La despedida del querido futbolista coronó un año signado por las oscilaciones del gobierno en la gestión de la economía y la pandemia. El oficialismo se ubica en el cuadrante más conservador del progresismo frente a la derecha destituyente, en un marco de infrecuente desmovilización. La nueva oleada de rebeliones en América Latina impacta sobre el país facilitando el despegue de un proyecto popular.
El fallecimiento de Maradona añadió otro pesar a un año signado por la pandemia. Argentina quedó enlutada por la partida de un ídolo de multitudes. Con cualquiera de sus apodos -pelusa, cebollita, barrilete cósmico, mano de Dios- el gran futbolista derramó felicidad en un país agobiado por el autoritarismo, la frustración y el empobrecimiento. No importa lo que hizo con su vida, sino cómo transformó la existencia de sus compatriotas.
Maradona fue un mito viviente que traspasó las fronteras. Era la principal figura identificada con Argentina en cualquier rincón del planeta. Esa inconmensurable fama fue la pesadilla de su trayectoria, desgarrada por escándalos, fortunas, drogas y tomentosas familias.
El genio de la pelota trató con presidentes, multimillonarios y capo-mafias sin abandonar nunca su origen de carencias. Siempre supo de dónde venía. Fue un deportista comprometido con los oprimidos que reivindicó las causas populares desde su mágico vínculo con el balón.
Diego se tatuó al Che Guevara para transmitir un mensaje de crítica a las injusticias y desigualdades. Mantuvo una estrecha relación con Fidel y realizó en Cuba un largo tratamiento de desintoxicación. Asumió con fervor la identidad latinoamericana y exhibió con orgullo sus vínculos con Chávez y Evo. Tuvo un rol protagónico en la memorable cumbre de Mar del Plata que rechazó el ALCA.
En el sofocante clima generado de la restauración conservadora denunció el golpe en Bolivia y defendió a Venezuela contra las conspiraciones del imperio. Siempre estuvo con Madres y Abuelas participando en las campañas de recuperación de los hijos de desaparecidos. En su último mensaje de apoyo al impuesto a las grandes fortunas descargó furibundas críticas a Macri.
Los poderosos nunca le perdonaron esa rebeldía y arremetieron contra sus incontables contradicciones y flaquezas. No olvidaron sus denuncias del negocio del fútbol y sus cuestionamientos a la insensibilidad del Vaticano. En Argentina lo identificaron con todas las desgracias del país y esas tensiones afloraron en un caótico velatorio, que no diluyó el último adiós a una figura tan querida.
Ambivalencias con la salud y la economía
El final de Maradona coincidió con el cierre del primer año de Fernández, que asumió el manejo de un país agobiado por décadas de primarización, endeudamiento y precarización. Alberto afrontó de entrada la durísima carga legada por el vaciamiento financiero perpetrado por Macri. Imaginaba para esa adversidad un remedio similar al aplicado por el kirchnerismo durante la década pasada.
Concibió introducir mejoras populares, sin cuestionar los privilegios de la minoría que lucra con la actual estructura regresiva y dependiente. Pero afrontó la inesperada desgracia del coronavirus, en un marco de furibunda agresión de la derecha. Todas sus respuestas a ese doble desafío han estado signadas por el vaivén y la indefinición.
El gobierno intentó gestionar la pandemia con iniciativas progresistas. Propició la protección sanitaria con la cuarentena y una acelerada inversión en camas y hospitales, para evitar la saturación de las terapias intensivas. De esa forma logró sortear el tremendo drama atravesado por Ecuador, Perú o Brasil. No hubo muertos en las calles, sepulturas colectivas, ni venta de oxígeno a los desesperados. Esa activa intervención inicial alineó a todo el espectro político con la emergencia, revitalizó la auto-estima nacional y generó mayor conciencia de los peligros de la infección.
Pero esos promisorios resultados duraron poco y el operativo sanitario quedó erosionado por la expansión de la pandemia. El resguardo se diluyó, la enfermedad se descontroló y el número de víctimas escaló en forma vertiginosa. Argentina ya se ubica entre los países con más contagios y promedios de fallecidos.
Nadie ha ofrecido hasta ahora una explicación satisfactoria de ese desenlace. En países comparables -que generalizaron los testeos en forma más amplia que Argentina- el porcentaje de decesos fue semejante. Lo único evidente ha sido la disolución de las normas de cuidado, bajo la incansable campaña de erosión que motorizó la derecha.
El discurso negacionista y los mensajes anticuarentena socavaron primero la contención de la pandemia en los grandes centros urbanos. Posteriormente facilitaron la propagación de la infección en el interior. El gobierno se manejó a tumbos y sin responder a ese sabotaje.
La segunda ola actualmente en curso en el hemisferio norte ha dejado sin argumentos a los derechistas. Las cuarentenas reaparecen en Europa y el desastre legado por Trump en Estados Unidos ilustra las consecuencias de obstruir las restricciones. En este marco la proximidad de la vacuna le permite al gobierno retomar la iniciativa. Pero ese impulso exigirá eficacia en el monumental operativo de inmunizar al grueso de la población.
El resultado de esa acción incidirá, a su vez, en el clima económico imperante. También en este campo el gobierno ha navegado entre dos aguas. Durante varios meses esperó retomar el crecimiento por el simple efecto de un arreglo de la deuda. Ese acuerdo fue alcanzado con los acreedores, pero no contuvo el desmoronamiento del nivel de actividad, ni suscitó la prometida “confianza” de los mercados.
Como todos sus pares de la región Alberto intentó contrarrestar el Gran Confinamiento con la expansión del gasto público. Mediante ese auxilio evitó una retracción que habría duplicado la caída del PBI. La crisis igualmente potenció el quebranto fiscal, el desplome de la recaudación y un desbarranque mayúsculo de la producción.
La derecha aprovechó este colapso para doblarle el brazo al gobierno. Primero forzó la renuncia a la expropiación de Vicentin y aseguró la impunidad de los vaciadores, que ya desguazan la compañía para entregarla a un pulpo foráneo. El mismo tipo de concesiones lograron los fondos de inversión. Esperando alguna tregua de los financistas, Guzmán remató las escasas divisas disponibles en pagos de la deuda pública y privada.
Este adverso camino quedaría convalidado en la negociación con FMI, para posponer las erogaciones que legitiman el mayor fraude de la historia. La imaginaria benevolencia del Fondo no se verifica en esas tratativas. El Fondo exige recortes en el gasto social, que ya se verifican en la nueva fórmula de ajuste a la movilidad jubilatoria. Se elimina la incidencia de la inflación cuando el reconocimiento de esa variable permitía recuperar parte de lo perdido en los últimos tres años.
Pero Fernández no acepta la mega-devaluación que exige el establishment. Sabe que en un escenario social semejante al 2001 -con la mitad de población bordeando la pobreza- esa decisión conduciría al precipicio. El gobierno resiste la presión de los banqueros sin confrontar con el acoso cambiario que imponen al país.
Alberto busca también contrapesos a ese ahogo con el impuesto a las grandes fortunas, que llegó tarde y con alcances limitados pero con una nítida impronta progresista. Ese gravamen constituye un precedente de progresividad para futuros cambios en la recaudación y aporta recursos a varios proyectos populares.
El gobierno tolera la inflación y el deterioro del salario, pero ensaya atenuantes con bonos e incrementos en la tarjeta de los alimentos. Mientras recorta el IFE prorroga limitadamente los ATP. Descongela las tarifas con auxilios a los usuarios más empobrecidos y permite la expansión de los despidos que formalmente prohíbe.
En este mar de oscilaciones Fernández no implementa el ajuste, ni la redistribución. Pretende transitar por un camino intermedio pero potencia la agonía de la economía. No satisface las necesidades populares y tampoco avala las exigencias de los poderosos. Por un lado soslaya medidas de disciplina cambiaria y freno a la carestía y por otra parte resiste el maximalismo de la derecha. Con emisión, recortes de gasto y un nuevo endeudamiento va tirando a la espera del rebote económico del 2021.
Un perfil conservador dentro del progresismo
También la acción política del Albertismo está regida por la oscilación. Durante gran parte del año aceptó la agenda de la derecha, con la esperanza de apaciguar a los odiadores seriales que dominan las pantallas de televisión. Recurrió al discurso institucionalista y ofreció la otra mejilla, esperando alguna respuesta “civilizada” de sus oponentes. Pero esa conciliación envalentonó a la oposición y desmoralizó al oficialismo.
El desalojo de Guernica fue el punto culminante de ese sometimiento gubernamental a los poderosos. Los funcionarios cortaron las negociaciones para perpetrar el operativo de fuerza exigido por el establishment. Adoptaron esa decisión de clase apaleando a los pobres y bendiciendo a los enriquecidos.
La incursión se consumó con gases lacrimógenos y destrucción de modestas casillas. Se tumbó el refugio de quienes sólo demandan una tierra para vivir. El gobierno no adoptó la misma actitud con el apropiador ilegal extranjero John Lewis en el Lago Escondido. Limpió con gendarmes un terreno de Guernica que ha sido sospechosamente adquirido por un ex funcionario de Videla.
Berni puso en práctica sus mensajes de brutalidad, desplegando el macartismo y una infame campaña de mentiras. Recibió el explícito aval de todos los medios, que suspendieron la grieta para difundir esas falsedades.
En vez de reconocer la desesperada búsqueda de un techo, el gobierno criminalizó la demanda social y culpabilizó a las víctimas por sus carencias. Esa violencia estatal ha generado serias dudas sobre el perfil del oficialismo, pero el operativo fue una acción acotada que no inaugura un giro represivo o un curso de menemización.
Lo sucedido en Guernica se inscribe más bien en el tipo de atropellos que ya se registraron en forma puntual bajo el kirchnerismo. No modifican la naturaleza de un gobierno que en las últimas semanas ha propiciado iniciativas tan progresistas como el impuesto a las grandes fortunas, la ley de fuego y el tratamiento del aborto.
El impulso oficial de esa histórica demanda del movimiento feminista puede desembocar en su aprobación. Por primera vez en mucho tiempo se han reunido las condiciones para conquistar esa ansiada meta. Para lograrlo habrá que recuperar la movilización callejera.
Los vaivenes del gobierno han prevalecido también en la política exterior. La equidistante estrategia inicial de apuntalar el Grupo de Puebla fue seguida con cambiantes guiños hacia todos los públicos. La principal ofrenda a la derecha fue la condena a Venezuela, aceptando un informe sesgado de Bachelet que desconoce la existencia de las mismas irregularidades en los países que votaron la sanción.
Alberto avaló los cuestionamientos al gobierno bolivariano para buscar un sostén del Departamento de Estado en las negociaciones con el FMI. Argentina podía sumase a la abstención de México, pero optó por los consejos de Massa y la renuncia de Alicia Castro.
Fernández atemperó inmediatamente esa decisión con el rechazo a desconocer las próximas elecciones de Venezuela. Posteriormente acentuó el alejamiento del Grupo de Lima, participando activamente en el regreso de Evo a Bolivia. Conviene recordar que en pleno golpe de estado, el presidente argentino le salvó la vida a su par del Altiplano, mediante un riesgoso operativo de auxilio internacional.
Frente a conductas tan cambiantes: ¿cómo debería caracterizarse al gobierno actual? Es evidente que no comparte el signo derechista de su antecesor y que transita por sendero muy distante de la radicalidad de Evo o Chávez. Es afín al rumbo que inauguraron Néstor y Cristina, pero en un contexto económico-social muy diferente. Por el momento Alberto se ubica en el cuadrante más moderado del progresismo.
Nadie sabe qué tipo de peronismo prevalecerá con Fernández. El justicialismo incluyó históricamente variantes de nacionalismo con reformas sociales, virulencia derechista, virajes neoliberales y rumbos reformistas. Menem y Kirchner fueron los exponentes más llamativos de ese pragmatismo, que aún no maduró una modalidad singular en Alberto.
El oficialismo continúa albergando a una coalición de figuras derechistas y activos militantes de movimientos populares. Ese entramado ha coexistido bajo la ambivalente y pasiva conducción presidencial. Pero ya se observan indicios de una estrategia más activa que el simple aguante hasta las elecciones. El oficialismo se aleja de la resignación que sepultó a Dilma en Brasil y de la traición que desbarrancó a Lenin Moreno en Ecuador.
Destituyentes y desmovilización popular
El rumbo del gobierno tiende a definirse por su conducta frente a las provocaciones de la derecha. Durante la mayor parte del año la oposición estuvo comandada por los sectores que propician acciones destituyentes. Con ese objetivo desestabilizador enervaron a su base social buscando instalar una agenda de caos.
La embestida fue incansable durante la pandemia. Los responsables de la degradación del Ministerio de Salud acusaron al gobierno de imprevisión. Subrayaron ineficiencias sin ofrecer alternativas y omitieron la afinidad con el oficialismo en sus gestiones provinciales. Frente a la proximidad de la vacuna tantean nuevas opciones de desánimo (“nada funcionará”, “la aplicación rusa es peligrosa”, “hay corrupción en las compras”), pero ya chocan con la generalizada esperanza de superar la infección.
La derecha no se limitó a denunciar la “infectadura”. Convocó marchas anti-todo para cuestionar la cuarentena, la falta de seguridad y la reforma judicial. Aglutinó una amplia variedad de energúmenos e intentó deslegitimar el Parlamento, para judicializar su funcionamiento y poner en duda los comicios. Trató también de voltear la reforma judicial para proteger los desfalcos de Macri y apuntalar un eventual poder sustituto del Ejecutivo. Fomentó, además, la rebelión policial a través de la red de exonerados y retirados que administra los negocios de la Bonaerense.
Pero su carta predilecta ha sido la erosión de la economía. Incentivó el terrorismo de mercado, el temblor del dólar y el pánico de los pequeños ahorristas. Sugirió incluso que el Banco Central se apropiaría de los depósitos en divisas para resucitar la pesadilla del corralito entre la empobrecida clase media.
La derecha ha impuesto un clima de aturdimiento neoliberal cotidiano con las mentiras que difunden los principales medios de comunicación. Falsea una y otra vez el contenido del impuesto a las grandes fortunas, afirmando que penalizará a la clase media cuando sólo afecta a menos de 10.000 personas. También despotrica contra un ajuste que atribuye al gobierno y que en los hechos siempre ha propiciado. Para socavar a su adversario se indigna con sus propias propuestas.
Pero los destituyentes afrontan serios límites para lograr sus objetivos. La marginalidad política del ejército les impide concebir el golpe militar que consumaron en Bolivia y el desprestigio del poder judicial anula el protagonismo que tuvieron los tribunales en Brasil. En el Congreso sólo pueden obstruir algunas leyes. Han logrado una inédita irrupción en las calles, pero los banderazos sin norte se desgastan y ya son minoritarios.
El bloque reaccionario afronta, además, una seria crisis de liderazgo interno. El generalizado rechazo al parásito que ocupó la presidencia, quedó consolidado durante su paseo por Europa durante la pandemia. La disputa entre halcones (Macri, Bullrich) y palomas (Carrio, Larreta, Vidal) retrata los temores que suscita la próxima ronda electoral. Esa falta de cohesión incentiva el protagonismo de los delirantes que dividirán el voto opositor (Espert, Milei).
Los resquemores dentro de las propias filas derechistas aumentan también con los insultos a los docentes. Sólo a una tilinga el PRO puede presentar a los maestros como una subclase de pobres, viejos, zurdos y fracasados. Sin el sostén ideológico de los grandes medios de comunicación, los desvaríos elitistas de la derecha afrontarían repudios de mayor porte.
El lugar protagónico que ocupó todo el espectro de conservadores y reaccionarios se explica también por la infrecuente desmovilización popular que imperó durante el año. La pandemia afectó a los sindicatos, en un marco de gran retracción de las luchas y demandas de las organizaciones sociales. La infección desarticuló el funcionamiento de esos movimientos, obstruyó la deliberación, impidió las asambleas y acotó las manifestaciones. En este escenario la CGT y la UIA acordaron rebajas salariales del 25%.
Por primera vez en mucho tiempo también el gobierno en funciones pudo desembarazarse de la presión directa que impone la movilización social. Si ese dato se revierte el panorama político mutará en forma súbita.
El viraje en América Latina
El clima regional de restauración conservadora que rodeó la asunción de Fernández ha cambiado abruptamente en los últimos dos meses. Ese giro comenzó con el arrollador triunfo del MAS en Bolivia que superó la elección precedente de Evo. Los 20 puntos de diferencia confirmaron que el mismo triunfo se habría verificado frente a una candidatura unificada de la derecha. El golpe militar ha quedado revertido en forma fulminante y el retorno del gobierno derrocado se consumó en tiempo récord.
La contundencia de la victoria electoral impidió el fraude o desconocimiento de los comicios. Tampoco prosperó la amenaza de balcanizar el país con maniobras de los fascistas santacruceños. La dictadura quedó fagocitada por su desastrosa gestión de la pandemia y por un festival de corrupción que enfureció a la clase media. El arrollador triunfo en las urnas fue a su vez el resultado directo de una gran batalla en las rutas. El ejército no se atrevió a reprimir los masivos bloqueos que impusieron la realización de los comicios.
Nuevamente quedó confirmada la enorme capacidad articuladora del MAS, que centraliza una coalición de movimientos de lucha directa y acción electoral. La derecha no pudo destruir ese archipiélago de organizaciones sociales, que mantuvo su presencia legislativa mayoritaria en medio del terror golpista. Una nueva generación de dirigentes accede ahora a la conducción del gobierno, en el clima de euforia observado durante la masiva recepción a Evo.
Los golpistas no sólo escapan en forma desbandada. El enjuiciamiento de los responsables de las masacres comienza a revertir el escenario de lawfare contra el progresismo. La verdadera justicia retorna a Latinoamérica.
El segundo epicentro de la transformación en curso se localiza en Chile. El resultado de la consulta sobre la Constitución fue tan impactante como el festejo popular. Esa victoria es una consecuencia directa de las movilizaciones que persistieron en la adversidad de la pandemia. La infección no disuadió la continuada presencia de los militantes en las calles y la consiguiente conquista de varios logros que anticiparon el éxito de la consulta (retiro del 10% de fondos de las AFP, prohibición de la suspensión de los servicios de luz).
Los jóvenes fueron los principales artífices de la victoria, en un plebiscito que alcanzó el 80- 90% de aprobación en las comunas populares. Ese triunfo ha costado decenas de muertos, centenares de mutilaciones y miles de atropellos cometidos por gendarmes, que dispararon a los ojos y lanzaron jóvenes al río. Chile ha despertado definitivamente con manifestantes decididos a enterrar el legado del pinochetismo. Ya empiezan a vislumbrarse los resultados de la larga lucha que iniciaron los pingüinos (2006), continuaron los estudiantes (2011) y coronó toda la población en la insurrección social cotidiana del último año.
Ahora se abre el camino para desmontar las trampas que obstruyen la instalación de la Constituyente soberana y democrática, que sepultará el régimen neoliberal de desigualdad, educación privada y endeudamiento familiar.
La tercera pieza del nuevo panorama regional se sitúa en Perú. Un estallido espontáneo y masivo de descontento impuso la fulminante renuncia del represor Merino. También allí los jóvenes convocados por las redes sociales fueron protagonistas de la sublevación contra el régimen instaurado en 1992. Ese sistema aseguró la continuidad económica del neoliberalismo, mediante una expeditiva rotación de presidentes desplazados por el Parlamento.
Todas las falacias del crecimiento y la inversión peruanos salieron a flote durante la pandemia. Se verificó la magnitud de la precariedad laboral, en el país que exhibe la mayor letalidad del planeta. La indignación popular estalló contra los fujimoristas, liberales y apristas que han disputado en forma despiadada la torta de los desfalcos. La descarnada codicia empujó a cinco presidentes a la cárcel y a uno al suicidio.
Durante varios días se vivió en Perú un escenario parecido al 2001 de Argentina. La demolición final de la presidencia fue precipitada por el asesinato de dos estudiantes. Pero al igual que en Chile la demanda de una Asamblea Constituyente empuja ahora al fin de un régimen, que comenzará a naufragar en las elecciones del próximo año.
Las tres grandes irrupciones populares de la región han apuntalado también las movilizaciones en Colombia, que retoma la interrumpida revuelta del 2019. Las protestas se extienden contra el terrorismo de estado de los grupos paramilitares que en el curso de este año ultimaron a 225 militantes.
El polvorín latinoamericano también impactó sobre Guatemala, que fue sacudida por multitudinarias protestas contra el recorte de las partidas sociales del presupuesto. En todos los rincones del hemisferio emerge la misma indignación callejera contenida durante la pandemia.
Este nuevo clima de la región también se observó en la derrota sufrida por el Bolsonarismo en las elecciones provinciales. La demagogia asistencialista del alocado mandatario no dio resultado y sus candidatos fueron aplastados, creando un nuevo marco para el desplazamiento del ex capitán. Ese viraje es apuntalado por la recuperación de la izquierda, bajo el nuevo liderazgo de jóvenes, movimientos sociales y partidos radicalizados (como el PSOL) que convergen con la continuada gravitación de Lula y el PT.
En este escenario las agresiones imperiales afrontan serios escollos. La derrota de Trump (y la consiguiente eyección de la ultraderecha) ponen en aprietos a muchos conspiradores. El escandaloso proceso electoral de Estados Unidos reduce los márgenes del Departamento de Estado para impugnar los comicios en los países hostilizados. A la OEA no le resultará sencillo objetar esta vez las elecciones de Venezuela.
La actual secuela de alzamientos populares en América Latina podría marcar el reinicio de la oleada de rebeliones registrada a principio del milenio. La pandemia está detonando ese mismo tipo de levantamientos. Bolivia repite su protagonismo, mientras que Chile o Perú comienzan a ocupar el lugar que hace dos décadas tuvieron Ecuador, Argentina y Venezuela. Se aproxima un nuevo capítulo del ciclo progresista.
Los efectos sobre Argentina
Las victorias populares en la región propinan un golpe demoledor a la restauración conservadora. Piñera gestiona en soledad, los funcionarios de Añez huyen para eludir los tribunales, Uribe pasó varias semanas en prisión domiciliaria, Lenin Moreno sobrevive en un tobogán descendente y Guaidó se ha quedado sin cómplices. Este generalizado retroceso de los figurones de la reacción socava drásticamente los proyectos destituyentes en Argentina. Macri y Bullrich pierden aliados y comienzan a enfrentar un contexto adverso.
Pero el principal efecto de las rebeliones latinoamericanas se verifica en el movimiento social. Los éxitos obtenidos en países tan próximos incentivan en Argentina la recuperación de la movilización por abajo. Perú, Bolivia y Chile han demostrado cómo obtener victorias en las calles.
Durante el 2020 ese ámbito de confrontación directa sólo estuvo ocupado en el país por los banderazos de la derecha y las respuestas del peronismo (17 de octubre, homenajes a Néstor Kirchner). Se impone retomar ahora las movilizaciones por demandas sociales y democráticas.
Argentina continúa careciendo de una referencia efectiva de la izquierda para apuntalar esos logros y avanzar en la construcción del proyecto alternativo. Ese objetivo afronta actualmente dos obstáculos simétricos. Por un lado, existe una fuerte tendencia a la subordinación al gobierno con la consiguiente justificación de lo inadmisible. Mantenerse en silencio frente al desalojo de Guernica o convalidar el recorte de las jubilaciones (con disparatados argumentos de irrelevancia de la inflación) constituyen ejemplos de esa actitud.
En el flanco opuesto se ubica la estrechez sectaria. Su manifestación más reciente ha sido propiciar la abstención en el Parlamento frente al impuesto a las grandes fortunas a fin de “no encubrir el ajuste”. Con ese criterio habría que rehuir todos los logros democráticos y mejoras sociales. Bajo la administración capitalista del estado esos avances son siempre insuficientes y es equivocado desconocerlos argumentando que “encubren” la continuidad de la opresión.
Conviene también recordar que las propias conquistas obtenidas por la izquierda involucran la implícita aceptación de otros males y ese dato no invalida lo conseguido. Estas disyuntivas reaparecen frente al inminente tratamiento del aborto. ¿Habrá que abstenerse y presentar un proyecto propio también este caso para “no enmascarar el ajuste”?
En el escenario actual resulta indispensable distinguir las vetas conservadoras de las iniciativas progresistas del gobierno. La construcción política de la izquierda sólo puede prosperar, combinando ese reconocimiento con el impulso de todas las iniciativas de movilización.
Son tan valiosos los movimientos que no bajan sus banderas (asamblea de auto-convocatoria de la deuda externa), como las novedosas experiencias de producción agraria cooperativa que confrontan con los poderosos (proyecto Artigas de Entre Ríos). Con diversas acciones para apuntalar la redistribución del ingreso se irá moldeando el proyecto popular que necesita el país.
29-11-2020.
Claudio Katz es economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz