos fue también el gestor de la guerra de Ucrania, desde que intentó sumar a Kiev a la red de misiles de la OTAN que rodea a Rusia. Para afectar la estructura defensiva de su rival promovió la revuelta del Maidán, incentivó al nacionalismo contra Moscú y apuntaló las hostilidades en el Donbass. Buscó entrampar a su adversario, en un conflicto destinado a imponer la agenda del rearme en toda Europa.
Los resultados de esa dinámica militarista han sido invariablemente adversos. El fracaso en Irak y la derrota en Afganistán abrieron el camino para las ventajas que tiende a lograr Rusia en la guerra de Ucrania. En el prolongado enfrentamiento de trincheras, la supremacía de tropas y recursos de Moscú desgasta a Kiev.
En el otro escenario bélico del momento, Israel no puede lidiar con la variedad de frentes abiertos. Intenta desenvolver una interminable guerra en Gaza, Cisjordania y el Líbano, provocando a Yemen, atacando a Siria y amenazando a Irán. Pero el descontento interno, el malestar con el alistamiento y el derrumbe de la legitimidad internacional corroen a la sociedad israelí. En todos los conflictos, Occidente afronta la misma dificultad con poblaciones desacostumbradas del servicio militar obligatorio y reacias a cargar con los costos del belicismo.
Las adversidades de la OTAN en los campos de batalla afectan con especial dureza a los socios de Estados Unidos, que receptan la monumental factura del gasto militar. Europa está sufriendo con inusitada gravedad ese impacto y Alemania es la principal afectada por esa subordinación. La guerra de Ucrania privó a su aparato productivo de la energía barata provista por Rusia y el encarecimiento de ese abastecimiento deterioró la competitividad del principal motor de la Unión Europea.
En el otro rincón del planeta, Japón tiende a sufrir un efecto semejante con la OTAN del Pacífico, que el Pentágono auspicia para hostilizar a Beijing en el Mar de China. Washington transfiere nuevamente a Tokio y a Berlín los costos del armamentismo. Tiene una larga experiencia en esa descarga, desde que sostuvo su moneda en los años 70 con la inconvertibilidad del dólar y con los acuerdos Plaza en el decenio posterior. El amoldamiento del yen y del marco a las necesidades del billete norteamericano fue un recurso que la Reserva Federal renueva en el siglo XXI.
El norte imperial
El comando estadounidense continúa definiendo la geopolítica del Norte Global. ¿Pero cuál es la dinámica orientadora de ese proceso? También aquí los conceptos de transición hegemónica y Norte-Sur Global resultan insuficientes. Para comprender lo que sucede hay que recurrir al concepto general de imperialismo. Ese dispositivo es utilizado por la primera potencia para garantizar el funcionamiento del capitalismo y expropiar a la periferia a favor del centro.
Ese instrumento opera a pleno en América Latina. En esa región Estados Unidos disputa un botín de materias primas que necesita controlar. No puede ejercer predominio global sin exhibir primacía en su Patio Trasero. Por esa razón retoma la doctrina Monroe, despliega tropas con el pretexto de erradicar el narcotráfico y exige el alineamiento diplomático contra Rusia y los palestinos.
Pero también allí prevalece la ausencia de resultados. Estados Unidos no impone el sometimiento del pasado y no logra disuadir la presencia de China en la región. Frente al avance de la Ruta de la Seda, Washington intentó erigir una muralla defensiva con el proyecto competidor de América Crece. Al cabo de varios años esa iniciativa no despunta y se mantiene a años luz de la Alianza para el Progreso, que Estados Unidos impulsó en los 60 para contener la revolución cubana.
El imperialismo explica la política seguida por Estados Unidos, pero ese concepto no es pertinente en cualquier acepción. Importa su variedad contemporánea, que es muy diferente a las modalidades precedentes. Se distingue nítidamente de los imperios precapitalistas de Antigüedad, del imperio informal británico del siglo XIX y del imperialismo clásico de la centuria pasada, signado por la guerra mundial entre potencias que disputaban primacía. Tampoco es apropiada la imagen del imperio global de clases y estados transnacionalizados que algunos teóricos difundieron en los años 90.
Lo que prevalece desde la segunda mitad del siglo XX es un sistema imperial jerárquico bajo el estricto comando de los Estados Unidos. Es una estructura con socios europeos, que mantienen cierta autonomía alterimperial en su viejo entorno colonial y con apéndices coimperiales, que cumplen con el mandato del Pentágono en distintas regiones del mundo (Israel, Australia, Canadá). Esta alianza controla el orden mundial y sus integrantes zanjan divergencias internas con procedimientos económicos, financieros o diplomáticos, sin recurrir nunca al dispositivo militar.
El sistema imperial situado en el epicentro del Norte Global hostiliza con gran agresividad a sus enemigos, adversarios y víctimas. Esa belicosidad refuerza, a su vez, la transición hegemónica que genera la crisis del sistema imperial. La equivalencia entre el poder económico y militar que detentaba Estados Unidos a mitad del siglo pasado se ha diluido. La primera potencia perdió supremacía económica, pero mantiene el liderazgo militar e intenta infructuosamente utilizar ese instrumento para sostener su conducción del orden global.
El sur distante del antiimperialismo
La presentación del Sur Global como un conglomerado defensivo es genéricamente cierta. Esa configuración resiste las agresiones de su contraparte. En las tremendas sangrías de Yugoslavia, Irak, Afganistán, Ucrania o Palestina, Washington arrastró a sus aliados del Norte, frente a las posturas no beligerantes del otro campo. La nueva guerra fría se desenvuelve siguiendo la misma secuencia.
Pero esa constatación no esclarece lo que está en juego, porque el Sur global es una articulación geopolítica muy heterogénea. El comando imperial que prevalece en el Norte no tiene contrapartida simétrica en su anverso. El Sur es hostilizado por el militarismo de la OTAN, pero no es ajeno a otras modalidades de la dominación externa.
A China no le cabe hasta el momento ningún epíteto imperial. Captura los excedentes de la periferia aprovechando sus ventajas productivas e impone su dominación económica sin recurrir a la fuerza. Esa modalidad de supremacía la ubica fuera del casillero de las potencias imperialistas.
El gigante asiático no despacha tropas al exterior, evita involucrarse en conflictos militares y mantiene una gran prudencia en su política exterior. En todos los campos desenvuelve una estrategia defensiva, en las antípodas de su virulento rival estadounidense. Privilegia el agotamiento económico de su competidor y su única intervención militar relevante frente a Taiwán, apunta a resguardar sus fronteras.
Pero ese status alejado de la tentación imperial no se extiende a Rusia, que algunos analistas sitúan en el Sur, otros en el Norte y muchos en el limbo. Moscú afronta la hostilidad externa haciendo valer su poderío militar en todo el espacio pos soviético. Desenvuelve un doble papel de acosador y acosado, utilizando amenazas, disuasiones e incursiones directas.
Rusia se ubica fuera del sistema imperial, no integra la escudería del belicismo occidental y debe lidiar con la presión norteamericana. Pero no limita su reacción a la mera defensa. Apuntala los intereses de grupos dominantes internos con acciones que desbordan sus fronteras, enviando tropas a Siria y mercenarios al África. Fue amenazada por la OTAN en Ucrania y respondió con una injustificada invasión. Esa reacción ilustra los rasgos de un imperio en gestación, fuera del radio hegemónico del Norte global.
Variedades menores del mismo comportamiento exhiben las potencias intermedias, que bordean el sistema imperial, sin integrarlo y sin confrontar con él. Esas formaciones priorizan su acción en el entorno próximo con acciones subimperiales, para disputar primacía con sus rivales de la zona. Es el caso de Turquía (y probablemente de la India), pero no de Brasil o Sudáfrica, que se mantienen alejados de la tentación bélica. Las numerosas situaciones de mandantes regionales que atropellan a su propia periferia (Rusia a Ucrania, Turquía al Kurdistán, Arabia Saudita al Yemen) retrata la ausencia de un mero bloque defensivo y enemistado con el Norte.
En el mismo conglomerado del Sur Global se ubica también el grueso de la periferia atropellada por Estados Unidos y sus socios. América Latina comparte ese destino con África y la mayor parte de Asia. Los integrantes de ese espacio no cuentan con las vallas defensivas construidas por sus pares intermedios para contener los avasallamientos imperiales.
Esta diversidad de situaciones en el Sur Global no sólo difiere con el comando que ejerce el Pentágono en el Norte. También evidencia la ausencia de un contraste entre actores imperialistas y antiimperialistas. El belicismo de la OTAN no confronta con una contraparte decidida y simétrica.
Aquí radica otra diferencia del Sur Global con su antecesor del Tercer Mundo. Los BRICS no guardan el menor parentesco con Bandung, los No Alineados o la Tricontinental. La gestación de organismos que retomen esa plataforma antiimperialista es una asignatura pendiente, que apenas despunta con iniciativas como el ALBA. Esta carencia determina, a su vez, la preponderancia actual de una transición hegemónica divorciada de los intereses populares.
El norte invariablemente unipolar
La mirada convencional presenta la transición hegemónica como un proyecto político en disputa entre dos adversarios: el Norte unipolar y el Sur multipolar. El primer contrincante se desenvuelve concentrando el poder mundial en torno a la supremacía estadounidense. El mandato de Bush y la alianza occidental que lo acompañó para demoler Irak es la imagen más acabada de esa centralización. Luego del colapso de la URSS, esa matriz parecía un dato definitivo de un escenario mundial signado por el “fin de la historia”.
Los fracasos posteriores de la Casa Blanca demostraron las falencias de esa creencia, desmentida por la profunda crisis del sistema imperial. La imagen del proyecto unipolar como un destino inexorable perdió preeminencia, pero la pretensión norteamericana de dominación global persiste. Como esa meta se asienta en la simbiosis del capitalismo actual con el resguardo yanqui, la perspectiva unipolar reaparece una y otra vez.
El invariable liderazgo norteamericano es objetado y relativizado por los autores próximos al liberalismo crítico, que advierten contra la dinámica autodestructiva del belicismo estadounidense. Proponen contrarrestarlo con estrategias de autocontención y repliegue negociado, siguiendo el sendero que transitó Inglaterra en el siglo pasado.
Pero esa propuesta omite la conducción norteamericana de un sistema imperial que Gran Bretaña nunca gestionó. Desconoce la carencia de un sustituto para la custodia del capitalismo global. Como el traspaso a Europa o a Japón no es factible, la primera potencia no tiene a quién pasarle el mando.
El enfoque que propone alivianar la protección que ejerce el Pentágono del sistema mundial, relativiza también la gravitación de la violencia en el sostenimiento del capitalismo. Por eso rehúye el término de imperialismo, que es habitualmente identificado con el uso de la fuerza. Opta por la noción más vaga de hegemonía, que prioriza la incidencia de la ideología en la perpetuación del orden actual.
La propuesta de administrar el declive de Estados Unidos se asienta en la lógica general de las sucesiones hegemónicas y en su cimiento histórico, que es la tesis del auge y declive de las potencias. Como presupone la inevitabilidad de ese curso, promueve atemperarlo con una sabia gestión del ocaso. En algunas versiones esta mirada es inscripta en los procesos históricos de recambio del poder de una potencia a otra, que determinan los cambios en los ciclos sistémicos de acumulación. Se supone que esos períodos han regido la dinámica del capitalismo desde la gestación de ese régimen en el siglo XVI.
El postulado básico de esta visión es muy controvertido. Asigna al desenlace del comando mundial entre potencias competidoras una gravitación dominante de todos los acontecimientos históricos, en desmedro de otros determinantes de ese devenir. Le atribuye además al capitalismo un pasado de cinco centurias, que omite la presencia, combinación o primacía de otros modos de producción (tributarios, feudales, esclavistas) en ese prolongado período.
Esta evaluación de la dinámica histórica privilegiando el reemplazo de potencias rectoras en el sistema mundial, recobra periódica influencia como explicación del curso geopolítico. Tuvo gran incidencia en los años 80, cuando el resurgimiento económico de Japón fue percibido como una amenaza a la preeminencia de Estados Unidos. El nacimiento de la Unión Europea suscitó una impresión del mismo tipo e instauró durante cierto tiempo la imagen de un nuevo competidor en Bruselas de la supremacía de Washington.
Las dos expectativas se disiparon confirmando la centralidad unipolar del comando imperial norteamericano. Pero esa constatación es ahora revisada en contrapunto con el desafiante chino y el despunte general del Sur Global.
Multipolaridades opresivas
La tesis de la transición hegemónica incluye dos dimensiones complementarias. Por un lado, es una interpretación del devenir geopolítico en curso y por otra parte, en su acepción progresista es una propuesta de gestación de un orden mundial más auspicioso.
Frente a la despótica perspectiva de un dominante yanqui, fomenta una alternativa multipolar que incluya la dispersión consensuada del poder global. Alienta con esa mirada una novedosa propuesta histórica, puesto que el sistema mundial nunca fue coordinado con esa modalidad de contemporizaciones y renuncias a ejercer la primacía.
Esta iniciativa sugiere la factibilidad también de una administración de los recursos económicos que resulte conveniente para todas las partes. Propone instaurar formas de negociación que generen solo ganadores. Con esa modalidad. la traumática mundialización actual quedaría transformada en una globalización inclusiva y provechosa. Esta agraciada variedad de la multipolaridad sería muy diferente a todas las coyunturas de equilibrio del poder, que en el pasado sucedieron o antecedieron a los desenlaces bélicos entre las potencias competidoras.
Pero estas convocatorias a forjar un modelo de convivencia pacífica mundial eluden explicar cómo podría gestionarse ese esquema, con los mismos cimientos capitalistas que destruyen esa armonía. Las normas actuales de competencia por ganancias surgidas de la explotación impiden esa coexistencia y corroen todas las aspiraciones de consenso global.
Si se toma en cuenta la persistencia de esos cimientos, lo que podría emerger en esas condiciones como contraparte de la prolongada crisis del Norte Global, es un entramado del Sur con pilares semejantes a su rival. La performance efectiva de esa configuración sería en los hechos muy distante de los augurios propagandizados por sus auspiciantes.
Esa variante consagraría en los hechos el surgimiento de una multipolaridad opresiva. Esa modalidad consolidaría su amoldamiento al capitalismo neoliberal, bajo el control de clases dominantes que afianzarían sus privilegios, privando a las mayorías populares de mejoras sociales y derechos democráticos. Esa distopía ya se avizora en la tónica derechista que impera en muchos gobiernos del Sur Global.
Esas administraciones son afines a la oleada reaccionaria que actualmente salpica a todo el planeta. Esa marea ha logrado gran sustento electoral y consiguió canalizar a su favor gran parte del descontento popular con la crisis económica, la degradación social y el corrompido sistema político.
Los derechistas aprovechan la gran penetración de la ideología neoliberal. Amoldaron además su retórica y su forma de comunicación a las transformaciones de la era actual, aprovechando los resultados adversos de la lucha de clases y la continuada debilidad de la izquierda. Su expansión no implica un retorno al fascismo clásico, pero introduce formas de autoritarismo reaccionario que pueden desembocar en procesos de fascistización.
Esta marea derechista ha penetrado en todos los intersticios de la multipolaridad. No se circunscribe al Norte y atraviesa en forma transversal a numerosos países del Sur Global. Es cierto que el centro de la hoguera marrón se localiza en las grandes potencias, bajo la conducción de Trump con el concurso de Le Pen y Meloni. Pero la misma zaga se verifica con Modi, Milei, Bolsonaro u Orban en la otra franja.
La esperada divisoria entre un Norte Global reaccionario y un Sur Global progresista es puramente imaginaria. Y la inexistencia de esa polarización socava la expectativa de forjar una multipolaridad amistosa, inclusiva y avanzada. Salta a la vista la imposibilidad de construir ese modelo con furiosos mandatarios de la ultraderecha.
También en este terreno se verifica otra diferencia con la era de los No Alineados. En los años de mayor protagonismo político del Tercer Mundo, los proyectos de ese conglomerado presentaban un inequívoco perfil antiimperialista y de izquierda. Esa fisonomía no se verifica actualmente entre los gestores oficiales de la multipolaridad.
Protagonismo popular
Un proyecto emancipador, alternativo y popular no puede circunscribirse a promover la transición hegemónica, mediante el genérico despunte del Sur Global. Tiene que ir más allá de esos enunciados para fundarse en otros pilares, utilizando también otras denominaciones.
Existe por ejemplo una tesis que promueve propuestas pluripolares, objetando la ilusión multipolar de alcanzar transformaciones progresistas por medio de exclusivas pulseadas con las potencias de Norte. Auspicia combinar esa dimensión geopolítica con la lucha de los pueblos, asignando un protagonismo central a los sujetos involucrados en esta última acción.
Esa mirada rechaza los abordajes de la realidad social focalizados en las formas de gestión estatal, que predominan en las Ciencias Políticas convencionales. Esos enfoques omiten por completo las luchas desde abajo. Suelen indagar cómo gobiernan las clases dominantes articulando consenso, dominación y hegemonía. Limitan sus observaciones a combinar dos lógicas (una económica y otra geopolítica) para desentrañar la evolución de la sociedad, desconociendo la gravitación de la movilización popular.
Para superar esta falencia hay que introducir una tercera lógica de análisis de los procesos sociales centrada en la dinámica de esas protestas. La historia contemporánea es un enigma incomprensible si se omite el impacto de las resistencias, las rebeliones y las revoluciones en curso de los acontecimientos.
La atención a ese protagonismo permite, a su vez, concebir otros senderos futuros. Esa trayectoria no se limitaría a sustituir la unipolaridad capitalista por la multipolaridad capitalista. Auspiciaría acciones populares para revertir el opresivo escenario actual, imponiendo conquistas que apuntalen una des mercantilización de los recursos básicos, con reducción de la jornada de trabajo, nacionalización de los bancos y socialización de las plataformas digitales, a fin de crear las bases de una economía igualitaria.
La evaluación de la lucha popular introduce, además, otra mirada de la transición hegemónica. Indaga las variantes de ese curso como escenarios en disputa derivados de la confrontación social.
Con ese enfoque, puede también evaluarse el contexto actual como un resultado de irrupciones populares fallidas. Primero se consumó la trágica derrota de la Primavera Árabe, con represión, dictaduras, destrucción de países y preeminencia de la brutalidad del yihadismo. Luego se verificó un reflujo de las protestas de indignados españoles, militantes griegos y chalecos amarillos franceses. Finalmente emergieron las obstrucciones a la continuidad de los movimientos globales del feminismo y el ambientalismo.
En todo el Sur Global despuntaron una y otra vez rebeliones periódicas, que no desenvolvieron cursos revolucionarios. A diferencia de lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XX, la dinámica de estas revueltas no derivó en construcciones paralelas al Estado, asentadas en la expansión del poder popular.
En estos desenlaces influyó la segmentación social generada por la precarización y la disminución del protagonismo del proletariado. También impactó la pérdida de gravitación del ideario socialista entre los trabajadores y la consiguiente penetración ideológica de la derecha en las capas populares.
Ninguna de esas negativas tendencias es definitoria, en la medida que la resistencia popular ha permitido contrapesar la ofensiva del capital. La secuencia de luchas y conquistas resurge con periódica intensidad en distintos rincones del planeta.
Actualmente se verifica una gran recomposición de las movilizaciones salariales en Estados Unidos y Europa con victorias democráticas, como la obtenida con la liberación de Assange. La extraordinaria fuerza del movimiento de solidaridad con Palestina sienta las bases de una Intifada global, que rememora las grandes batallas contra la guerra de Vietnam y el Apartheid de Sudáfrica. La acción popular definió el curso de la historia pasada y determinará el signo de cualquier transición futura.
Horizontes socialistas
La primacía asignada al sujeto popular introduce un razonamiento despejado y ajeno a todo fatalismo, a la hora de considerar el eventual devenir del Norte y el Sur Global. Ese criterio diverge de los enfoques estructuralistas, guiados por los rígidos parámetros del razonamiento inspirado en los ciclos sistémicos. Con una visión crítica, ya no cabe tan solo esperar la llegada próxima o tardía de una transición hegemónica predeterminada. Están abiertos otros escenarios, derivados del carácter multiforme e imprevisible de los desenlaces históricos.
Esta mirada contrapuesta a cualquier inexorabilidad se inspira en la lógica del desarrollo desigual y combinado, que estudia las complejas contradicciones del capitalismo en estrecha sincronía con la acción popular, resaltando el impacto recíproco de ambos procesos. Este principio inspiró incluso algunas ambiciosas teorías de la revolución contemporánea.
Es un enfoque que propone abordajes distintos a las Ondas Largas y a las sucesiones hegemónicas. Realza la centralidad de los sujetos sociales y la consiguiente gravitación de la lucha de clases, en el desenlace de cada disyuntiva afrontada por la sociedad. Pone el acento en las tensiones internas del capitalismo y no en la predicción del futuro de ese sistema.
Este enfoque es muy pertinente para estudiar una región tan condicionada por el protagonismo popular, como es América Latina. El primer ciclo de rebeliones iniciado en 1989 (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina) fue sucedido por una segunda oleada comenzada en el 2019 (Bolivia, Chile, Colombia, Perú, Haití, Guatemala). Ninguno de los dos procesos desembocó en triunfos de envergadura histórica, pero tampoco derivó en derrotas de la magnitud padecida en los años 70.
Los levantamientos de los últimos años contuvieron la restauración conservadora y tuvieron efectos electorales progresistas. En el negativo contexto generado por la degradación social, esos triunfos confrontan ahora con una intensa contraofensiva de la derecha.
En este caso latinoamericano es muy visible la imposibilidad de comprender los acontecimientos, omitiendo la centralidad de la movilización popular. En ese cimiento se asienta también la formulación de un proyecto de emancipación, que presenta aristas de convergencia con la transición hegemónica, sin amoldarse a la versión más corriente de esa mutación.
América Latina necesita ante todo batallar contra la dominación de Estados Unidos, porque no podrá encarar ningún proyecto avanzado, sin conquistar la soberanía política que sofocan las embajadas, las bases militares y las presiones del Departamento de Estado. La Casa Blanca veta cualquier rumbo regional diferente a su hoja de ruta y por esa razón, en este terreno existe un total empalme con las transiciones concebidas en choque frontal con el Norte Global.
Pero América Latina también requiere una renegociación económica en bloque con China, para superar las ruinosas consecuencias económicas del status quo. El gigante asiático aprovecha la fragmentación de sus clientes para obtener mayores réditos y el resultado está a la vista en la primarización, la ausencia de transferencias tecnológicas y la inversión en áreas no prioritarias. En este plano se verifican tensiones que podrían superarse dentro del propio del Sur Global, si se reconocen las contradicciones y disputas que afectan a ese entramado.
El tercer pilar de un proyecto de izquierda para la América Latina es la integración regional. Este sendero es insoslayable para erradicar el subdesarrollo y la desigualdad, forjando la soberanía financiera, energética y alimentaria que necesita la región. También aquí aparece una singularidad de la zona que la distingue como bloque especifico. Podría converger como en la época del Tercer Mundo con alianzas más extendidas, pero ese empalme no será indistinto, ni uniforme con todo el Sur Global.
La comprensión de estas singularidades exige superar la presentación corriente de la transición hegemónica, como un simplificado contrapunto entre el Norte y el Sur Global. Esos términos son útiles y fructíferos, si quedan enmarcados en nociones más ordenadoras de la época actual.
El punto de partida de esa conceptualización son las contradicciones inherentes al capitalismo que ha potenciado la era neoliberal. La drástica modificación de las relaciones económicas internacionales que genera el desarrollo desigual y combinado es un corolario indispensable de esa evaluación. A su vez, el agravamiento de todos los desequilibrios del capitalismo dependiente (que la periferia padece como consecuencia de las transferencias de valor) es otro proceso decisivo del período en curso.
El contraste entre el Norte y el Sur global sólo asume un contenido efectivo, si es enmarcado en la lógica del imperialismo y del sistema imperial, en los jerarquizados escenarios del centro, la semiperiferia y la periferia.
Finalmente, la transición hegemónica no es un destino inexorable del futuro. Al igual que el ascenso del Sur Global puede asumir un curso provechoso u otro agobiante para las mayorías populares. Depende del perfil que adopte ese camino, como trayectoria de convalidación o reversión de la opresión capitalista.
El primer sendero augura nuevas versiones de las pesadillas que afrontan los desposeídos. El segundo rumbo abre las compuertas para el viejo sueño del bienestar popular, la igualdad social y la convivencia política. Ese curso cobraría fuerza con proyectos pluripolares, dinámicas antiimperialistas y horizontes socialistas, que aportarían un renovado ideal a la transición protagonizada por el Sur Global.
18-11-2024
Resumen
La mutación histórica en curso es frecuentemente asociada con la transición hegemónica y el despunte del Sur en desmedro del Norte global. La crisis del capitalismo neoliberal efectivamente potencia el declive económico de Estados Unidos y el ascenso de China. Pero la comprensión de ese viraje exige el uso de otros conceptos de raíz marxista.
El fracasado belicismo del Pentágono ilustra la crisis del sistema imperial, frente a la ausencia del antiimperialismo en el heterogéneo Sur Global. La carencia de sustituto recrea la fallida unipolaridad sin contrapartes multipolares definidas, en un marco de oleadas derechistas que no tienen fronteras y socavan la armonización de la gestión global.
La acción popular determinará el signo de cualquier transición futura. El desconocimiento de esa centralidad es un defecto tan frecuente, como la omisión de un giro histórico entrelazado con el socialismo.
Claudio Katz es Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
Notas:
1) Las referencias, la bibliografía y el sustento teórico de los conceptos analizados en este texto pueden consultarse en: Katz, Claudio. La crisis del sistema imperial, Edición virtual, septiembre 2023 Jacobin, Buenos Aires, https://jacobinlat.com/2023/09/29/la-crisis-del-sistema-imperial-2