La geopolítica del anticristo y el derrumbe del “mundo libre”

LA GEOPOLÍTICA DEL ANTICRISTO Y EL DERRUMBE DEL “MUNDO LIBRE”

Por Rafael Bautista S.

Mafia used to say it’s nothing personal

it’s only business

but now neoliberal banksters claims:

business is the reality so

if people must perish

it’s only their fate

Continuando nuestras reflexiones en torno a la colisión exponencial desatada en Gaza (que ya desplazó en importancia al empantanamiento geoestratégico de la OTAN en Ucrania) y las dislocaciones profundas que suscitan en los corredores de suministro global la amenaza de un cierre del Mar Rojo (además del reciente asalto “democrático” de Argentina), iniciaremos introductoriamente el abordaje de un examen meta-geopolítico que consideramos necesario para atravesar límites analíticos que envuelve todo tipo de análisis fenoménicos.

Los análisis geopolíticos suelen reducirse a una fenomenografía de los escenarios, en tanto cómo estos se manifiestan a la percepción del que investiga datos y referencias; pero ello, que reduce una descripción analítica en un relato periodístico, hace que la geopolítica aparezca sólo como una descripción escenográfica del despliegue táctico de magnitudes de poder enfrentadas.

Ahora bien, teniendo en cuenta que la reflexión geopolítica requiere un compendio multidimensional de recursos analíticos y reflexivos, porque se trata de una reflexión de carácter estratégico, conviene aclarar y esclarecer la médula misma que genera toda escenificación fenoménica de carácter geopolítico; esto es, ¿a qué nos referimos cuando hablamos, ya no sólo del poder a secas sino del poder estratégico y, más aún, del poder profundo, cuando procedemos a describir una colisión geopolítica exponencialmente global, como la que empezó a aflorar desde Gaza?

De uno y otro lado, el poder que se desenvuelve tiene carácter estratégico, no sólo porque los actores no se resumen a los directamente enfrentados o por los intereses envueltos sino porque lo que se despliega subrepticiamente; en el caso de la geopolítica imperial (ya sea en su descomposición o recomposición), es la fisonomía misma de una voluntad última que se expresa en cuanto poder profundo.

Si es posible percibir un Deep State del Deep State, éste último es el que concentraría al Deep Power o poder profundo. Por ejemplo, del escenario desatado en Ucrania y Gaza y el asalto “democrático” de Argentina, podemos suponer que se ha producido un golpe de Estado inédito dentro del “Estado profundo”. En cuanto transferencia ilegítima de poder (es decir, sin mediación democrática alguna, ni siquiera formal), el escenario ha abierto una figura siniestra en la composición estructural del poder global, es decir, un desplazamiento del poder a una concentración nunca antes percibida.

Ya no es el Imperio-Estado-Nación o el complejo militar-industrial, quienes mueven los hilos del teatro-mundo. Son ahora los fondos de inversión Vanguard y Blackrock (y su oscura y profunda composición orgánica de capital global), los que acaban de desplazar al Imperio que conocimos en el siglo XX. El complejo financiero (que además de militar es mediático y en su composición concentra a la mafia global del lawfare, healthfare y foodfare) necesita asaltar todo para dejarnos a todos, Estados, mundo y sociedades, sin nada; de ese modo transparenta su pretendido nuevo ciclo de acumulación: ya no le interesa el control de los conflictos que desata, sino la deuda que producen esos conflictos.

Controlar la deuda (que es la formalización económica del mito teológico protestante del pecado), significa controlar todo, o sea, hacer del futuro y la vida activos financieros. El paradigma de la deuda es lo que ahora legitima la restaurada antropología malthusiana post-humanista que, de la acumulación por despojo, pasa ahora a la acumulación por deuda infinita que produce la diseminación global de inflamación especulativa del caos indefinido. Es decir, la desestabilización sistemática de todo es la carta, ya no disuasiva sino abiertamente ofensiva, que muestra la ideología imperial ante la amenaza de un mundo multipolar.

Ahora, ¿por qué una geopolítica como fenomenografía no podría esclarecer aquello? Porque si toda fenomenología tiene como límite su referencia al ser del fenómeno, una descripción fenomenográfica limita la reflexión geopolítica al horizonte-mundo dado, establecido, aunque en desplome civilizatorio. Entonces, cuando hablamos preliminarmente de meta-geopolítica, nos referimos a un examen reflexivo más allá del sentido-mundo que despliega aquella voluntad última; siendo ésta la que desenvuelve, de modo multidimensional, sus posibilidades, en el tipo de mundo que enmarca los usuales análisis geopolíticos.

Sólo de eso modo (en el saber situarse, epistemológica y existencialmente, en ese más allá del sistema-mundo) es que, creemos, se puede inteligir y visibilizar otro tipo de posibilidades teóricas y prácticas de carácter estratégico, que trasciendan los marcos impuestos hasta cognitivamente por lo que ya está presupuesto en la usual percepción geopolítica.

Sucede que los procedimientos analíticos pueden describir todo, pero nunca el locus intelectivo desde el cual tienen sentido todas las descripciones que se realizan; éste queda como el pan-óptico que todo lo ve, pero no se ve a sí mismo, o sea, queda como el ojo del observador de toda descripción, pero nunca sujeto a descripción. En nuestro caso, el locus de enunciación, el lugar existencial desde el cual emerge la crítica de una geopolítica de la liberación, siempre ha estado manifiesto, siendo el poder popular y sus capacidades de irradiación estratégica lo que establece la pertinencia de la reflexión analítica de carácter geopolítico que realizamos.

En ese sentido, una meta-geopolítica debe proponerse mostrar el tipo de poder (sus grados de concentración e intensidad) que, en su despliegue estratégico, configura escenografías que es preciso detallar para señalar las direccionalidades probables y posibles que se platea a sí mismo; de ese modo generar consciencia estratégica anticipatoria en nuestros proyectos de liberación. Entonces, entrelazando vectores multidimensionales de reflexión analítica podemos advertir que el tipo de poder profundo que se desenvuelve como voluntad última del sentido-mundo en plena decadencia, está expresando, en su desesperada reposición, la amenaza suicida de acabar con todo, dado el grado de concentración de poder que posee, jugando todas las opciones en todos los sentidos y apostando todos los efectos y las consecuencias que significa apostar todo (incluso lo que no le pertenece).

Esa voluntad última lucha por todo y apuesta todo, no le interesa algo sino todo, por eso, en su derrumbe, lucha para que no quede nada. Se expresa racionalmente, pero produce irracionalidades. A eso podemos denominar una racionalidad de la muerte. Cuando nos referimos a la crisis civilizatoria como crisis de racionalidad, también queremos señalar que no se trata de conflictos sistémicos en un mismo escenario. Si se trata de que el viejo mundo se resiste a desaparecer y el nuevo mundo se tarda en nacer, el concepto límite de mundo apenas sirve para describir el modo de resistir del viejo mundo.

Y, si de mundo hablamos, el fin del viejo mundo, envuelve también el fin de todo su sistema de creencias y valores que, formalizados como racionalidad hegemónica global, es lo que se desata como resistencia existencial de todos los actores involucrados y dependientes del mundo que fenece. La incapacidad de imaginarse en otro tipo de mundo, ya sea multipolar o de equilibrios más democráticos, es una de las razones que justifica el escudriñar el tipo de voluntad hecho poder global que se expresa en apuestas hasta abiertamente genocidas que, de modo exponencial, apuntan a un nuevo holocausto, pero, ahora, de carácter global.

La debacle del diseño geopolítico moderno centro-periferia y la inviabilidad presente del orden unipolar que presupone ese diseño, manifiesta el tipo de tradición y proyecto imperial al cual responde la propia modernidad, actualizando la categoría geopolítica de Occidente como la más pertinente para establecer, en su verdadera dimensión, qué tipo de mundo es el que ha entrado en crisis crónica y apostando todo el arsenal de recursos tácticos y estratégicos, míticos e ideológicos, que posee cultural e históricamente para evitar su desmoronamiento existencial y civilizatorio.

El centro de atención debiera entonces desplazarse o, más bien, ahondarse, mostrando la resistencia euro-norteamericano-céntrica como expresión de una voluntad de poder infinita que, si bien se ha finalmente globalizado en los últimos cinco siglos, le precede la pulsión imperial que transfiere Roma a Europa como su continuidad proyectiva. En ese sentido, la modernidad es el modo cómo se redefine Occidente a sí mismo, mediante la conversión religiosa hecha economía política, es decir, el capitalismo como teología mundana salvífica.

Es en la historia de Occidente donde descubrimos que esa voluntad última va asumiéndose como dios sustitutivo y se fetichiza definitivamente en la modernidad, haciendo mundo y realidad a imagen y semejanza suya; en esa historia también develamos cómo ese tipo de voluntad, ya en plena modernidad, se determina como subjetividad, en tanto individuo: el Yo metafísico que, cuando se determina como ego práctico, es el héroe del sistema que realiza la praxis de eliminación de toda exterioridad, del humanismo del otro (incluso en sí mismo).

En ese sentido, el anticristo es un concepto teológico que nos sirve para dimensionar la verdadera magnitud del mal cuando se instituye como sistema-mundo, es decir, cuando se hace racionalidad hegemónica capaz de diseñar al mundo entero en correspondencia a ella y fundar todo un sistema de creencias y valores que establecen la moralidad sistémica de un mundo en cuanto totalidad ontológica, es decir, cerrada.

En ese sentido, la reflexión meta-geopolítica que hacemos, pretende desenmascarar ese sistema-mundo como aquello que transcribe existencialmente la cosmogonía propia de Occidente (asumida como fenomenología del espíritu por la modernidad), o sea, el orden teo-onto-antropológico de una clasificación geopolítica-metafísica dualista que, mediante la fetichización de su expansivo espacio vital, distribuye roles y funciones, generando esferas de influencia endémica y cadenas globales de transferencia unilateral de voluntad de vida, de la periferia al centro, para reafirmar y consolidar, hacer eficiente e imperecedero, su dominio exponencial.

Por eso advertimos que el diseño centro-periferia no es sólo de carácter geopolítico, sino que es la objetivación fenoménica de toda la racionalidad moderno-occidental que, como formalización de su cosmogonía y cosmología presupuesta en el diseño de mundo que realiza, genera las condiciones para desarrollar las nefastas consecuencias exponenciales de una racionalidad que, en nombre de la vida, ha venido produciendo la muerte sistemática, en los últimos cinco siglos, de todo el ámbito periférico en esa distribución planetaria.

Y eso es lo que presenciamos en el genocidio que se está produciendo en la franja de Gaza como geopolítica del anticristo, es decir, como racionalidad de la muerte que, fenomenológicamente, nos manifiesta el tipo de mundo y realidad que ha producido y que, en su propio derrumbe existencial, nos muestra lo que siempre ha sido capaz de desatar: la muerte en nombre de la vida, la guerra en nombre de la paz, el fraude en nombre de la verdad.

El anticristo hace precisamente eso, habla con lenguaje mesiánico, pero no constituye al pueblo en Mesías, porque ese es su rol: el despertar definitivo del pueblo, de los pobres, excluidos y negados (que son los merecedores de “reino de los cielos”), es señalizado por la racionalidad de la muerte o “sabiduría del mundo” como el despropósito mayor, la rebelión, la hibris ante el orden divinizado del poder global. Por eso el tiempo mesiánico es precedido por los falsos Mesías que buscan impedir, por todos los medios, que el pueblo adquiera la consciencia mesiánica, es decir, elevarse a la posibilidad de redimir, en su lucha, todas las puchas pasadas, toda la historia y todos nuestros muertos.

El desplome existencial del orden unipolar, ese orden divinizado del poder global, se hace evidente cuando ya no se pueden ocultar los propósitos últimos travestidos de demagogia victimista de un Occidente, autoproclamando “mundo libre”, en pleno derrumbe moral. Netanyahu lo declaró de este modo: “acabaremos con Hamas, así como el mundo acabó con el Estado islámico. Nuestra guerra contra Hamas es una prueba para toda la humanidad. Una lucha entre el eje del mal de Irán, Hezbollah y Hamas y el eje de la libertad y el progreso. Somos el pueblo de la luz, ellos son el pueblo de las tinieblas. Y la luz triunfara sobre las tinieblas…”. Se trata de un maniqueísmo metafísico que, en nombre de la razón, la luz, la humanidad, etc., desata una lucha onto-teológica entre el bien y el mal; en este caso, civilización versus barbarie, o sea, centro versus periferia o, como metafóricamente lo presentó el feje de la diplomacia europea Borrell: “el jardín versus la jungla”.

Por eso, los análisis geopolíticos que, en el diseño centro-periferia –presupuesto implícita o explícitamente–, describen la crisis global, no descubren las implicancias ontológicas y antropológicas de ese diseño y, en consecuencia, tampoco señalan la teología (en cuanto cosmogonía y cosmología) presupuesta en el orden jerárquico-clasificatorio de un mundo cuyo diseño es la objetivación de un dualismo metafísico. Por eso, el orden unipolar (ahora en decadencia) es más que un orden geopolítico y el diseño centro-periferia, más que una distribución estratégico-espacial; es la objetivación de ese dualismo metafísico en cuanto dualismo antropológico o clasificación binaria racializada; es de ese modo que la oposición alma-cuerpo es la que se seculariza en las dicotomías modernas esenciales.

Por eso la oposición superior-inferior es lo presupuesto en la oposición civilización-barbarie. Sólo en ese sentido es posible desencubrir el carácter racializado del propio capital; pues la dicotomía capital-trabajo, a nivel global, está determinado por un diseño antropológico de clasificación racial, que hace que el diseño centro-periferia sea comprendido como un diagrama vectorial expresado categóricamente en la ecuación poder-sumisión.

Esto es lo que hace del dramatismo de la crisis civilizatoria una cuestión ya de dimensiones trágicas, en un mundo envuelto en una crisis de sentido existencial que está arrastrándonos a una lucha fratricida de pura sobrevivencia, bajo la artificiosa consigna impuesta por el 1% de los ricos: la vida no es posible para todos. Por ello, el discurso del “cambio climático” y la sugerida transición energética no es ninguna solución (y lo saben muy bien los países ricos) sino parte del negocio de las apuestas irracionales del consumismo creciente de los ricos del mundo (mientras son los límites físicos del planeta y la vida, los que se hallan comprometidos en un colindante punto de no retorno).

El centro onto-geo-antropológico del orden unipolar es consciente de que su riqueza es sólo posible gracias a la producción sistemática de miseria en la periferia global. Su agenda 2030, promovida por el Foro de Davos y desplegada globalmente por toda la estructura mediática occidental (bajo los paraguas eufemísticos de su propaganda supuestamente humanista), constituye un reseteo donde, a nombre de inclusión, en realidad, se justifica la exclusión, y el cacareado respeto a la diversidad y las minorías es, en realidad, la conculcación de las mayorías y la imposición de una homogeneización de la población remanente después de su anhelada “solución final”.

Por eso Gaza se nos aparece como la fisonomía global de la geopolítica del anticristo. En ese sentido, el mal absoluto ya no es una figura retórica, sino que retrata la moral misma del sistema, esto es, el mal hecho sistema-mundo. No se trata de moralizar la argumentación sino de mostrar que, cuando se diluye el mal a su escenificación puramente doméstica, se pierde de vista su pertinencia categorial en el desmontaje metafísico del modelo ideal que sostiene al sistema-mundo moderno. La propia historia de Occidente está marcada por un dualismo gnosticista que ha generado un fundamentalismo teológico en cuanto ideología suprema de una voluntad de poder manifiesta como dominación exponencial, o sea, al infinito.

Por eso los lideres europeos se expresan con la arrogancia ontológica de quien es centro y se sabe centro. En ellos se expresa el individuo metafísico hecho dios; que ya no parte de la vida sino de la libertad reducida a su libertad irrestricta de apropiarse de todo. Es el individuo liberal que lanza a su “mundo libre” o “free world” a una nueva cruzada contra toda la humanidad que considera sobrante. Los autodenominados “libertarios” en la periferia, son los cruzados dispuestos a la autoinmolación de sus propios países para defender al dios-de-este-mundo y su reino (léase el dios-capital y el reino del mercado). La libertad que profesan es la idea liberal de libertad, que no nace de una experiencia de liberación sino del automatismo del mercado. Pero la libertad del mercado no es la libertad del ser humano. Y la libertad no se funda nunca a sí misma.

Nace la libertad como derecho cuando la vida se encuentra amenazada; porque la vida es el horizonte último desde el cual todas las posibilidades existenciales aparecen como mediaciones para una voluntad libre. El problema del liberalismo y su idea de libertad radica en que parte del individuo escindido y divorciado de toda relación de pertenencia e interdependencia; como seres desligados de la tierra, en primera instancia, libertad quiere decir libres de toda comunidad, o sea, desprendidos de toda responsabilidad. A eso llama el liberalismo “emancipación”: el individuo abstracto que parte de sí mismo como quien parte de la nada.

El neoliberalismo lleva eso a sus extremos y ahora la libertad se reduce a la libertad de elección de satisfactores que genera el reino del mercado como auténticas deidades portables. Cada una de ellas promete el “ascenso” soñado, pero nunca logrado. En ese sentido, el capital quiere hacernos pensar que es una cosa pero, en realidad, es un intercambio, en el cual se cede la voluntad por medio de un pacto: a mayor cesión mayor “riqueza”. Pero el intercambio es siempre desigual, pues toda voluntad, que es lo cualitativo, recibe un pago monetario que sólo puede expresarse cuantitativamente.

Eso es lo que produce el contenido de la relación social, que es el tipo de intersubjetividad que necesita el capital para reproducirse: relaciones de dominio constante y explotación continua. Por eso la pertinencia categorial del mal absoluto para referirnos a la religiosidad del capitalismo: el mal y el capital no tienen voluntad, es decir, energía propia, por eso necesitan robarla constantemente.

Geopolíticamente hablando, el robo como transferencia constante de voluntad de vida, de la periferia al centro, genera una concentración de poder tal, que excede las capacidades de recepción y administración efectivas que posee todo Imperio, como centro geopolítico; de modo que ese plus, que es siempre plus-vida, sólo promueve un derroche inaudito que pervierte las bases morales del propio Imperio. El desmoronamiento comienza siempre adentro y esto también por las capacidades finitas de todo poder, en cuanto recepción permanente y administración eficiente de plus-vida, que nunca es ni tampoco puede ser calculada, por tratarse de lo supremamente cualitativo eliminado de todo cálculo instrumental.

En este desmoronamiento, el agonizante orden unipolar, está cancelando sus posibilidades de pensar estratégicamente su situación remanente en un nuevo mundo multipolar. Por eso podemos observar cómo la desesperación imperial, aprovechada por el ámbito financiero, es manipulada para dirigir toda apuesta a una agenda de negocios perversamente especulativos, o sea, a pensar residualmente y reductivamente todo como negocio, como business. Si es el ámbito financiero el que se constituye en el poder profundo, entonces ahora, literalmente, el comercio es la política y los negocios son la ideología. En ese contexto, el poder financiero, de modo hasta apátrida, puede polarizar el conflicto global mediante un antagonismo insalvable entre el arco medular sionista-anglo-sajón y el BRICS+, que vendría a constituir el escudo defensivo, en todos los términos, de una periferia que ya no quiere ser más periferia.

El arco latinoamericano y, sobre todo, los países que se denominan populares, deben tomar en cuenta esta nueva realidad, porque la reposición imperial sólo tiene a su denominado backyard para financiar la resistencia, vía desangramiento de nuestro continente, a la expansión china y rusa. Por eso el golpe orquestado en el Perú contra el presidente Castillo era, en realidad, el inicio de un golpe geopolítico a la región del litio.

Después de la anuencia del Congreso peruano para el ingreso de militares gringos, es posible colegir un nuevo panorama de militarización regional, ya que forma parte del plan de militarización estatal diseñado por el comando sur de USA, como plan de contención contra la expansión del BRICS; que fue también declarada por la vicepresidenta electa de Argentina Victoria Villarruel, incluso antes de ser gobierno, llamando a terminar con el “estado de indefensión de la nación”, fortalecer a las FF.AA. porque sus integrantes, según su declaración, “se encuentran desmoralizados y sufren una acentuada frustración profesional”. Por eso no resulta exagerado señalar que el modelo Jujuy sea extendido para toda la Argentina, una vez que el Decreto de Necesidad de Urgencia y la ley Ómnibus vienen acompañados por una criminalización de toda protesta social.

En ese sentido, lo acontecido en Ecuador parece haber sido digitado muy bien para producir una legitimación del gobierno actual que, ahora, posee el óptimo social para implementar los acuerdos en materia de seguridad nacional suscritos con Washington; como es el acuerdo entre Ecuador y USA relativo al “Estatuto de fuerzas” del 12 de octubre de 2023, producto resolutivo de los anteriores memorándums de Criterio Jurídico del 13-09-2023, de Criterio Ampliatorio del 19-09-2023 y del Memo 0360 del 22-09-2023. En el acuerdo señalado del 12-10-2023, Ecuador cede sus atribuciones soberanas en materia militar, de control y seguridad nacional a USA.

Ahora bien, siendo rigurosos, el narcotráfico (que sí constituye un poder fáctico de magnitudes inimaginables) nunca ha operado al margen de la geopolítica imperial sino bajo su indulgencia y hasta en complicidad con ésta. Por ello conviene adelantar criterios de hermenéutica geopolítica, para no caer, como siempre, en inocentes apoyos demagógicos dentro de lo “políticamente correcto”.

Parece que nuestros gobiernos no aprendieron nada de la trampa que Washington tendió a toda Europa con el capítulo Ucrania, o lo que pretendieron con Gaza, a nivel global; siendo además relevante el comparecimiento de Israel en la CIJ (que significa también hacer comparecer al propio Imperio), promovido por Sudáfrica y que muestra un deseable nuevo orden jurídico internacional en consonancia con un nuevo mundo multipolar. Este contexto ya debiera representar la oportunidad de que, de modo conjunto, se enfrente los planes de balcanización regional. La derrota imperial en Ucrania es apenas la sombra de lo que está representando la derrota del sionismo ante el mundo, que puede calificarse como el fracaso mayor de la política exterior gringa, prodigada por su propio consentido en Medio Oriente, es decir, Israel.

El actual conflicto que enfrenta Venezuela en el Esequibo tiene que ver también con las coordenadas geopolíticas que están diseñando un panorama de desestabilización regional en beneficio de las apuestas imperiales. Y aquí no se trata de los interese de Exxon como piensan algunos sino de los fondos de inversión Vanguard y Blackrock, y de lo que significa los beneficios del concepto de guerra infinita. Para mover las 900 bases militares gringas repartidas en el mundo entero, Washington necesita del petróleo que ya no pueden brindarle beneficiosamente las potencias árabes, ahora comprendidas al interior del BRICS+. Las corporaciones petroleras se dedican, sobre todo, a la explotación, pero las ganancias verdaderas se concentran en los paquetes accionarios que cotizan en los fondos de inversión. Y son estos, en definitiva, quienes están moviendo los hilos de las decisiones políticas, prometiendo los mejores negocios y las mayores ganancias para los implicados.

Por eso Netanyahu necesitaba de una justificación para invadir Gaza y proyectar aquello que encandiló a la audiencia diplomática de la ONU, cuando presentó la IMEC o “India Middle East Europe Economic Corridor”, como alternativa occidental al corredor geoestratégico Norte-Sur que planeaba conectar a Rusia con la India, vía Irán, y al “Belt and Road Initiative” o Ruta de la Seda china. Ese proyecto fue presentado el 22 de septiembre en la Asamblea General 2023 de la ONU, como el “más grande proyecto de cooperación que cambiará la fisonomía del Medio Oriente y beneficiará al mundo entero, trayendo paz y prosperidad”, Netanyahu dixit.

Y frente al mundo entero, sin que nadie objetara nada, mostró el mapa del “nuevo Medio Oriente”, borrando por completo a Gaza (tal vez por eso, salvaguardando todos sus propios negocios –como corroborando que se trata de la única ideología aceptada–, hasta la “Liga de los países árabes” no pasa de declaraciones tímidas y sin ningún efecto real ante el genocidio desatado contra los palestinos de Gaza; siendo los hutíes quienes debieron demostrar la vulnerabilidad exponencial del propio Occidente cómplice del genocidio). El proyecto IMEC no puede traer ninguna “paz y prosperidad” para esa región, sabiendo que, de realizarse, significa la anulación de Irán y Egipto como corredores estratégicos de suministro global. El promovido acercamiento entre Israel y Arabia Saudita (ahora en suspenso), tenía que ver con ese proyecto que los vinculaba como eje estratégico disuasivo de la expansiva Ruta de la Seda. Todos buscan sobrevivir, en la mejor de las condiciones, en la inevitable nueva cartografía geopolítica multipolar.

Ahora se sabe que el premier Netanyahu estuvo reunido antes en la Casa Blanca con el presidente Joe Biden y Anthony Blinken. El asunto era el “canal Ben Gurion” que, del golfo de Aqaba debe conectarse al mar mediterráneo por el norte de Gaza (donde se encuentran las mayores concentraciones de gas off shore), para completar la factibilidad del proyecto IMEC (desplazando al “canal de Suez”). Como en el atentado del 9-11, USA necesitaba una justificación para invadir Afganistán y hacer que las corporaciones gringas se hicieran con el negocio de la distribución del gas de Turkmenistán hacia el extremo Oriente; ahora el gobierno sionista necesitaba de otro justificativo para garantizar el negocio de los negocios, que es, como decíamos, el límite cognitivo que manifiesta toda apuesta política como pura política de los negocios, en definitiva, política neoliberal.

Para ésta, la guerra es la forma más rentable para impulsar la economía, porque, además, la guerra facilita algo que minimiza costos: sólo tienes que recoger los escombros para reiniciar todo. Eso hacen las empresas contratistas de reconstrucción que nacen de la privatización de la guerra (John Locke se actualiza más que nunca: las víctimas deben pagar hasta por los gastos en que incurre el invasor). Esa es la ideología neoliberal que se hace cultura social: es mejor deshacerse de algo que arreglarlo. El mundo del capital ya no funciona, pero aquí no se trata de arreglar nada sino deshacerse de todo lo que impide su libre desarrollo, o sea, ahora, la humanidad que se considera sobrante y, en consecuencia, desechable, es decir, los pobres que el mismo capitalismo produce.

Esa es la geopolítica del anticristo que la expone el llamado “mundo libre” en su decadencia crónica. La modernidad in extremis, como dice Franz Hinkelammert. Por eso subrayamos que la crisis civilizatoria es una crisis de racionalidad y de crisis existencial. Cuando la vida ya no tiene sentido, lo irracional se vuelve lo más racional. Por eso la exaltación de la libertad de los “libertarios” conduce a la intolerancia y al terror, porque la libertad por la libertad, sólo puede significar el desenfreno de la codicia infinita, la pulsión irrestricta de la apropiación sin límites. Pero eso conduce al sinsentido, pues todo en la vida tiene límites y es finito. Quien se estrella contra los límites físicos de la vida no sólo pretende remplazar lo real, sino que, en última instancia, destroza su propio entendimiento. Ese es el fin de la subjetividad moderno-liberal que, en su propia agonía, se autoconcibe como un cruzado, reclutado para defender al “mundo libre” del reino del mal.

Por eso no concibe su violencia como violencia sino como legítima defensa de un orden amenazado y que considera sagrado. En realidad, la derecha y, ahora, el renacido fascismo clasemediero, nunca han renunciado a la violencia. Menos el Imperio. Los domesticados en un pacifismo idílico fueron los “progres” de la izquierda de coctel, que después de las dictaduras capitularon las opciones populares a la obediencia de las reglas democráticas impuestas por la mitología democrática gringa. Reglas cumplidas obedientemente por la clase política y bendecidas por todo un estamento académico-intelectual que cumplió y cumple muy bien su rol de agente naturalizador de la cosmología imperial.

Mientras la derecha se podía desentender de las reglas, los gobiernos “progres” siempre daban ejemplo de cumplimiento comedido de esas reglas pensadas para nunca cambiar nada de la dependencia estructural de nuestros Estados. En ese sentido, la renuncia del argumento de la violencia significa para el pueblo, en última instancia, la renuncia a la defensa legítima. En esta renuncia es que se alza el componente fascista social urbano ante un pueblo confinado a su huérfana resistencia pasiva. Mientras el agresor puede hacer alarde mediático de su violencia encubierta, por ejemplo, como “libertad de expresión”, a los agredidos sólo les está permitido la resignación como aceptación abnegada de su inferioridad.

La violencia sólo es legítima cuando es en defensa propia, y es más legítima cuando se ejerce en defensa de la vida, ya no sólo nuestra sino la de todos. Por eso las revoluciones son expresiones del poder popular y, por eso también, el poder popular se llama poder; porque el verdadero poder nace de la resistencia, de la indignación convertida en potencia, de la perseverancia convertida en esperanza, de la ira convertida en sabiduría.

Pero la narrativa imperial ha domesticado muy bien nuestra propia percepción sobre nuestras luchas de liberación, incluso sobre los liderazgos que inspiran nuestra obstinada esperanza de un mundo más digno y más justo. Por ejemplo, se cree usualmente que la lucha que lideraba Gandhi era pacifista, pero se olvida un detalle: la desobediencia del súbdito es considerada por el Imperio como inaudita, es decir, porque desconoce y niega la autoridad y su orden sagrado, la desobediencia representa la violencia en su estado puro.

Estamos presenciando la debacle cataclísmica de un orden imperial que posee una concentración de poder jamás antes imaginada. Y estamos viendo cómo usa todos sus recursos para reponer su hegemonía civilizatoria, o sea, no dejar de ser centro. Hará todo lo posible y lo imposible para asegurar sus intereses, que son los valores morales del 1% de billonarios y trillonarios que vienen planificando su agenda de gobernanza mundial entretejiendo y ensamblando intereses de los más inimaginables frente a la rebelión de los límites físicos de la vida y del planeta.

Sólo los pueblos del mundo y su propio horizonte ancestral, poseen otra alternativa más digna, racional y verdadera que la que se disputan los poderes en colisión permanente. Ya no hay mundo. Lo que hay es un des-orden distópico en medio de una transición que quiere ser indefinida. Por eso los pueblos deben de proponerse la reconstrucción de un nuevo mundo. Un mundo, como dicen los zapatistas, en el que quepan todos, donde la vida sea posible para todos. Ese es el más válido y legítimo horizonte utópico que despertará de nuevo la fe y la confianza (escamoteada por los termidores de toda revolución) de los pobres, oprimidos, excluidos y negados, constituidos en pueblo, en poder popular, en autoconsciencia mesiánica. Ese es el verdadero desafío de este nuevo siglo.

La Paz, Bolivia, 11 de enero de 2024
Rafael Bautista S., autor de: “El tablero del siglo XXI.

Geopolítica des-colonial de un orden

global post-occidental”,

CICCUS ediciones, Buenos Aires, Argentina.

Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com

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